Al pisar la calle advierte con sorpresa que la melancólica reflexión inducida por la contemplación del cuadro en vez de aumentar su abatimiento, lo ha disipado. Por primera vez toma conciencia de encontrarse en Madrid, una ciudad que le trae recuerdos placenteros y le infunde una excitante sensación de libertad.
A Anthony Whitelands siempre le ha gustado Madrid. A diferencia de tantas otras ciudades de España y de Europa, el origen de Madrid no es griego, ni romano, ni siquiera medieval, sino renacentista. Felipe II la creó de la nada estableciendo allí la corte en 1561. Por esta causa, Madrid no tiene mitos fundacionales que se remonten a una oscura divinidad, ni una virgen románica la acoge bajo su manto de madera tallada, ni una augusta catedral proyecta su aguzada sombra en la parte vieja. En su escudo no campa un aguerrido matador de dragones; su santo patrón es un humilde campesino en cuya memoria se organizan verbenas y ferias taurinas. Para mantener el don natural de su independencia, Felipe II construyó El Escorial y alejó así de Madrid la tentación de convertirse en un foco de espiritualidad además de ser un foco de poder. Con el mismo criterio, rechazó al Greco como pintor de corte. Gracias a estas prudentes medidas, los madrileños tienen muchos defectos, pero no son iluminados. Como capital de un Imperio colosal al que la religión daba sustento y cohesión, Madrid no pudo mantenerse siempre al margen del fenómeno religioso, pero siempre que pudo delegó en otras ciudades sus aspectos más sombríos: Salamanca fue escenario de los ásperos debates teológicos, por Ávila pasearon sus éxtasis Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y San Pedro de Alcántara, y los terribles autos de fe se llevaban a cabo en Toledo.
Reconfortado por la compañía de Velázquez y la de la ciudad que lo acogió y lo encumbró a la cima de la fama, y a pesar del frío y el viento, Anthony Whitelands camina por la Paseo del Prado hasta la Cibeles y luego sigue por el Paseo de Recoletos hasta el Paseo de la Castellana. Allí busca el número que le han indicado y se encuentra frente a un muro alto y una verja de hierro. A través de los barrotes ve al fondo de un jardín un palacete de dos plantas, con entrada porticada y ventanas altas. Esta grandeza sin ostentación le recuerda el carácter de su cometido y la euforia cede protagonismo al desaliento anterior. De todos modos, ya es tarde para hacerse atrás. Abre la cancela, atraviesa el jardín hasta la puerta de entrada y llama.
Capítulo 3
Sólo tres días antes la oferta le había parecido una magnífica oportunidad de cambiar un aspecto de su vida que se le había hecho insufrible. Cuando estaba solo tomaba la firme determinación de poner fin a su aventura con Catherine; luego, al encontrarse con ella, le flaqueaban las fuerzas y adoptaba una actitud dubitativa y atormentada que convertía el encuentro en un drama absurdo: ambos incurrían en el riesgo de ser descubiertos y a cambio sólo obtenían un rato de desazón, plagado de reproches y silencios agrios. Pero cuanto más evidente se le hacía la necesidad de terminar con aquella relación malsana, más lóbrega se le presentaba la imagen de la normalidad recobrada. Catherine era el único elemento sugestivo en una vida construida con tanta compostura que ahora, a los treinta y cuatro años de edad, estaba condenado a no esperar nada, salvo una rutina tanto más agobiante cuanto que a los ojos del mundo pasaba por ser la culminación de sus deseos y sus ambiciones.
Procedente de una familia de clase media, su inteligencia y su tesón le habían abierto las puertas de Cambridge. Allí el arte primero, luego la pintura y finalmente la pintura española del Siglo de Oro le habían producido tal fascinación, que volcó en ello toda su energía intelectual y emocional. De resultas de esta entrega abandonó cualquier otro interés o actividad, y así, mientras sus compañeros corrían en busca de aventuras amorosas o se convertían a las virulentas ideologías de aquellos años, él permanecía ensimismado en un mundo habitado por santos y reyes, infantas y bufones salidos de las paletas de Velázquez, Zurbarán, el Greco y tantos otros pintores que unían una incomparable maestría técnica a una visión del mundo dramática y sublime. Al acabar los estudios y después de haber pasado largas temporadas en España y viajado por Europa, empezó a trabajar y pronto sus conocimientos, su integridad y su rigor le granjearon prestigio, aunque no fama ni dinero. Su nombre sonaba en el reducido círculo de los entendidos, más predispuesto a la crítica que al auspicio. No aspiraba a más en este terreno ni en ningún otro. Una amistad cuyo desarrollo afectivo condujo al matrimonio con una joven atractiva, culta y acaudalada solucionó sus problemas materiales y le permitió dedicar todo el tiempo y el esfuerzo a su gran afición. Deseoso de compartir con su mujer el objeto de sus ilusiones, ambos hicieron un viaje a Madrid. Por desgracia, coincidieron con una huelga general y, por añadidura, su mujer contrajo una enfermedad intestinal debida al agua o a la alimentación, lo que les hizo renunciar a repetir el experimento. La vida hogareña y una tupida red de relaciones sociales absorbentes acabaron de aniquilar una relación que nunca fue apasionada ni estable. Perdida con el divorcio la principal fuente de ingresos, Anthony se concentró en el trabajo. Cuando incluso esto empezaba a resultarle asfixiante, casi sin un propósito consciente, inició una aventura con la mujer de un antiguo compañero de estudios. A diferencia de su ex esposa, Catherine era impetuosa y sensual. Seguramente ella sólo buscaba, como él, un poco de agitación en una existencia convencional, pero la situación se les hizo de inmediato insoportable: demasiado tarde se dieron cuenta del peso que ejercían sobre su ánimo unas normas sociales que habían juzgado divertido contravenir para comprobar luego que formaban parte no sólo de su conciencia, sino de su propia identidad.
Varias veces, ante la imposibilidad de provocar una ruptura cara a cara, Anthony Whitelands se había propuesto escribir una carta a Catherine, a pesar de la temeridad que suponía dejar constancia escrita de su transgresión, y plantearle de un modo inapelable su decisión, pero siempre había desistido después de un prolongado y penoso esfuerzo de redacción. Al faltarle los argumentos le faltaban también las palabras.
Una tarde estaba en su gabinete, entregado de nuevo a esta enojosa tarea, cuando la criada le anunció la presencia de un caballero cuya tarjeta de visita le tendió en una bandeja. Anthony no conocía personalmente al visitante pero había oído hablar en varias ocasiones de Pedro Teacher, siempre en términos poco elogiosos. Era un sujeto de oscuros antecedentes, que pululaba por el mundo de los coleccionistas de arte, donde su nombre solía mencionarse en relación con transacciones poco claras. Sólo estos rumores, tal vez falsos y en todo caso nunca demostrados, habían impedido que prosperase su solicitud de ingreso en el Reform Club, al que pertenecía Anthony. Esta cuestión, pensó, debía de motivar aquella visita inopinada. De haber estado enfrascado en la escritura de un artículo de su especialidad, habría despachado al importuno visitante con más o menos cortesía. Pero ahora la interrupción le permitía postergar la carta a Catherine, de modo que guardó el recado de escribir y dijo a la doncella que hiciera pasar a Pedro Teacher.
– Ante todo -dijo el visitante una vez cumplimentadas las primeras formalidades-, debo disculparme por invadir su intimidad sin previo aviso. Confío en que la naturaleza del asunto que me trae a esta casa sirva de justificante a tan inexcusable incorrección.