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– En la década de 1640 a 1650, Velázquez había alcanzado la cúspide de su fama -prosiguió, tratando de imprimir a su voz un tono neutro- y al margen de sus obligaciones como pintor de la corte, recibía y aceptaba encargos de importantes personalidades de la nobleza y del clero. Uno de estos clientes fue don Gaspar Gómez de Haro, hijo del marqués del Carpio, que sucedió al conde duque de Olivares como valido de Felipe IV. No sé si está al corriente de estos sucesos históricos. Si no es así, no importa. Lo que importa es que don Gaspar era un hombre muy poderoso y un apasionado coleccionista de arte, y que encargó a Velázquez una pintura de tema mitológico: una Venus desnuda a la manera de Tiziano. Pese a lo insólito del encargo, Velázquez acometió la empresa con evidente gusto, a juzgar por el resultado. Cuando el cuadro estuvo listo, don Gaspar lo guardó prudentemente en su palacio y nadie lo vio hasta muchos años más tarde, cuando todos los protagonistas de esta historia ya habían muerto.

Hizo una pausa para continuar el relato con precisión pero también con delicadeza: en modo alguno deseaba herir la sensibilidad de su bella interlocutora con detalles escabrosos.

– Don Gaspar Gómez de Haro -dijo bajando la voz y la mirada- no sólo era un entendido en arte, sino un hombre de costumbres licenciosas. Su personalidad estaba más cerca de donjuán Tenorio que de San Juan de la Cruz, por decirlo suavemente. Tal vez esta flaqueza le llevó a encargar a Velázquez una pintura incompatible con la moral de su tiempo. En cualquier caso, la pregunta es ésta: ¿quién es la mujer del cuadro? ¿Utilizó Velázquez una modelo cualquiera, posiblemente una prostituta, para representar a Venus, o la modelo fue, como dicen algunos, una de las amantes de don Gaspar, cuyas formas éste quería perpetuar en la tela? ¿Y si, como han sugerido algunos, la mujer del retrato no es otra que la propia esposa de don Gaspar? Los defensores de esta tesis alegan, a modo de prueba, que las facciones de la Venus del cuadro, reflejadas en el espejo que sostiene Cupido, fueron deliberadamente veladas por el pintor para evitar cualquier identificación, cosa innecesaria de haberse tratado de una simple meretriz.

– ¿Y cuál es la teoría de usted? -preguntó la joven.

– Yo prefiero no pronunciarme. La idea de que una dama ilustre y casada pose desnuda resulta extraña, y más en la España de la Inquisición, pero no imposible. Siempre hay excepciones a la regla. La esposa de don Gaspar, doña Antonia de la Cerda, estaba emparentada con doña Ana de Mendoza y de la Cerda, princesa de Éboli, que pasa por haber sido amante de Felipe II. Ambas eran mujeres de gran belleza, carácter fuerte y temperamento atrevido. Aun así, no veo lógica en que un esposo compulsivamente infiel desee tener un retrato de su mujer desnuda, por más que sea Velázquez quien la pinte. Más sencillo habría sido hacerla retratar vestida. Sea como sea, nunca sabremos la verdad con absoluta certeza: la historia del arte está llena de sorpresas.

– No me cabe la menor duda -dijo Paquita.

– Percibo un deje de ironía en su voz -repuso el inglés-. Probablemente la estoy aburriendo con mis divagaciones. Pero le diré que se equivoca. Las teorías y los debates de los expertos pueden ser soporíferos; mis artículos ciertamente lo son, pero el Arte no lo es, porque los cuadros significan cosas, como los poemas o la música; cosas importantes. Bien sé que para muchos un cuadro antiguo sólo es una posesión valiosa o una pieza de colección o un pretexto para demostrar erudición y avanzar en el mundo académico, y no niego que estos factores existen y que también han de ser tomados en consideración. Pero una obra de arte es, por encima de todo, la expresión de algo a la vez sublime y profundamente enraizado en nuestras creencias y nuestros sentimientos. Prefiero la barbarie de un inquisidor dispuesto a quemar un cuadro por juzgarlo pecaminoso, a la indiferencia de quien sólo se preocupa de la datación, los antecedentes o la cotización de ese mismo cuadro. Para nosotros un pintor, un cliente y una modelo del siglo XVII son meros datos enciclopédicos. Pero en su momento fueron personas como usted y como yo, y volcaron su vida en un cuadro por razones y sentimientos muy hondos, a veces arrostrando riesgos y derrochando fortunas. Y nunca pensaron que todo aquello acabaría en la sala de un museo o en el rincón de un almacén.

– Vaya -dijo ella-, una vez más debo pedirle perdón. Está visto que mi relación con usted es una sucesión de agravios y disculpas.

– Dejará de serlo cuando deje de tomarme por el pito del sereno, si esta forma idiomática es correcta. Pero no es usted, sino yo, quien ha de disculparse. Suelo exaltarme hablando de este tema.

– Está bien, eso lo hace un poco más atractivo. Continúe con sus hipótesis.

– Se discute sobre la fecha en que Velázquez pintó Venus y Cupido. Todo indica que fue a finales de la década de 1640 puesto que en 1648 Velázquez se fue a Italia y no regresó hasta 1651 y para entonces el cuadro ya estaba en el palacio de don Gaspar. Pudo ser pintado en Italia, donde abundaban pinturas de desnudos que podían haber servido de inspiración a Velázquez, pero yo no lo creo. En Madrid había infinidad de desnudos de grandes maestros, como Tiziano o Rubens, incluso en las colecciones reales, y aunque no estaban expuestos al público, como conservador del patrimonio artístico de la corona, Velázquez estaba familiarizado con ellos. Estoy convencido de que la Venus fue pintada en Madrid, antes del viaje a Italia, probablemente a principios de 1648 y en la más estricta intimidad.

Como si esta frase hubiera accionado un resorte, el oficial de artillería se levantó bruscamente. El camarero corrió a ponerle el abrigo que colgaba de un perchero. El oficial dio una moneda al camarero y se dirigió a la puerta. Al pasar junto a la mesa, miró de soslayo al inglés y luego con más detenimiento a Paquita, que había bajado los párpados. Sin detener su camino, el oficial amagó una reverencia y salió a la calle. Anthony creyó advertir cierto malestar en su acompañante, pero no estimó prudente pedir explicaciones de lo sucedido.

– En noviembre de 1648 -continuó diciendo-, Velázquez viaja por segunda vez a Italia por orden de Felipe IV con el propósito de adquirir obras de arte para incrementar las colecciones reales. Sin embargo, en esta ocasión el viaje dura más de lo previsto: dos años y ocho meses. El Rey se impacienta y reclama a su pintor favorito, pero Velázquez se hace el remolón. Durante esta larga estancia en Italia, pinta poco: en Roma retrata al Papa Inocencio X y a altas jerarquías de la curia vaticana, y para distraerse mientras convalece de unas fiebres, pinta dos paisajes diminutos y melancólicos de la Villa Medici. El resto del tiempo lo pasa dando vueltas por Italia, relacionándose con artistas, coleccionistas, diplomáticos y mecenas, comprando cuadros y esculturas y ocupándose de que los objetos lleguen a su destino. Su mujer y sus dos hijas se han quedado en Madrid. Cuando finalmente regresa a España, Velázquez es un hombre cansado y sin aliento. En los diez años que median entre la vuelta de Italia y la muerte, el 6 de agosto de 1660, sólo pinta retratos de la familia real, entre ellos, Las Meninas.

– Hombre, no está mal -dijo Paquita, que parecía haber olvidado el incidente del oficial de artillería.

– Sí, claro, es un cuadro extraordinario, y eso demuestra que Velázquez se encontraba en posesión de todas sus facultades, en plena capacidad creativa. Y si es así, ¿a qué tanto abandono?

– ¿Cree que la Venus le trajo mal fario?

– Creo que después de pintar ese cuadro, o mientras lo pintaba, Velázquez atravesó por una tremenda crisis personal, de la que nunca logró reponerse, y que la causa real de la crisis está en el cuadro. Llevo años discutiendo este punto con un experto inglés, un viejo profesor de Cambridge, actualmente conservador en la National Gallery. El sostiene… una tesis contraria a la mía. A él no le gustan las mujeres, y quizá por este motivo… En fin, dejemos eso. Ahora importan los problemas personales de Velázquez, no los míos.