Cuando le faltaban cien metros escasos para alcanzar la meta, oyó a sus espaldas una voz que le llamaba, se volvió y se encontró cara a cara con Higinio Zamora Zamorano.
– ¡Cómo! -exclamó-. ¡Usted otra vez! ¿No son demasiadas coincidencias?
Higinio Zamora se echó a reír y dijo:
– Lleva usted razón. Sería muy casual si fuera casual. Pero no lo es, porque vengo de su hotel adonde he ido a buscarle hace un momento y el señor de la recensión me ha dicho que no estaba.
– Ya veo. ¿Y por qué venía a buscarme, si se puede saber?
– Se puede, se puede. Máximamente cuando es mi menda el que ha venido a verle. Pero la cosa no es para ser dicha de pie y en un minuto, sino con un buen cocido y una botella de Valdepeñas.
– Lo siento -dijo Anthony-. Hoy no puedo permitirme una comida.
– Oh, señor, no me he expresado con propiedad. Yo invito.
– No es eso. Tengo trabajo y he de volver de inmediato al hotel.
Higinio Zamora sonrió con los ojos pero no con la cara.
– Pues si de veras tiene trabajo, no vaya al hotel. En la entrada hay un andoba con mucha pinta de policía, y al preguntar yo por usted me ha mirado de los pies a la cabeza. De lo que saco yo la inferencia de que le está esperando. ¿Puede ser?
– Puede.
– En tal caso, dele plantón y vamos a por el cocido. Sólo de mentarlo ya le veo salivar. Y no tema ninguna indiscreción: no voy a preguntarle por qué le vigilan.
Anthony no perdió tiempo en reflexiones: si quien le esperaba en el hotel era el capitán Coscolluela u otro enviado del teniente coronel Marranón, era mejor no dar señales de vida: tenía demasiadas cosas que ocultar. Y si volvían a llevarle a las dependencias de la Dirección General de Seguridad, ya podía despedirse de su cita con Paquita y de asistir con ella al mitin de José Antonio Primo de Rivera.
– Está bien, vamos allá, siempre y cuando paguemos a escote.
– No es costumbre española -dijo el otro-, pero se acepta.
Se alejaron del hotel y, después de andar un rato, Higinio Zamora entró en una casa de comidas seguido del inglés. Había bastante gente, pero reinaba un silencio monacal, sólo alterado por el ruido de platos. Por indicación del camarero, subieron al altillo y ocuparon una mesa libre. Pronto la mesa quedó cubierta de fuentes repletas de berzas, garbanzos, tocino, chorizo, patatas y morcillas. Una mujer gorda, con un delantal bastante sucio, les sirvió la sopa en unas escudillas de barro y un muchacho trajo vino. Higinio Zamora se sirvió de todo y sin más preámbulo empezó a comer con buen apetito. Anthony, viéndose abandonado por su interlocutor, hizo lo mismo. Los manjares eran sabrosos y el vino, sin ser bueno, los acompañaba bien, de modo que mediada la comida los dos hombres tenían los carrillos arrebolados y los ojos brillantes de satisfacción. Higinio Zamora eligió aquel momento para dejar los cubiertos en el plato, limpiarse los labios con una pulcritud que revelaba cierta educación, y empezar diciendo:
– Ante todo, permítame reiterar, si bien lo hago por vez primera, que en nada de cuanto le diré a renglón seguido media interés para mí ni para mi persona.
Anthony se dio por advertido con un vago ademán y el otro prosiguió:
– Le hablaré con toda confianza. Usted, según tengo visto, será un lord o será el Rey de Inglaterra, pero está más solo y más desamparado que un avión de reconocimiento. No me se ofenda, se lo digo como amigo.
– No me ofendo, pero no sé adónde quiere ir a parar. Cómo yo esté, es asunto mío.
– Quizás en su tierra. Aquí todo es de todos. Si uno tiene alegrías, se festejan, y si penas, pues se comparten.
– ¿Y si uno quiere estar tranquilo y que nadie se meta en sus cosas?
– Entonces lo tiene mal. Mire, le pintaré las cosas tal cual son: éste no es un país pobre, por más que digan. Este es un país de pobres, no sé si capta la diferencia. En un país pobre, cada cual se arregla como puede con lo que tiene. Aquí no. Aquí cuenta lo que uno tiene, pero cuenta más lo que el vecino tiene o deja de tener. Pero esto no es a lo que yo iba. A lo que yo iba era a su situación personal, no a sus dineros. Y ahí es donde le duele. Con su planta de maniquí antiguo y sus modales podrá engañar a todos, pero no a Higinio Zamora Zamorano. Yo le he visto tal cual es. Me refiero a la Toñina. No tenga miedo, no hablo de extorsión, ya le he dicho antes que en esto a mí no me va nada. Además, usted no ha hecho nada malo, al contrario. A lo que vengo a referirme es a esa pobre familia: la Justa, la Toñina y esa pobre criaturita sin padre, el hijo del pecado. Ya oyó lo que dijo la Justa: solas en el mundo. Ahora, la niña es dispuesta, limpia, discreta como pocas, y no tiene un pelo de tonta. La espera un porvenir amargo si algo no lo remedia. Usted en cambio tiene el porvenir resuelto, pero el presente da pena. El azar ha querido que se cruzaran sus caminos. ¿Ve adonde quiero ir a parar?
Anthony, que hasta aquel momento había escuchado distraídamente y sin dejar de comer, cruzó los cubiertos, miró a su acompañante fijamente y dijo:
– ¿Me está vendiendo a la chica, señor Zamora?
El otro bebió un trago de vino, dejó el vaso en la mesa y levantó los ojos al cielo con la expresión resignada de quien trata de enseñar algo sencillo a un niño de cortas luces.
– ¡Ah -exclamó-, comprar y vender! ¡Como si no hubiera nada más en el mundo que comprar y vender! Ustedes lo ven todo con mentalidad de comerciantes. Antes hemos discutido por ver cómo se pagaba la comida y ahora esto. No, señor, la Toñina no está en venta. No es de ésas. Si su padre hubiera vivido, ni por asomo andaría en el oficio. Habría estudiado, sería una señorita y hasta puede que hubiese ido a la Universidad. Pero el pobre hombre, por una buena causa, tuvo un mal fin, y la sociedad las dejó tiradas a las dos. De todo han tenido que hacer para no morir de hambre. ¿Esto convierte a la pobre infeliz en una mercancía de segunda mano?
– Yo no he dicho tal cosa. Usted se lo dice todo.
– Y usted no entiende nada -replicó Higinio Zamora con suavidad, casi con cariño-. Este es el problema. No el nuestro, el de usted y yo, sino el de España y el del mundo: que ustedes no entienden al proletariado. Lo ven inculto, malhablado, ceñudo, andrajoso, y piensan: válgame Dios. Si los proletarios piden algo, si reclaman un derecho o una mejora salarial, se asustan. Esos vienen a quitarme hasta la camisa, se dicen. Y algo hay de cierto en ello. Pero el proletariado no sólo quiere dinero. Quiere justicia y respeto. Y mientras ustedes no lo entiendan, no habrá concordia ni paz social, y la violencia irá en aumento. Ya ha visto lo que está pasando, en Madrid y en el resto del país: los obreros queman unas cuantas iglesias. Yo no lo apruebo, pero dígame una cosa: ¿quién las construyó?