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El teniente coronel Marranón hizo un ademán cortés. -Ya basta, Coscolluela. No hemos de aburrir a nuestro invitado. Con lo dicho va servido y tiene otros compromisos que atender. Deberá usted disculpar nuestro exceso de celo, señor Vitelas.

Anthony respondió con un murmullo impreciso. Después de un breve silencio, el teniente coronel volvió a tomar la palabra.

– En el fondo -dijo con su habitual ecuanimidad-, yo pienso igual que usted. A mí tampoco me interesa la política. No pertenezco a ningún partido ni a ningún sindicato ni a ninguna logia, y no siento simpatía ni respeto por ningún político. Pero soy un funcionario al servicio del Estado; mi cometido es mantener el orden público y para mantener el orden público he de adelantarme a los acontecimientos. No puedo esperar aquí cruzado de brazos, porque si se arma la gorda, como muy bien podría suceder en cualquier momento, entonces, señor Vitelas, ni la policía ni la Guardia Civil ni el mismísimo Ejército podrán evitar una hecatombe. Yo sí puedo. Pero para eso he de saber. Qué, quién, cómo y cuándo. Y actuar sin dilación y sin hilar muy fino. Descubrir a los sediciosos y detenerlos antes, no después. Y lo mismo a sus cómplices. Y a sus encubridores. Conocer a José Antonio Primo de Rivera no es un delito. Sí lo es mentir a la policía. Estoy convencido de que usted no haría tal cosa. Y dicho esto, no le retengo más. Sólo quisiera hacerle un ruego. Mejor dicho, dos ruegos. El primero es que me mantenga informado de cualquier cosa que a su juicio me pueda interesar. Es usted lo bastante inteligente para entender el significado de mis palabras. El segundo ruego es que esté localizable mientras permanezca en España. No cambie de alojamiento y, si lo hace, avísenos. El capitán Coscolluela le visitará de tanto en tanto, y si usted desea ponerse en contacto con nosotros, ya sabe: tenemos abierto las veinticuatro horas del día.

Capítulo 14

Al salir de la Dirección General de Seguridad, Anthony Whitelands se sorprendió al encontrarse en un lugar conocido, alegre y abarrotado de ciudadanos que iban de un lado a otro como a la carrera, espoleados por el frío. El cielo encapotado había adquirido un reflejo metálico y en el aire quieto que precede a los fenómenos naturales intensos, parecían lejanos los sonidos habituales del bullicio urbano. De todo lo cual Anthony, todavía bajo los efectos de la entrevista recién mantenida, apenas si se enteraba. Sabía que se enfrentaba a un dilema moral, pero estaba tan aturdido que no atinaba siquiera a discernir cuál era. Mientras se abría paso entre la multitud se preguntaba por la razón de que le hubieran detenido de un modo tan caprichoso. Sin duda algo sabían de sus movimientos y de sus conexiones en Madrid, pero de lo hablado era imposible deducir cuánto. Probablemente muy poco, o no habrían usado tantos circunloquios. Tal vez no sabían nada concreto y sólo trataban de sondearle. O de asustarle. O de prevenirle, pero ¿de qué? Del peligro que llevaba aparejada la proximidad de José Antonio Primo de Rivera. De ser así, conocían sus contactos esporádicos en casa del duque. ¿Quién podía haberles informado? En cuanto a José Antonio, siempre había desconfiado de aquel misterioso individuo, si bien el trato directo le había producido muy buena impresión. Lo importante, de todos modos, no era su valoración personal, sino el papel que desempeñaba en el asunto. ¿Conocía José Antonio los planes del duque? ¿Estaba en connivencia con él? Su aparente interés por Paquita, ¿era real o sólo encubría intereses de otra naturaleza? Y, en última instancia, ¿qué pintaba en aquel enredo un inglés experto en pintura española? Preguntas sin respuesta que, sin embargo, modificaban su percepción de la realidad: no podía seguir actuando como si no supiera nada; antes de dar el paso siguiente tenía que esclarecer algunos puntos, saber con exactitud dónde se metía. El sentido común indicaba a las claras el curso de acción más razonable: dejarlo todo y regresar a Inglaterra sin tardanza. Pero eso suponía desperdiciar una oportunidad única e irrepetible en el terreno profesional. Por el momento nada indicaba que hubiera una relación directa entre las explicaciones y las insinuaciones de la policía y la venta de un cuadro, cuya posible ilegalidad, si la había, sería de tipo administrativo, sin connotaciones políticas o de otro orden. Por lo demás, la ilegalidad en nada afectaba a una persona cuya intervención se limitaba a certificar la autenticidad de una obra de arte. Lo que sucediera luego no era cosa suya, y cuanto más averiguara, mayor sería el grado de participación en algo que no le concernía. El no tenía constancia de que se fuera a cometer un delito. Era un extranjero en un país donde reinaba el caos y, por añadidura, le amparaba el secreto profesional. Lo mejor era no hacer averiguaciones.

Por otra parte, otros apremios más prosaicos reclamaban su atención: tenía que acudir sin más dilación a la cita con el duque y justificar el retraso para que no fuera interpretado como una deserción precisamente cuando el trato había llegado a un punto tan decisivo, pero antes tenía que afeitarse, lavarse y cambiarse de ropa. Para colmo, empezaban a caer los primeros copos de nieve, que al posarse en el asfalto dejaban puntos negros.

Apretó el paso hasta llegar al hotel. En el felpudo se restregó los zapatos cuidadosamente para no ser reprendido por el recepcionista, que al advertir su presencia había adoptado la expresión grave de quien acaba de presenciar cómo un agente de la autoridad se lleva detenido a un cliente del establecimiento. Con aire distraído pidió la llave y preguntó si alguien había preguntado por él durante su breve ausencia.

– Pues a ver-respondió secamente el recepcionista-. Si usted solo da más trabajo que todos los clientes juntos.

A poco de irse, un hombre había telefoneado al hotel para preguntar si el señor inglés se encontraba allí o si había salido. Al decirle el recepcionista que había salido, el hombre había querido saber cuándo y si había dicho adonde se dirigía. El recepcionista dijo no saber nada; no quería comprometer a un cliente y menos aún meterse en líos. De todos modos, el otro pareció contrariado o alarmado o ambas cosas a la vez. No quiso dejar dicho ni su nombre ni el número de teléfono al que se le podía llamar, como le había propuesto el recepcionista. A la media hora escasa, una niña muy mona trajo una carta. Al decir esto, el recepcionista frunció el ceño: no le gustaba que una niña fuera al hotel con cartitas para un parroquiano y menos haber de mediar en la correspondencia. A Anthony no se le ocurrió una explicación satisfactoria y guardó silencio. Sin desarrugar el ceño, el recepcionista le entregó la carta.

Una vez en la habitación, abrió el sobre y leyó en una hoja de bloc este escueto mensaje: «¿Dónde se ha metido? Por el amor de Dios, llame al 36126.»

Como la habitación no disponía de teléfono, volvió a bajar a la recepción y pidió usar el teléfono general del hotel. El recepcionista señaló el aparato que había sobre el mostrador. Anthony habría preferido algo menos ostensible, pero para no despertar sospechas aceptó el ofrecimiento y marcó el número. Al instante respondió Paquita. El inglés se identificó y ella dijo con voz queda, como si temiera ser oída:

– ¿Desde dónde llama?

– Estoy en la recepción de mi hotel.

– Nos tenía muy inquietos con su tardanza. ¿Ha ocurrido algo?

– Sí, señor. Le pondré al corriente en la próxima reunión -dijo Anthony con forzada naturalidad de comerciante en el ejercicio de su profesión.

Hubo un silencio y luego ella dijo:

– No venga a casa. ¿Conoce el Cristo de Medinaceli?