Se santiguó, besó la cruz del rosario, lo guardó en el bolso, se incorporó, y salió con paso lánguido, dejando a Anthony sumido en un mar de confusiones.
Capítulo 15
Anonadado y con una expresión de angustia similar a la del Cristo que presidía el santuario, Anthony Whitelands ganó la calle dando tumbos y tropezando con el flujo incesante de feligreses. Fuera arreciaba la nevada y al dejar el atrio le envolvió un remolino de gruesos copos cuya profusión y blancura parecía sumir el resto del mundo en una impenetrable oscuridad. Este fenómeno le pareció adecuado a su ánimo, en el que se libraba una violenta batalla. Tan pronto su voluntad se sometía a la desconcertante petición de Paquita como se rebelaba contra aquella cruel imposición. Ciertamente, la intrepidez con que ella se le había ofrecido tácitamente pero sin reservas avivaba sus deseos, pero el precio se le antojaba excesivo. ¿Había de renunciar al reconocimiento mundial precisamente cuando lo tenía al alcance de la mano? ¡Y para colmo, sin darle ninguna explicación, apelando únicamente a su debilidad! ¡Imposible!
El frío y la nieve le despejaron la mente, al menos para comprender que no podía seguir bajo la tormenta, hablando a solas como un demente. Todavía fuera de sí, entró en una taberna cercana, se sentó en un taburete y pidió un vaso de vino que le hiciera entrar en calor. El tabernero le preguntó si quería comer algo.
– Mi suegra hace unos callos…, ¿cómo le diría? Así, entre usted y yo, muchas cosas buenas de esa bruja no se pueden decir, pero ¿cocinar? ¡Como Dios! Los callos están que resucitan a un muerto, y usted, si no se ofende, parece que acaba de ver uno.
– No anda desencaminado -dijo Anthony, encantado de que la charla del tabernero le distrajera de su desazón-. A ver esos callos. Y póngame también una ración de jamón, unos calamares a la romana y otro vasito de vino.
Al concluir el almuerzo se sentía mejor. No había tomado ninguna decisión, pero la duda había dejado de atormentarle. La tormenta amainaba, el viento se había calmado y las calles estaban cubiertas de nieve que crujía bajo los pasos vacilantes del inglés. Regresó al hotel rodeado de silencio, subió a la habitación, se quitó el abrigo y los zapatos, se dejó caer en la cama y se quedó profundamente dormido.
Contra todo pronóstico, durmió largo rato sin pesadillas ni sobresaltos. Al despertar ya era de noche. A través de la ventana el cielo tenía el reflejo nacarado de la nieve. Al asomarse vio los tejados cubiertos de una capa blanca. En las calles los automóviles y los carros habían abierto surcos negruzcos y en los bordillos de las aceras se formaban aguazales. Anthony se lavó, se afeitó, se puso ropa limpia, salió a la calle y se encaminó al palacete del duque de la Igualada sin haber pensado una excusa y sin haber resuelto la terrible disyuntiva, dispuesto a seguir los dictados de su instinto y a dejar sus decisiones y sus actos a merced de sus impulsos.
Hizo el trayecto hasta la Castellana evitando las calles más concurridas, donde las secuelas de la nevada obstaculizaban la circulación de vehículos y peatones. Las precauciones no impidieron que llegara a su destino con los zapatos calados y el dobladillo de los pantalones mojado y maltrecho.
El mayordomo le hizo entrar, se hizo cargo de las prendas de abrigo y fue a anunciar su llegada al dueño de la casa. A solas en el amplio vestíbulo, frente a la copia de La muerte de Acteón, Anthony sintió evaporarse su eufórica osadía. Trataba de imaginar una justificación verosímil a su incomparecencia de la mañana y no se le ocurría ninguna. Finalmente optó por decir que estaba indispuesto, aprovechando que su aspecto, después de los estragos de la noche anterior y los agitados sucesos del día lo corroboraría. Aun así, le incomodaba sobremanera mentir. En su aventura extramatrimonial con Catherine se había visto obligado a emplear este tipo de embuste de un modo recurrente y esta servidumbre había terminado por envenenar la relación y convertirla en algo odioso. Al ponerle punto final, Anthony creía haber dejado también atrás aquella penosa pero necesaria transgresión, y ahora, apenas transcurridos unos días, se veía de nuevo urdiendo un embuste innecesario, del que sólo podían derivarse consecuencias negativas para él. En este punto regresó el mayordomo a darle un respiro.
– Su excelencia tiene una visita y el resto de la familia ha salido. Si desea esperar, puede pasar a la salita.
Anthony se encontró a solas en la pieza donde en anteriores ocasiones había tomado café con la familia y donde Paquita le había deleitado con sus canciones. Ahora el piano estaba cerrado y no había ninguna partitura en el atril. Inquieto, dio vueltas por la pieza como un hombre encarcelado. La humedad había permeado los zapatos y sentía una desagradable sensación en los pies y los tobillos. Sonaron las seis en el carillón rococó. Cuando el mismo carillón dio el primer cuarto sin que nadie hubiera acudido a su encuentro, el nerviosismo de Anthony se transformó en inquietud. Algo importante debía de estar ocurriendo para que el duque postergara recibirle después de la vehemencia con que la víspera le apremiaba a dar su opinión acerca del cuadro. Cuando el inglés, con buen tino, se negó a pronunciarse de inmediato sobre una cuestión tan delicada y propuso volver a la mañana siguiente para proceder con más calma al estudio de una obra cuya primera impresión le había alterado el discernimiento, el duque había comprendido sus razones y aceptado el aplazamiento, pero no había disimulado su impaciencia por concluir la operación sin más tardanza. ¿Qué había sucedido en el ínterin para provocar un cambio tan radical? Fuera lo que fuese, no podía quedarse recluido toda la tarde.
Con sigilo abrió la puerta de la sala y se asomó al recibidor. Como allí no había nadie, se introdujo en el pasillo que conducía al despacho del duque. Ante la puerta, oyó voces. Por fortuna, los españoles siempre hablan a gritos, pensó. Reconoció la voz del duque y la de su hijo Guillermo, pero no la de un tercer interlocutor, ni pudo entender lo que decían. En vista de que nada podía averiguar y temeroso de ser sorprendido, regresó a la sala con intención de reclamar el abrigo y marcharse. En la puerta le detuvo una voz femenina.
– ¡Anthony! Nadie me ha dicho que estabas aquí. ¿Qué haces?
Era Lilí, la hija pequeña de los duques. El inglés se aclaró la garganta.
– Nada. Estaba esperando a tu padre y, como no viene, salía a buscar al servicio.
– No digas mentiras. Hay huellas de pisadas por toda la casa. Has estado husmeando.
Ambos habían entrado en la sala y Lilí cerró la puerta y se sentó muy modosa en una silla, recompuso los pliegues de la falda y dijo:
– Siento mucho que mi padre te haya dado plantón. Algo grave ha debido de retenerle para que se comporte de un modo tan desconsiderado. Al pasar por delante del despacho he oído bronca. No me atrevo a preguntar, pero puedo hacerte compañía.
– Será un placer -respondió con ironía el inglés, a quien no resultaba halagüeña la perspectiva de pasar un rato encerrado con aquella criatura vivaracha, que a todas luces había heredado la capacidad de desconcertarle propia de la familia.
– Ya veo que no -dijo ella-. Pero me da lo mismo. Te haré compañía porque me caes bien, Tony. ¿En tu país te llaman Tony?
– No. Anthony.
– A un primo mío de Barcelona le llaman Toni. Tony te queda bien: te hace más simpático. No es que llamándote Anthony no lo seas, no me interpretes mal -dijo Lilí alegremente. Luego se puso seria sin transición y añadió-: Esta mañana he ido a tu hotel a llevarte una carta. El señor de la recepción es un tipo zafio.
– En eso estamos de acuerdo. Y te agradezco la gestión.
La niña hizo una pausa y clavando la vista en el suelo y con un hilo de voz dijo:
– ¿Estás liado con mi hermana?