Un ordenanza pide permiso y entra en el despacho del Director General con una bandeja en la que humea una jícara junto a un canastillo con bollería. Otro ordenanza trae tazas, platos, vasos, cubiertos, servilletas y una jarra de agua fresca y dispone la mesa para el refrigerio. Cuando están acabando de desayunar irrumpen en el despacho don Amos Salvador, ministro de la Gobernación, acompañado del subsecretario de la Gobernación, don Carlos Espía. Risas y saludos. Entre Mallol y Esplá, que son masones, hay un rápido intercambio de signos. Mientras tanto el despacho se ha llenado de ayudantes, funcionarios, inspectores y un gobernador civil que está de paso por Madrid. En las mesas se apilan las carteras y se tambalea el perchero bajo el peso de los abrigos. Se lían cigarrillos, se encienden pipas y algún charuto, el humo nubla el aire tupido de la pieza.
Como era de esperar, el presidente del Consejo decide autorizar la manifestación por el bombero muerto, pero no autoriza el mitin de la Falange en el cine Europa. Se tomarán las medidas oportunas y pasará lo que tenga que pasar. Si los falangistas hacen acto de presencia y meten bulla, se puede aprovechar la ocasión para ilegalizar el partido y meter en el calabozo a los principales dirigentes. Y si hace falta, se impone el toque de queda. Con la habitual prosopopeya y la esporádica cooperación de su acólito, el capitán Coscolluela, el teniente coronel Marranón da cuenta de los últimos movimientos de Primo de Rivera y su camarilla, tanto en la capital como en provincias. Luego se despachan otros asuntos.
Según informes fidedignos, el secretario de la Internacional Comunista, Georgi Dimitrov, sigue decidido a defender a la República a toda costa. Por este lado, al menos, no hay peligro. Por supuesto, los militares siguen conspirando; muchos de ellos tienen contacto estrecho con Falange o con la Comunión Tradicionalista que encabeza Manuel Fal Conde. Como medida preventiva, los generales más levantiscos han sido destinados a plazas periféricas, lejos de los centros estratégicos.
Se mantendrá la censura informativa, tanto sobre los actos de violencia, incluida la quema de iglesias, como sobre las huelgas sectoriales en todo el país. El gobernador civil comenta la posibilidad de utilizar al ejército para cubrir los servicios básicos y los abastecimientos afectados por las huelgas. En principio no es buena solución, pero habría que examinar el caso en cada localidad. Por ahora, Cataluña está tranquila; en cambio, Andalucía anda muy revuelta.
Trámites sin importancia, pero vitales para la buena marcha de la administración, ocupan todavía una hora de la densa jornada de los funcionarios. Luego, con los ojos enrojecidos por la vigilia y el humo, van saliendo de uno en uno para reincorporarse a sus respectivos despachos. Cuando se quedan de nuevo a solas el Director General de Seguridad, el teniente coronel Marranón y el capitán Coscolluela, el señor Mallol reprime un bostezo, se despereza y murmura con cansancio:
– ¿Y qué novedades tenemos del inglés?
El teniente coronel, que ya se levantaba, se vuelve a sentar, mira de refilón a su ayudante y responde con su voz apagada:
– Nada definitivo por ahora. Parece un tontaina, pero no lo debe de ser. Cuando le interrogamos mintió deliberadamente.
En pocas palabras refiere el diálogo sostenido la víspera con Anthony Whitelands, hace una pausa para que su jefe pueda asimilar lo referido y añade:
– Ayer, a última hora, recibí una llamada telefónica de nuestros informantes en Londres, con quienes me había puesto al habla previamente. Según todos los indicios, nuestro hombre es lo que dice ser: un entendido en cuadros. Ha publicado artículos y es respetado en su medio. Aunque estudió en Cambridge no es maricón ni comunista. Tampoco ha tenido contactos con grupos fascistas ni de otras tendencias. Apolítico hasta la fecha. Sin medios de fortuna personales. Desde hace unos años le pone los cuernos a un funcionario del Foreign Office. Dispone de una modesta renta. Los beneficios derivados de su trabajo no dan ni para pipas.
– Esto podría explicar su venida a España -apunta el director general-. El dinero cuenta.
– Es una posibilidad, en efecto -asiente el teniente coronel-. Se le ha visto entrar y salir de casa del duque de la Igualada.
El señor Mallol deja escapar un gruñido y murmura:
– ¿Estará tramando algo la vieja carcunda?
– No me extrañaría. Primo de Rivera visita con frecuencia la casa del duque.
– Será por la chica.
– Ca. Eso no prospera. Claro que con las mujeres, nunca se sabe… Lo único cierto es que el inglés anduvo anoche de parranda con Primo y los de su cuerda en La ballena alegre.
Don Alonso Mallol hace un gesto decidido: está cansado y quiere zanjar la cuestión sin más demora.
– No me lo pierda de vista -dice a modo de despedida.
Por la ventana entra un sol pálido y de la calle sube el atenuado rumor del bullicio urbano. A esa misma hora, ajeno al escrutinio de que está siendo objeto, Anthony Whitelands se desayuna con café con leche y porras en un bar de la plaza de Santa Ana mientras hojea la prensa diaria con preocupación. Se ha contagiado de la incertidumbre general, pero como buen inglés, no comprende el silencio de los medios de información sobre asuntos que tienen al país en vilo. No ignora la severa censura impuesta por el Gobierno, porque los propios periódicos destacan en la primera página y con grandes letras el atropello de que son víctimas, pero no entiende la utilidad de una medida que desacredita al Gobierno y produce el efecto opuesto al que persigue. A falta de información regular, circula un sinfín de rumores que la imaginación popular trasforma y exagera hasta la desmesura. Todo el mundo asegura recibir de buena fuente noticias sensacionales y conocer secretos gravísimos que no tiene el menor reparo en difundir a los cuatro vientos. Los conductos por donde circula este tipo de información son variadísimos y complejos, porque la sociabilidad de los españoles no tiene límites. En las tabernas y los cafés, en las oficinas y las tiendas, en los transportes públicos y en los patios de vecindad, el pueblo cuenta, comenta y discute con conocidos y desconocidos, con mucho aplomo y a grandes voces, el presente y el futuro de la azarosa realidad española. A más alto nivel ocurre lo mismo, pero aquí se añade un factor de confusión adicional, porque la filiación política de cada cual coexiste con su círculo familiar y profesional, el club deportivo y el centro cultural o recreativo al que pertenece. El furibundo derechista y el furibundo izquierdista pueden coincidir en los toros o en el fútbol e intercambiar nuevas y datos sobre tal o cual tema, sobre tal o cual persona o sobre tal o cual escándalo; y lo mismo sucede en el Ateneo, o a la salida de misa, o en la logia masónica. De todos estos medios, el español en general y el madrileño en particular obtiene información, unas veces verídica y otras falsa, sin que nada le permita discernir la una de la otra.
De todo esto, Anthony Whitelands tiene una vaga idea, pero su conocimiento de España es profundo en algunos aspectos y muy superficial en otros, y se pierde fácilmente en el laberinto de hechos, conjeturas y fantasías en que se encuentra inmerso. Por añadidura, le absorben sus propias preocupaciones.
El editorial de ABC clama contra la inacción del Gobierno ante los actos vandálicos en iglesias y conventos. ¿Cuántas desgracias personales y cuánta destrucción del patrimonio artístico habremos de lamentar antes de que el señor Azaña se digne tomar medidas contundentes contra los infractores? ¿Habremos de esperar a que el populacho haga extensivo su odio a otros sectores de la sociedad y empiece a quemar las casas de los ciudadanos con éstos dentro?