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– Ayúdeme a levantar la manta -dijo él-. Por nada del mundo querría dañar la tela.

Entre los dos dejaron el lienzo a la vista. Anthony no hizo ningún comentario ni demostró ninguna emoción. Sólo miraba atentamente el cuadro, con las cejas arqueadas, los párpados entornados y los labios apretados. En la quietud sepulcral del sótano se oía su respiración profunda y regular. Paquita lo contemplaba y no se podía sustraer al magnetismo que desprende una persona cuando, olvidada de cuanto le rodea, aplica toda su energía a un objeto que conoce, valora y respeta. Así transcurrió un buen rato. Finalmente, el inglés pareció despertar de un sueño, sonrió y dijo con naturalidad:

– El estado de conservación es bueno. Ni la tela ni la pintura han sufrido daños irreparables. Nada que una restauración cuidadosa no pueda arreglar. Es una pieza magnífica, verdaderamente magnífica.

– ¿Sigue pensando que es auténtico?

– Sí. ¿Cómo vino a parar a su familia una obra tan importante? Eso sí lo sabrá.

– No del todo. Como ya le dije el primer día, no tengo especial interés por la pintura. Debe de haber venido por herencia de alguna rama indirecta de la familia. Como cualquier casa de abolengo, estamos emparentados con toda la aristocracia española. Nuestro árbol genealógico es un galimatías. Esto justifica buena parte de nuestro patrimonio y la mayoría de nuestras lacras.

– ¿Cuáles son las suyas?

– Las habituales: egoísmo, indolencia, arrogancia y carencia de sentido común.

– Por Dios… ¿Quién más conoce la existencia de esta obra?

– Nadie. Por raro que parezca, el cuadro lleva varias generaciones arrumbado. Seguramente por el tema. Además de lo dicho, en mi familia somos pacatos y meapilas.

– Pero habrá sido inventariado -dijo Anthony.

– Seguramente las primeras transmisiones están escrituradas. Luego las sucesivas herencias se debieron de hacer en privado, sin intervención oficial, por razones obvias. Si los documentos existen, estarán en algún archivo, en el desván de alguna casa, Dios sabe cuál. Con tiempo, se podrían encontrar; no dudo de que saldrán a la luz cuando convenga. Ahora, por desgracia, sólo contamos con las conjeturas de usted. ¿No tiene frío?

– Bastante. Pero necesito tiempo. Puede dejarme solo.

– Ni hablar. ¿Por qué no me dice lo que está pensando?

– Lo haré con mucho gusto cuando salgamos de aquí.

Le agradezco mucho que me haya permitido verla y me haya dedicado su tiempo.

– No me dé las gracias -repuso la joven-. Yo también voy a pedirle un favor.

– Cuente con ello si está en mi mano -dijo Anthony-. Y acláreme una duda. ¿Algún antepasado de su familia ocupó un cargo de importancia en Italia?

– Alguna vez oí decir que un antepasado por línea paterna fue cardenal. ¿Le sirve el dato?

– Ya lo creo. Tapemos el cuadro.

Volvieron a cubrir el cuadro con la manta. Cuando iban a salir, la bombilla del techo empezó a oscilar y se apagó, dejándolos en la más completa oscuridad.

– ¡Qué lata!-dijo Paquita con voz serena-. Se habrá fundido la bombilla. O habrá empezado otra dichosa huelga. Pueden pasar horas hasta que vuelva la luz; si no salimos de aquí, pillaremos una pulmonía. No se mueva, podría lastimarse. Deme la mano y trataremos de llegar a la puerta del jardín. Conozco el sótano mejor que usted.

Al inglés no le costó encontrar la mano de la joven. Estaba helada y la apretó con fuerza.

– ¿No le da miedo la oscuridad? -preguntó.

– Como a todo el mundo -dijo ella con voz firme-. Acompañada, menos.

Arrastrando los pies fueron avanzando con extrema lentitud. En la oscuridad el frío era más intenso y el tiempo parecía haberse detenido.

– A tientas todo queda más lejos -dijo Paquita.

– Vaya con cuidado, no se confunda y acabemos metidos en un armario.

– Ahí deberían meterlo a usted, por sandio -dijo ella.

No tardaron en alcanzar la puerta que comunicaba el sótano con el jardín. Paquita la abrió después de soltar la mano del inglés y trajinar un rato con las llaves. Habituados a la oscuridad, la repentina luz del sol les deslumbró. Paquita se arrebujó en el chal, asomó la cabeza y se aseguró de que no había nadie afuera. Anthony recordaba que en aquel mismo lugar ella le había abrazado dos días antes. Impulsivamente, la tomó en sus brazos. Paquita no ofreció resistencia, pero desvió la cara y dijo:

– No lo tome por costumbre.

Se separaron y cruzaron el jardín furtivamente. Ante la puerta de hierro dijo Paquita:

– Justo detrás, en Serrano, hay una cafetería llamada Michigan. Espéreme ahí. Me reuniré con usted en un periquete.

Capítulo 20

– Hasta el siglo XX -empezó diciendo Anthony sin hacer una pausa, como quien lleva preparada la lección-, el desnudo es un género inexistente en la pintura española. La Maja desnuda de Goya es una excepción, y otra, anterior y aún más notable, es la Venus del propio Velázquez. La razón de esta carestía es obvia: en España los encargos provenían de la iglesia y, en menor grado, de la casa real, o sea, imaginería religiosa, retratos y algunas escenas de costumbres. En Italia o en Holanda, el caso es distinto. Allí los nobles y los ricos encargaban pinturas para adornar sus salones y como tenían una moral menos estricta, veían con agrado asuntos mitológicos con profusión de desnudos femeninos. Los pintores españoles de la época conocían la técnica del desnudo, pero en la España de la contrarreforma, sólo la aplicaban a la anatomía masculina: escenas de martirio e innumerables crucifixiones y descendimientos. En este sentido, como en tantos otros, Velázquez tuvo una situación privilegiada: como cortesano recibió encargos privados y pudo ejercitar su arte en todos los géneros, incluido el mitológico: El triunfo de Baco, La fragua de Vulcano y unos cuantos más. Entre ellos, Venus y Cupido, que hoy está en la National Gallery de Londres y que es el primer desnudo de la pintura española y durante mucho tiempo el único.

En la cafetería Michigan había poca gente: nadie en la barra y sólo media docena de mesas ocupadas. Los más rezagados ya habían acabado de desayunar y todavía no había sonado la hora del bullicioso aperitivo. Dos parroquianos solitarios leían sin prisa ABC y El Sol respectivamente; un tercero escribía con una sonrisa en los labios; un oficial de artillería fumaba con la mirada perdida en el techo. Junto a la ventana, dos señoras de mediana edad hablaban a un tiempo y sin pausa; en la mesa, junto a los tazones de café con leche y el azucarero de alpaca, habían dejado los misales y las mantillas negras pulcramente plegadas. Anthony admiraba la variedad de locales que Madrid ofrecía al ciudadano. Ni siquiera los afamados cafés de Viena, donde tantas horas había pasado entre visita y visita al Kunsthistorisches Museum, se podían comparar a los de Madrid. Los cafés de Viena le producían una enojosa sensación de teatralidad y decadencia; en Madrid, por el contrario, no había nada de anacrónico en aquellos locales llenos de vida. Los cafés de Madrid, a diferencia de los de Viena, no tenían las paredes cubiertas de espejos, porque los madrileños no los necesitaban: en los cafés de Madrid los clientes se miraban directamente entre sí, sin disimular su curiosidad. Pero en este desempacho no había nada de malo, porque en los cafés de Madrid, con la misma ligereza que se mira, se olvida. Todo formaba parte del dulce fluir de las cosas en aquella ciudad alegre, generosa y superficial. No obstante, la euforia que le producía el ambiente, la compañía de Paquita y la posibilidad de hablar con ella de su tema favorito, no le hacía olvidar que tenía entre manos un asunto de la máxima trascendencia para muchas personas, empezando por el propio Anthony, cuya carrera profesional estaba a punto de tomar un rumbo inesperado si se confirmaban sus impresiones y no cometía un error irreparable.