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– ¡No! ¡Qué cosas se te ocurren! Ya sabes que estoy en tratos profesionales con tu familia. La carta tenía ese propósito y no otro.

Lilí levantó los ojos y clavó en el inglés una mirada cargada de congoja.

– No me trates como si fuera tonta, Tony. Mi hermana me dio la carta en propia mano y por su cara y sus palabras entendí que no me estaba encomendando correspondencia mercantil.

Anthony se percató de que no tenía delante a una niña, sino a una mujer en ciernes, inteligente, sensible y de una belleza turbadora. Enrojeció a su pesar y dijo:

– No te enfades. Nunca te he considerado tonta. Todo lo contrario. Lo que ocurre es esto: el asunto que en estos momentos me vincula a tu familia no es sencillo. Tiene aspectos materiales y otros que trascienden lo estrictamente comercial. Como comprenderás, yo no puedo revelarte detalles que tu propio padre no te ha contado. Pero puedo asegurarte que entre tu hermana y yo no hay nada. Además, ¿a ti qué te importa?

En vez de contestar, Lilí se acercó lentamente al piano, levantó la tapa y con un dedo pulsó dos notas agudas. Sin dejar de mirar el teclado respondió:

– Dentro de muy poco yo también recibiré un título nobiliario. Y podré disponer de la parte que me corresponde de la herencia de mi abuela. Para entonces ya seré una mujer hecha y derecha, y Paquita será una vieja.

Cerró la tapa del piano y se echó a reír al advertir la confusión del inglés.

– Pero tú no tienes que preocuparte: todavía soy una mocosa deslenguada.

La entrada del mayordomo le liberó de aquella tensa situación.

– Su excelencia dice que le entregue esto -dijo tendiendo un papel doblado.

Anthony lo desplegó y leyó: «Razones poderosas me impiden verle hoy como habíamos convenido y como sería mi deseo. En breve me pondré en contacto con usted. Perdone las molestias y reciba un cordial saludo.» La firma era un garabato con rúbrica florida. Anthony volvió a doblar la misiva, se la metió en el bolsillo y pidió el abrigo y el sombrero.

– Tony, ¿ya te vas? -preguntó Lilí.

– Sí. La compañía es muy grata, pero aquí, por lo visto, estoy de más.

La niña abrió la boca para decir algo, pero en seguida la volvió a cerrar y abandonó la sala precipitadamente por la puerta que comunicaba con el comedor. En el vestíbulo Anthony se puso las prendas que le presentaba el mayordomo, se despidió de éste con una seca inclinación de cabeza y salió a la calle. La puerta se cerró a sus espaldas con una prontitud que se le antojó excesiva. Un viento helado había barrido las nubes y en el cielo brillaban diáfanas las estrellas. La nieve se había empezado a helar y el pavimento era resbaladizo. Anthony se subió las solapas del abrigo y anduvo a pasos cortos, buscando un taxi con la mirada. Al llegar a la esquina del callejón se detuvo en seco, fulminado por una idea espantosa. Tratando de dar una explicación a la sorprendente conducta del duque, se le había ocurrido la posibilidad de que éste hubiera llamado a otro experto a consulta. Tal vez Anthony había defraudado sus expectativas, por más que éste no acertaba a ver qué podía haber hecho mal, ni en el terreno profesional ni en el trato personal. Por supuesto, no había que descartar los imponderables: tal vez el severo duque se había enterado de su encuentro con Paquita en la iglesia, un episodio inocuo cuya iniciativa no se le podía imputar a él, pero que, a juzgar por la pregunta de Lilí, se prestaba a interpretaciones equívocas. La propia Lilí, que no tenía reparo en manifestar su atracción por Anthony, podía haberlos delatado para provocar la cólera de su padre y poner fin a un idilio que sólo existía en su imaginación. La idea era descabellada y presuponía una maldad por parte de Lilí que nada hasta el momento permitía atribuirle. Pero es sabido que los niños son egoístas por naturaleza y que a menudo por inexperiencia no calculan las consecuencias de sus acciones. Claro que, incluso en este supuesto, era absurdo pensar que el duque hubiera tenido tiempo de reemplazar los servicios de Anthony por los de otro experto de la misma solvencia. De haberlo hecho, habría cometido un acto precipitado y temerario: la operación debía realizarse en el máximo secreto y un erudito despechado es un animal peligroso.

Anthony comprendía que su recelo era infundado, pueril y, por añadidura, nocivo para la salud: si se quedaba quieto a la intemperie mucho rato podía contraer una grave enfermedad. Pero ninguno de estos razonamientos disipaba sus temores. Yo de aquí no me muevo hasta averiguar qué está pasando en esa casa, se dijo.

Por fortuna no hubo de esperar mucho. Transcurridos unos minutos se abrió la puerta principal del palacete y en rectángulo iluminado se recortó la silueta de dos hombres que se despedían con efusividad. A contraluz y al débil resplandor de los faroles le fue imposible identificar a los dos hombres, aunque dio por sentado que uno de ellos era el dueño de la casa. El otro echó a andar. Oculto en el callejón, Anthony le dejó pasar y cuando se encontraba a prudencial distancia, inició el seguimiento.

Perseguido y perseguidor avanzaban lentamente por la dificultad del terreno. Llevaban recorridos unos veinte metros cuando dos individuos surgieron de detrás de los árboles del paseo e interceptaron a Anthony. Éste se detuvo y uno de los individuos, sin previo aviso, le dio un puñetazo en la mandíbula. La solapa del abrigo amortiguó la fuerza del golpe, pero el impacto y la sorpresa le hicieron trastabillar, perdió el equilibrio y cayó de espaldas contra el hielo. Desde el suelo vio cómo el otro individuo sacaba una pistola, le quitaba el seguro y le apuntaba. Decididamente, las cosas iban de mal en peor para el inglés.

Capítulo 16

Edwin Garrigaw, alias Violet, recorre sus dominios con largas zancadas y semblante adusto. A última hora de la tarde ha recibido una llamada trascendental y ahora trata de sosegar su ánimo en la contemplación de tanta belleza. Falta poco para la hora del cierre y ya no quedan visitantes en las salas de exposición de la National Gallery, por otra parte muy poco frecuentada en esta época del año. Sin público, la calefacción del edificio resulta insuficiente y en los grandes espacios hace frío. Resuenan en las altas bóvedas los pasos decididos del viejo curador. La llamada ha concluido de un modo tajante: Tenlo todo preparado para cuando llegue el momento. No ha sido necesario especificar de qué momento se trata. Edwin Garrigaw ha deseado y temido este momento desde hace muchos años. Ahora parece haber llegado o estar a punto de llegar y la espera se le antoja corta. A su edad cualquier cambio supone un ajetreo excesivo. Distraído en estos pensamientos, sus pasos le han conducido de un modo automático a la sección de pintura española de la que es amo indiscutible: nadie pone en duda su autoridad en la augusta institución. De puertas afuera no faltan las críticas, claro. Los jóvenes creen haber descubierto la luna y lo cuestionan todo. En conjunto, nada grave: tormentas en el restringido y proceloso estanque de los académicos. A este respecto, el viejo curador está tranquilo: a pesar de su edad, ni su cargo ni su prestigio corren peligro.

Ante un cuadro se detiene. El rótulo dice: Retrato de Felipe TV en castaño y plata; para los entendidos, Silver Philip. El retrato muestra a un hombre joven, de rasgos nobles pero no agraciados, la cara enmarcada en largos bucles dorados, la mirada vigilante y preocupada de quien se esfuerza por mostrar grandeza cuando lo que siente es miedo. El destino ha puesto una pesada carga sobre unas espaldas débiles e inexpertas. Felipe IV viste jubón y calzones de color marrón con profusos bordados en plata. De ahí el nombre y el sobrenombre con que se conoce la obra. Una mano enguantada reposa con gesto gallardo en el pomo de la espada; en la otra sostiene un papel plegado en el que figura el nombre del retratista: Diego de Silva. Velázquez había llegado en 1622 a Madrid en la estela de su compatriota el conde duque de Olivares, un año después de la ascensión al trono de Felipe IV. Velázquez tenía veinticuatro años, seis más que el Rey, y poseía una técnica pictórica apreciable, pero todavía con resabios provincianos. Al ver las obras del aspirante a pintor de corte, Felipe IV, que era lerdo para asuntos de Estado pero no para el arte, se dio cuenta de que estaba delante de un genio y, sin hacer caso de la oposición de los expertos, decidió confiar su imagen y la de su familia a aquel joven indolente y audaz, de insultante modernidad. Al hacerlo entró en la Historia por la puerta grande. Tal vez entre los dos hombres hubo un trato regido únicamente por la etiqueta palaciega. Pero en el intrincado mundo de las intrigas cortesanas, nunca flaqueó el apoyo del Rey a su pintor favorito. Ambos compartieron décadas de soledad, de destinos cruzados. Los dioses habían concedido a Felipe IV todo el poder imaginable, pero a él sólo le interesaba el arte. Velázquez había recibido el don de ser uno de los más grandes pintores de todos los tiempos, pero él sólo anhelaba un poco de poder. Al final los dos vieron realizados sus deseos.