– Vámonos por las buenas o no saldremos nunca de aquí.
Levantando la voz preguntó a su hermano si quería cenar con ellos. Miguel Primo de Rivera se excusó alegando asuntos pendientes. Anthony pensó que tal vez, de un modo consciente o inconsciente, rehuía ser visto en compañía de su hermano mayor, para que la personalidad arrolladora del primogénito, más alto, más guapo y más brillante, no eclipsara la suya. Era natural que Miguel sintiera devoción por José Antonio, y también que no quisiera dar pie a comparaciones que por fuerza habían de serle desfavorables.
Como la invitación iba dirigida a Miguel, pero de la actitud de José Antonio se infería una convocatoria indiscriminada, se unió al grupo Raimundo Fernández Cuesta y otro individuo enjuto, retraído, a quien unas gruesas gafas de montura redonda quitaban cualquier asomo de gallardía. Rafael Sánchez Mazas era un intelectual antes que un hombre de acción, a pesar de lo cual, según explicó José Antonio al inglés mientras salían, había sido miembro fundador de Falange Española y era miembro de la Junta Directiva. A él se debía el lema que ahora todos coreaban: «¡Arriba España!» Anthony simpatizó con él de inmediato.
En el Chevrolet amarillo de José Antonio se apretujaron los cuatro y los dos guardaespaldas y fueron a un restaurante vasco de nombre Amaya, situado en la Carrera de San Jerónimo. Al entrar, el mesonero les recibió levantando el brazo.
– No le hagas caso -bromeó José Antonio pasando con naturalidad al tuteo-; si entra Largo Caballero, lo recibirá puño en alto. Aquí se come bien y eso es lo importante.
Les sirvieron una cena copiosa y suculenta y vino sin tasa. José Antonio comía con fruición y al cabo de poco todos estaban muy animados, incluso Anthony, a quien hallarse en territorio neutral había dado mayor desahogo. Ya no se sentía obligado a disimular sus opiniones. Por lo demás, José Antonio no cesaba de darle muestras de afecto y, de resultas de ello, los otros dos también le trataban, si no con cordialidad, sí con deferencia. Mediado un primer plato de huevos revueltos con pimientos, dijo el Jefe:
– Espero, Anthony, que cuando vuelvas a Londres cuentes lo que has visto y oído con objetividad y exactitud. Sé que corren muchos bulos sobre nosotros, y muchos juicios más interesados que justos. En la mayoría de los casos, quienes dan falso testimonio no actúan de mala fe. El gobierno español no escatima esfuerzos para silenciarnos. De este modo la gente conoce su versión y no la nuestra. Censuran y secuestran nuestras publicaciones y si pedimos permiso para convocar un mitin, nos lo niegan por sistema. Luego, como en aras de las convicciones democráticas que dicen profesar no pueden privarnos de un derecho constitucional, nos acaban dando la autorización, en el último minuto, para que no tengamos tiempo de organizar el acto ni de anunciarlo como es debido. Aun así, la gente acude en masa, el mitin es un éxito, y al día siguiente la prensa sólo publica una noticia breve donde se recoge la opinión adversa del periódico y cuatro frases tergiversadas de los discursos. Si hay una refriega, como suele suceder, dan cuenta de las bajas sufridas por los otros, no de las nuestras, e indefectiblemente nos echan la culpa de lo sucedido, como si nosotros fuéramos los únicos provocadores o como si invitáramos a una violencia de la que somos las principales víctimas.
– Y en los últimos tiempos -intervino Sánchez Mazas con aire triste-, con el partido ilegalizado, ni a eso podemos aspirar.
Anthony reflexionó un instante y luego dijo:
– Bueno, si la animadversión es tan unánime, alguna razón tendrán.
A estas palabras siguió un instante de estupor. Se agrandaron los ojos de Sánchez Mazas tras las lentes y Raimundo Fernández Cuesta hizo ademán de llevarse la mano a la pistola. Por fortuna, José Antonio resolvió la situación con una sonora carcajada.
– ¡Ah, el célebre fair play de los ingleses! -exclamó dando una palmada en el hombro de Anthony. Luego, recobrando la seriedad, añadió-: Pero no hay tal cosa, amigo mío. Nos combaten porque nos temen. Y nos temen porque la razón y la Historia están con nosotros. Somos el futuro y contra el futuro de nada sirven las armas del pasado.
– Así es -dijo Sánchez Mazas con circunspecta convicción-. Si ahora, hoy, aquí, coaccionados y amordazados, no paramos de crecer y nuestro empuje es cada día más vigoroso, ¿qué sucedería si nos dejaran las manos libres?
– Que barreríamos a todos los partidos en un abrir y cerrar de ojos -concluyó Fernández Cuesta.
– Pues si los queréis eliminar -porfió Anthony envalentonado-, es lógico que los partidos traten de defenderse.
– El argumento está mal planteado -replicó Sánchez Mazas-. Nosotros queremos eliminar a los partidos, no a las personas. Suprimir cuánto hay de falso y oscurantista en el sistema parlamentario y ofrecer al ciudadano la posibilidad de integrarse en un gran proyecto común.
– Ya tienen uno -dijo Anthony.
– No -dijo José Antonio-. Lo que hoy en día hay en España no es un proyecto, sino una mecánica sin alma y sin fe. El Estado liberal no cree en nada, ni siquiera en sí mismo. Los socialistas son unos forajidos, los radicales, unos picaros, la CEDA contemporiza. Con estos elementos, la Asamblea, cuya misión es legislar, se degrada hasta las más viles intrigas y las más vergonzosas componendas. Hoy las Cortes españolas son un espectáculo chabacano y nada más. En este ambiente, ningún republicano puede ser otra cosa que el comodín de las masas torvas de las violentas organizaciones obreras. Nuestro tiempo no da cuartel.
A medida que hablaba, José Antonio había ido levantando la voz mientras en el local se hacía un silencio respetuoso. Desde la puerta, los guardaespaldas escudriñaban a los parroquianos, inmóviles en sus mesas. José Antonio se dio cuenta del efecto causado por la soflama y sonrió satisfecho. Anthony estaba impresionado por el convencimiento y el brío del orador. Él no sentía el menor interés por la política. En las últimas elecciones inglesas había votado a los laboristas a instancias de Catherine, y en las anteriores a los conservadores por complacer a su suegro; en ambos casos lo ignoraba todo sobre los candidatos y sobre el programa de sus respectivos partidos. Educado en los principios del liberalismo, daba por bueno el sistema mientras éste no demostrase su ineficacia, y no sentía ninguna afinidad hacia otros sistemas políticos. En sus años de Cambridge había rechazado instintivamente las ideas marxistas, tan en boga entre los estudiantes. Consideraba a Mussolini un charlatán, aunque le reconocía haber sabido disciplinar al pueblo italiano. Por el contrario, Hitler le inspiraba aversión, no tanto por su ideología, que juzgaba más ampulosa que consistente, como por la amenaza que representaban para Europa sus bravuconerías: aunque demasiado joven para ser movilizado entre 1914 y 1918, había visto con sus propios ojos las consecuencias de la Gran Guerra y ahora veía a las naciones protagonistas de aquella carnicería correr de un modo insensato hacia una repetición de la misma locura. En el fondo, Anthony sólo quería dedicarse a su trabajo, sin más complicaciones que las que le deparaba su turbulenta vida privada. Aun así, no había podido sustraerse al magnetismo de José Antonio, y si éste era capaz de provocar semejante reacción en un extranjero refractario, y ante un plato de estofado, qué no sería capaz de provocar en unas masas predispuestas y en un ambiente adecuado a la exaltación y el enardecimiento?
Antes de que pudiera responder a esta pregunta, el propio José Antonio disipó la tensión levantando su vaso de vino y diciendo en tono joviaclass="underline"
– Brindemos por el futuro, pero ocupémonos del presente. Sería un crimen dejar enfriar estos manjares deliciosos, y otro crimen aún mayor aburrir a un forastero con nuestros problemas internos. Comamos, bebamos y saquemos a colación temas más gratos.