Oculta tras las fachadas, la villa y corte calla y espera.
Con la primera luz del día se apagan las lámparas que han brillado toda la noche en la Dirección General de Seguridad, donde ahora don Alonso Mallol espera de un momento a otro la llegada del ministro de la Gobernación, que lleva horas reunido con el presidente del Consejo de Ministros.
Con el vuelco electoral del pasado 16 de febrero, el señor Mallol se ha hecho cargo de la Dirección General de Seguridad en un mal momento. Los conflictos se multiplican, las instrucciones emanadas del Gobierno son titubeantes y contradictorias, y ni siquiera sabe si puede confiar en sus propios subordinados, heredados del gobierno anterior, aunque también éste los heredó del anterior, y así hasta el infinito. En los puestos clave ha colocado a hombres que conoce a medias, fiado de su instinto, sin escuchar consejos ni leer informes probablemente tendenciosos; sabe que en Madrid cualquier informe se compone de una cuarta parte de verdad por tres de bulo. En cuanto al resto del personal, cuenta más con la inercia de los funcionarios que con su lealtad.
A las ocho en punto un ordenanza le anuncia la llegada del teniente coronel don Gumersindo Marranón. El Director General le hace pasar sin demora y el teniente coronel entra acompañado del renqueante capitán Coscolluela. Los saludos ceremoniosos se prolongan; luego los recién llegados dan el parte en términos escuetos y monótonos, como si la desgana fuera garantía de objetividad. Don Alonso escucha con atención, no en vano el teniente coronel es uno de sus hombres de confianza.
El relato ha sido monótono pero no tranquilizador: en Madrid y en el resto de España se han quemado varias iglesias. Por la hora en que se han producido los sucesos, no había fieles en los locales afectados, y los daños materiales han sido mínimos. En algunos casos los revoltosos se han limitado a quemar papeles y trapos en el atrio del templo y a hacer más humareda que otra cosa. Actos simbólicos, sin que se pueda descartar la autoría de la propia derecha con fines de provocación. Si es así, han conseguido su propósito, porque ha muerto un bombero en Madrid mientras trataba de sofocar uno de los incendios y se prepara una manifestación de repulsa a la que no faltarán los falangistas. Por si esto fuera poco, Falange Española ha convocado un acto en el cine Europa para el próximo sábado a las siete de la tarde. Un mes antes, con motivo de la campaña electoral, ya había celebrado un mitin en el mismo lugar, con afluencia de público. En aquella ocasión el asunto se saldó sin incidentes graves. Pero entonces cada partido estaba distraído con su propia campaña. Ahora las cosas son distintas. Don Alonso pregunta el motivo del mitin. El teniente coronel se encoge de hombros. No lo sabe; barrunta que será para justificar el descalabro de las elecciones, en las que la Falange no ha conseguido un solo escaño, y para plantear ante las bases la política futura. Falange no parece dispuesta a desaparecer, y si quiere seguir teniendo presencia en la vida política española, algo ha de inventar. Sea como fuere, el mitin promete ser un semillero de altercados.
El teniente coronel hace una pausa interrogativa y su jefe responde con un gesto de mudo asentimiento: autorizar la manifestación y el mitin es tan peligroso como prohibirlos; cualquier nimiedad puede prender la mecha que haga saltar el polvorín. Mejor dejar la decisión en manos del ministro de la Gobernación, el cual probablemente consultará con el presidente del Consejo de Ministros. Esta delegación sucesiva de responsabilidades no es una muestra de apocamiento ni de deferencia, sino puro sentido común: en toda España el presidente del Consejo es la única persona que todavía cree en una salida pacífica de la situación actual.
Este moderado optimismo no es gratuito. Don Manuel Azaña tiene una larga experiencia gubernamental y, como suele decirse, las ha visto de todos los colores. En 1931, recién proclamada la República, se hizo cargo del ministerio de la Guerra; poco después fue elegido presidente del Consejo de Ministros. En 1933 pasó a la oposición y ahora vuelve a presidir el Consejo, cuando el panorama no es sombrío, sino desesperado. Pero no para éclass="underline" intelectual antes que político, siempre ha alcanzado las cimas del poder por las rápidas e imprevisibles corrientes de la Historia y no por su empeño, razón por la cual no conoce ni quiere conocer los repliegues más turbios de la política real, cosa que le reprochan sus adversarios y sus seguidores por igual. Quizá también por esta razón confía en una oposición leal, que no esté dispuesta a todo para arrebatar el poder a quien lo tiene momentáneamente, sin reparar en las consecuencias. A estas alturas todavía le parece posible solucionar mediante el diálogo y la negociación los problemas candentes de España: la agitación laboral, la reforma agraria, los enfrentamientos armados, la cuestión catalana.
Esta visión la comparten muy pocos. A diferencia de lo que sucedía en los primeros tiempos de la República, las organizaciones obreras han vuelto la espalda a los políticos y sólo vacilaciones y disidencias internas les retraen de echarse a la calle a tomar el poder por la fuerza. Motivos no les faltan: el Gobierno de derechas que precedió al actual hizo lo que pudo para invalidar los logros laborales alcanzados hasta el momento y reprimió la agitación con inusitada brutalidad. Hoy el Frente Popular trata de reconducir la situación pero choca con obstáculos formidables: la oposición, encabezada por Gil Robles, y Calvo Sotelo, torpedea en el Parlamento el programa de reforma social del nuevo Gobierno, mientras las poderosas fortunas españolas maniobran en las bolsas europeas para provocar la depreciación de la peseta, el aumento del paro y el hundimiento de la economía. La Iglesia y la prensa, mayoritariamente en manos de la derecha, agitan la opinión y siembran el pánico, y los intelectuales más influyentes (Ortega, Unamuno, Baroja, Azorín) reniegan de la República y piden un cambio drástico. En previsión de un golpe militar o fascista, que juzgan inminente, los sindicatos hacen colectas para comprar armas, y las milicias obreras montan guardia día y noche para intervenir a la primera señal de alarma.
Don Manuel Azaña conoce estos factores pero disiente de los demás en lo que se refiere a su trascendencia. En su opinión, los obreros no se decidirán a tomar la calle: los socialistas y los anarquistas no unirán sus fuerzas y los comunistas han recibido del Komintern órdenes tajantes de estar alerta y esperar; el momento no es propicio para la revolución, tratar de imponer la dictadura del proletariado sería un error de cálculo. Por la misma regla de tres, no da crédito a la posibilidad de un golpe de la derecha. Los monárquicos han ido a pedir a Gil Robles que se proclame dictador y Gil Robles se ha negado.
Queda el Ejército, claro. Pero Azaña lo conoce bien: no en vano ha sido ministro de la Guerra. Sabe que los militares, bajo su apariencia terrible, son inconsistentes, volubles y maleables; por un lado amenazan y critican y por el otro lloriquean para conseguir ascensos, destinos y condecoraciones; se pirran por las prebendas y son celosos de las ajenas: todos creen que otro con menos mérito les ha pasado por delante; en suma, que se dejan camelar como niños. Habituados por la férrea jerarquía a hacer sólo lo que otro decide, no consiguen ponerse de acuerdo para una acción conjunta. Todas las armas (artillería, infantería, ingenieros) están a matar entre sí, y basta que la Marina haga una cosa para que la Aviación haga la contraria. A raíz del triunfo reciente del Frente Popular, el general Franco fue a ver al presidente del Consejo de Ministros y le conminó a poner fin al desorden reinante con la ayuda, si fuera precisa, del Ejército. Francisco Franco es un general joven; posee inteligencia práctica y un valor probado: en África ascendió de un modo meteórico y se ganó una merecida reputación entre la oficialidad. Por sus dotes personales y su ascendiente podría ser uno de los cabecillas de la revuelta, si su carácter melifluo y su natural reserva no inspiraran desconfianza a los demás generales. Es dudoso que la velada amenaza de Franco al presidente del Consejo contara con el respaldo de todo el Ejército, pero a Pórtela Valladares la visita le metió el miedo en el cuerpo y dimitió precipitadamente. Fue el vacío generado por esta dimisión lo que llevó de nuevo a la presidencia del Consejo a don Manuel Azaña.