Rafael Sánchez Mazas se hizo eco de esta propuesta preguntando al inglés si sus conocimientos de la pintura española del Siglo de Oro se extendían también a la literatura de esa época. Anthony, gustoso de regresar a un terreno menos ignoto y menos resbaladizo, respondió que, si bien el objeto primordial de sus estudios y sus intereses era, efectivamente, la pintura, y más concretamente la obra de Velázquez, mal podría hablar de ella sin conocer otras manifestaciones de la extraordinaria cultura española de aquel período glorioso. Velázquez era, en sentido estricto, coetáneo de Calderón y de Gracián, y de sus contactos con la literatura había pruebas sobradas; había retratado a Góngora y, aunque no se le debía asignar la autoría del retrato de Quevedo, como algunos habían sostenido, esta misma atribución errónea daba fe de que bien podía haberlo retratado. En el Madrid de su tiempo, los pasos de Velázquez de fijo se habrían cruzado con los de Cervantes, Lope de Vega y Tirso de Molina, y el ambiente intelectual estaba impregnado de la poesía de Santa Teresa, de fray Luis de León y de San Juan de la Cruz. Y para demostrar su competencia en la materia, recitó:
Del monte en la ladera,
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto.
No lo hizo muy bien, pero su buena voluntad, su innegable amor a todo lo español y, muy en especial, su pintoresco acento, le merecieron el aplauso de sus compañeros de mesa, al que se unieron otros comensales y varios camareros. De este modo la cena terminó entre risas y en una atmósfera de alegre camaradería.
El aire de la noche surtió un efecto tonificante y vivificador en el animado grupo. Anthony anunció su retirada; José Antonio no quiso saber nada de este saludable propósito y el inglés, incapaz de hacer frente a la energía del Jefe, se volvió a estrujar con los otros en el coche.
Desanduvieron lo andado y por Cedaceros fueron a salir a Alcalá; rebasada la Cibeles, estacionaron el coche y anduvieron hasta un local situado en los bajos del café Lyon d'Or. En aquel local pequeño, ruidoso y cargado de humo, con las paredes decoradas con pinturas de tema marinero, denominado La ballena alegre, José Antonio y sus adláteres frecuentaban una peña literaria. Los recién llegados repartieron saludos, presentaron brevemente al forastero que venía con ellos y sin más preámbulo se sumaron al debate. En aquella barahúnda, José Antonio parecía sentirse a gusto, y Anthony, acostumbrado a las tertulias madrileñas, no tardó en hacerse un discreto y amigable lugar. La mayoría de contertulios, además de poetas, novelistas o dramaturgos, eran acérrimos falangistas, pero en aquel ambiente distendido no se guardaban las jerarquías a la hora de expresar opiniones y rebatir las del contrario. Con agradable sorpresa, Anthony advirtió que, en el fogoso toma y daca, José Antonio se mostraba más flexible que sus compañeros desde el punto de vista ideológico. En aquellos días triunfaba en los escenarios Nuestra Natacha, una pieza dramática de Alejandro Casona, cuya explícita propaganda soviética era, ajuicio de los contertulios de La ballena alegre, la razón principal, si no la única, de la afluencia de público y de los elogios de la crítica. José Antonio dijo no haber visto la obra en cuestión, pero alabó La sirena varada, una obra anterior del mismo dramaturgo. Al cabo de un rato, de nuevo contra el parecer general, manifestó un entusiasmo sin reservas por la película Tiempos modernos, de Charles Chaplin, a pesar de su mensaje abiertamente socialista.
Así, entre whiskys y disputas encendidas, pasaron volando un par de horas. Al salir, según la costumbre española, los contertulios estuvieron largo rato en mitad de la calzada, intercambiando abrazos y largas parrafadas a voz en cuello, como si llevaran mucho tiempo sin verse o se despidieran para siempre. Una mujer harapienta e increíblemente menuda se les acercó ofreciendo lotería. Sánchez Mazas le compró un décimo. Al marcharse la vendedora sonrió el comprador.
– Si toca, será para la causa.
– No se tienta la suerte, Rafael -dijo José Antonio ladeando la cabeza.
Finalmente se separaron.
Bastante achispado, Anthony emprendió el regreso a su hotel. Cuando llevaba recorrido un trecho por la desierta calle de Alcalá, oyó a sus espaldas el ruido de pasos precipitados. La alarma se disipó a medias al comprobar que su perseguidor era Raimundo Fernández Cuesta. Anthony se sentía cohibido en presencia de aquel hombre, que durante toda la noche se había mostrado taciturno y ahora acentuaba la gravedad de su expresión.
– ¿Llevamos el mismo camino? -preguntó.
– No -repuso el otro con la respiración entrecortada por la carrera-. He dado esquinazo a los camaradas y te he dado alcance para tener contigo unas palabras.
– Tú dirás.
Antes de hablar, el secretario general del partido miró en todas direcciones. Luego, viendo que estaban solos, dijo lentamente:
– Conozco a José Antonio desde que nació. Lo conozco tan bien como a mí mismo. No ha habido ni habrá un hombre como él.
Como después de pronunciar esta frase lapidaria guardara un silencio prolongado, Anthony pensó que tal vez aquél era el contenido de la conversación, y estaba a punto de formular una respuesta inocua cuando el otro añadió en tono confidenciaclass="underline"
– Es evidente que siente por ti un afecto sincero y fraternal, cuya causa al principio yo no acertaba a dilucidar. Finalmente he comprendido que José Antonio y tú compartís algo de gran valor para él, algo sublime y vital. En otras circunstancias seríais rivales. Pero las circunstancias distan de ser normales y su alma noble ignora la animosidad y el egoísmo.
Volvió a callar y al cabo de un rato añadió con voz ronca:
– A mí sólo me queda respetar sus sentimientos y hacerte una advertencia: no defraudes la amistad con que él te honra. Y nada más: buenas noches ¡y arriba España!
Giró bruscamente sobre sus talones y se alejó a buen paso. Anthony se quedó meditando el alcance del extraño mensaje y la vaga amenaza que llevaba implícita. Era un pésimo psicólogo, pero había dedicado su vida a los grandes maestros del retrato y algo podía inferir de la expresión y la fisonomía de las personas: Raimundo Fernández Cuesta no parecía actuar del modo impulsivo que caracterizaba a los falangistas, sino movido por una fría y calculada ideología. Anthony comprendió que si alguna vez pasaban a la acción, los falangistas se comportarían de un modo imprevisible, pero algunos, además, serían implacables.
Capítulo 18
Le despertó con sobresalto un estampido lejano, como el producido por el disparo de un cañón de gran calibre. Acaba de comenzar algo terrible, pensó. Luego, como a la primera detonación no le siguió ninguna otra, Anthony decidió que tal vez aquélla formaba parte de un mal sueño. Para alejarlo se levantó, fue a la ventana y abrió los postigos. Todavía era de noche, pero el cielo tenía un color púrpura demasiado uniforme para atribuirlo al crepúsculo. Por la plaza no circulaban vehículos ni personas. Si ardiera Madrid, habría un gran griterío, se dijo, y no este silencio ominoso. Pero lo cierto es que reina la calma que, según dicen, hay en el centro de un huracán.
Volvió a la cama, cansado y aterido; el desasosiego no le permitió volver a conciliar el sueño. Había dejado abiertos los postigos y en el recuadro de la ventana vio clarear el día. Entonces se levantó, se enfundó en una gruesa bata de felpa y se asomó de nuevo. La plaza seguía desierta y de las calles aledañas no llegaba el ronquido de los camiones, ni el traqueteo de los carros en el empedrado, ni los cláxones de los coches ni ninguno de los ruidos habituales.