Felipe IV dejó a su muerte un país arruinado, un Imperio en descomposición y un heredero enfermo predestinado a liquidar la dinastía de los Habsburgo, pero legó a España la más extraordinaria pinacoteca del mundo. Velázquez subordinó el arte a su afán por medrar en la corte sin más credenciales que su talento. Pintó poco y a desgana, para obedecer y complacer al Rey, sin más finalidad que merecer el ascenso social. Al final de su vida obtuvo el ansiado blasón.
En la misma sala, en el mismo paño de pared, a pocos metros del magnífico cuadro, hay otro retrato de Felipe IV, también de Velázquez. Entre uno y otro median treinta años. El primer cuadro mide casi dos metros de alto por uno y pico de ancho y representa al monarca de cuerpo entero; el segundo mide apenas medio metro de lado y sólo representa la cabeza sobre fondo negro, el jubón, apenas esbozado. Naturalmente, las facciones son las mismas en ambos cuadros, pero en éste la tez es pálida y mate, hay una cierta flaccidez en las mejillas y la papada, y bolsas bajo unos ojos tristes, de mirada apagada.
Velázquez, que sólo pintaba a instancias ajenas y no sentía la menor apetencia por trabajar, se retrató a sí mismo muy pocas veces. De joven, quizá como escéptico testigo de la efímera rendición de Breda; más tarde, al término de su carrera, representando a su propio personaje en Las Meninas. En esta última obra luce ya la cruz de la Orden de Santiago que lo acredita como gentilhombre, pero su imagen es también la del hombre cansado que ha visto realizado su sueño tras una vida de afanes y renuncias y se pregunta si valió la pena. Hoy Edwin Garrigaw se hace la misma pregunta. Quizás ha llegado el momento, pero cuando se mira al espejo, y lo hace a diario, con frecuencia obsesiva, no ve el rostro del muchacho que concibió el sueño e inició la paciente espera. Entonces tenía la piel tersa y sonrosada, los ojos brillantes, el cabello alborotado y las facciones entre aniñadas y femeninas. Un profesor emérito le enviaba anónimamente sonetos en latín y ramitos de violetas, aludiendo a su nombre. Cambridge fue escenario de sus triunfos académicos y de unas aventuras amorosas que sólo tuvieron de aventurado la reiterada infidelidad. En estos juegos desperdició la juventud; en las luchas profesionales, la madurez. Ahora tiene también las mejillas fláccidas, arrugas en la piel, canas en las sienes y un resuelto y dramático inicio de calvicie que ningún tratamiento consigue detener. En los últimos tiempos se ha preguntado a menudo si no debería buscar una pareja estable para evitar una vejez de soledad y paliativos mercenarios, pero la pregunta es retórica. Aunque es evidente que pronto tendrá que dejar su puesto a alguien más joven, la idea no le perturba: su trabajo ya no da más de sí. A lo sumo, añadir a su ingente bibliografía unas observaciones supletorias, probablemente pomposas, que de inmediato serán contestadas, si no ridiculizadas, por la joven generación. Aunque tampoco esto le importa mucho: antes temía el descrédito; ahora le espanta la decrepitud. De todos modos, no se quiere volver a enzarzar en una batalla agria y prolongada si no es por algo excepcional, y duda de que algo excepcional o meramente curioso se le pueda presentar a estas alturas. La belleza a la que ha consagrado su vida le ha traicionado al no envejecer con él. Con trescientos años a cuestas, Silver Philip es hoy tan joven como la primera vez que lo vio, y lo seguirá siendo cuando él ya no esté. ¿Qué dejará de su paso por estas salas suntuosas y vacías? Si al menos su labor recibiera alguna forma de reconocimiento, tal vez un título nobiliario: sir Edwin, nada más incongruente con sus ideas. Si acaso, sir Violet…
Suena el timbre que anuncia el cierre del museo. El viejo curador regresa a su despacho, pregunta a las secretarias si alguien ha llamado durante su ausencia. Ante la respuesta negativa, se pone el abrigo, coge el paraguas, la cartera y el bombín, se despide del personal y sale con vaivén de caderas. Habituado al recorrido, no le impresionan los lúgubres pasillos ni la escalera a media luz. Al salir encuentra la ciudad envuelta en la niebla. Tampoco esto le sorprende ni le incomoda. De camino a la estación del Metro cree ver a una persona conocida y se detiene. La niebla le impide identificarla con exactitud, pero también evita que el otro le reconozca. El viejo curador da un rodeo. Por nada del mundo desea un encuentro con aquel personaje al que detesta. Pronto lo pierde de vista y recupera la buena dirección más despacio, perdido en sus cábalas. Está seguro de que el individuo se dirigía al museo, seguramente a entrevistarse con él. Por fortuna, ha salido antes de lo habitual y la entrevista no tendrá lugar. Esto le alegra, pero le deja sin saber qué demonios puede querer Pedro Teacher y por qué recurre a él precisamente hoy, coincidiendo con la llamada telefónica.
A esa misma hora, muy lejos de allí, su ex alumno, colega y antagonista en muchas controversias, yace en el pavimento de la Castellana derribado de un puñetazo y enfrentado al siniestro cañón de una pistola. La situación es tan absurda que siente más indignación que miedo.
– ¡Soy inglés! -grita con voz de falsete.
Antes de que sus asaltantes reaccionen a esta información, se oye una orden entre marcial y divertida.
– Dejadle en paz. No es peligroso.
Los asaltantes se quedan inmóviles; luego se retiran respetuosos mientras el hombre al que ha estado siguiendo se le acerca y le ofrece una mano recia para ayudarle a recuperar la verticalidad. A la luz de la farola Anthony Whitelands reconoce la figura atlética, el porte señorial, los rasgos viriles y la franca sonrisa. Se levanta y con gesto desairado sacude de los faldones del abrigo los trozos de hielo y las cazcarrias que se le han adherido. Al hacerlo advierte que le tiembla el pulso visiblemente.
– Exijo una explicación -masculla para ocultar su flaqueza y recobrar parte de la dignidad perdida.
– Y la tendrá, señor Whitelands -responde su adversario con un deje de ironía. Luego le mira fijamente y añade en un tono más amable-: No sé si me recuerda. Nos conocimos hace un par de días en casa de nuestro común amigo…
– Sí, claro, no tengo tan mala memoria -interrumpe el inglés-. El marqués de Estella.
– José Antonio para los amigos. Por desgracia, también para los enemigos. Y tal es la causa de este desafortunado incidente. He sufrido varios atentados y me veo obligado a llevar escolta. Ruego disculpe la precipitación de estos compañeros. La precaución les llevó a pecar por exceso de celo. La triste realidad no deja margen a la cortesía. Hemos sufrido muchas bajas y la violencia se recrudece. ¿Se ha lastimado?
– No. Estoy bien. Y acepto las disculpas. Ahora, si me lo permite…
– De ningún modo -replica José Antonio con impetuosa cordialidad-. Le debo una reparación y no se me ocurre nada mejor que invitarle a cenar. Le he visto comer y sé que no le hace ascos a la buena mesa. De paso tendremos ocasión de conocernos mejor. Me consta que compartimos algunos intereses.