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Hizo una pausa para beber otro vaso de vino y continuó con el mismo tono didáctico:

– Si el obrero se solivianta, en vez de preguntarse por qué, le mandan a la policía; si eso no basta, a la Guardia Civil, y si es preciso, a la legión. Con estos argumentos no hace falta tener razón. Recuerde lo de Asturias. Pero una cosa tiene el proletariado, y es que no se acaba. Mire a su alrededor, escuche la voz del pueblo: cree que la fruta está madura y sabe que no tendrá otra oportunidad, de modo que estallará la revolución. Cuando vino la República, todo el mundo dijo: ya era hora, se acabó la injusticia. Eso fue hace años, hoy todo sigue iguaclass="underline" los ricos igual de ricos, los pobres igual de pobres, y al que chista, garrotazo y tente tieso. O el proletariado se hace con la riqueza y el poder por la fuerza o aquí no hay cambio que valga. Ya ve lo que pasó en Rusia. ¿Aquello es el paraíso terrenal? No sabría decírselo, pero al menos en Rusia se acabaron las tonterías.

Calló de nuevo, miró a su alrededor por si su discurso provocaba alguna reacción y, viendo que los parroquianos de las mesas contiguas seguían comiendo sin inmutarse, atacó los restos de su cocido con la ferocidad que no había empleado en su perorata. El inglés aprovechó la ocasión para intervenir.

– ¿Y la revolución bolchevique no se producirá si yo le pongo un piso a la Toñina?

– ¡Muy gracioso!-repuso Higinio Zamora algo dolido por la reticencia del inglés, pero decidido a no alterar su buen talante-. Ya veo que usted no me ha entendido. No sólo cuando le hablaba de la situación, sino cuando le hablaba de lo otro. Mire, señor, nada detendrá el curso de la Historia, es cierto, contra eso nada podemos hacer ni usted ni yo. Lo que sí podemos es resolver el problema de esa pobre chica. Le seré sincero: es lo único que me preocupa y no sé qué hacer. La desazón me mata. Prometí ocuparme de esa familia y no he conseguido nada. La Justa, a fin de cuentas, ya ha vivido lo suyo. Pero esa criatura, por el amor de Dios, no ha conocido más que ignominias y privaciones.

Le tembló la voz y los ojos se le llenaron de lágrimas. Por su remoto parecido con el Menipo de Velázquez, Anthony le había atribuido arbitrariamente las características intelectuales del mítico filósofo de la antigüedad, y ahora, ante aquel súbito arranque de sentimentalismo, se sentía más incómodo de lo que se había sentido poco antes, cuando el otro le acusaba de propiciar el triunfo de los bolcheviques.

– Repórtese -dijo por lo bajo-, alguien puede oírle.

– Lo mismo me da. Por llorar no meten preso a nadie. Y perdone mis expansiones, pero cuando pienso en la pobre infeliz… La vida que lleva no es para ser descrita. Y el futuro que la espera, ni que decir tiene.

– Hombre, si estalla la revolución, quizá se arregla el caso.

– Quía. Yo he dicho que estallara la revolución, no que triunfará. Al contrario: tal y como está el panorama, al primer conato de revuelta sacarán los cañones a la calle. Y si ganan ésos, entonces todo será peor que ahora. Eso es lo que me da más miedo.

Anthony consultó su reloj con disimulo. Habían dado cuenta del cocido y debía apresurarse si quería pasar por el hotel y llegar a la cita.

– Me hago cargo de su frustración -dijo en tono conciliador-, pero la solución que usted busca no está en mi mano. Soy extranjero, estoy de paso, dentro de unos días volveré a mi país.

Higinio Zamora dejó de hacer pucheros y miró al inglés con renovado interés.

– Bah -dijo con animación-, de los detalles nos ocuparemos a su debido tiempo. Quieto decir que su marcha no es obstáculo, al contrario. Sacarla del país sería una gran cosa. La chica en Inglaterra estaría como pez en el agua. Tiene madera de señorita; además es trabajadora, honrada y muy agradecida. Nunca olvida un favor. Bien sé -añadió con gravedad, como si este aspecto de la cuestión le preocupara más que el desconcierto de su interlocutor- que este plan contradice los preceptos marxistas. Un proletario no debe buscar la salvación individual, sino salvarse con su clase. Pero estoy convencido de que si Marx hubiera conocido a la niña habría hecho una excepción. Y del bebé, no digamos: educado en Inglaterra, nada menos, y con el valor innato de los españoles, podría llegar a oficial del Ejército Británico en la India, figúrese usted.

Aquél era un diálogo de sordos. Anthony había sido educado en el respeto escrupuloso a todo individuo, fuera cual fuese su origen y su posición social, pero esta misma educación se basaba en una concepción rígida de la jerarquía social, por lo que las pretensiones de su interlocutor le parecían no ya absurdas, sino intolerables. A los ojos de Anthony el discurso de Higinio Zamora era un delirio. Pero como el personaje conservaba su habitual ponderación y en sus planes no mediaba interés personal, sino una disparatada generosidad, optó por no prestar demasiada atención a sus palabras. Tal vez, pensó, aquel pobre hombre necesitaba un desahogo. Lo importante en aquel momento era poner fin a la sobremesa, y eso sólo se podía lograr adoptando una actitud de simpatía por la postura del contrario y de impreciso consentimiento.

– Tenga por cierto que pensaré en una forma viable de cumplir sus deseos sin menoscabo de mi propia situación -dijo-, pero ahora debo ausentarme sin demora. Y he reconsiderado lo que convinimos al principio: yo invito.

Esta última maniobra, encaminada a predisponer favorablemente a Higinio Zamora, resultó en extremo contraproducente. Éste rechazó la invitación y se empeñó en pagar, tanto más cuanto que había tenido la osadía de pedir un favor tan señalado y de obtener una respuesta tan positiva. Advirtiendo el riesgo de nuevas complicaciones, Anthony aceptó la invitación y sin esperar a que el otro la hiciera efectiva, se levantó, le estrechó la mano y salió precipitadamente del local. Una vez en la calle se dirigió al hotel tan de prisa como le permitía la pesada digestión. A prudencial distancia de la meta, se detuvo v prosiguió la marcha con cautela por si todavía montaba guardia el individuo descrito por Higinio Zamora a raíz de su encuentro. Finalmente, como no advertía ninguna presencia sospechosa en las inmediaciones del hotel, recorrió casi a la carrera el último trecho, pidió la llave al recepcionista y se encerró en la habitación.

Reinaba una atmósfera propicia al trabajo: la estufa irradiaba un calor placentero y por la ventana entraban los rayos esquinados de un sol pálido y bajo. Anthony sacó el cuaderno y la pluma, se sentó a la mesa y se dispuso a tomar las notas postergadas por el encuentro y la comilona, pero de inmediato cruzó los brazos sobre la mesa, recostó la cabeza y se quedó dormido. Sin conciencia de estar dormido, soñó que de la calle llegaba un coro numeroso que entonaba La Internacional. La ventana enmarcaba un cielo rojo por el que ascendían gruesas columnas de humo negro. Era evidente que había estallado la revolución y, en consecuencia, que su vida corría serio peligro. Con la implacable lógica de los sueños, se vio arrastrado por el torbellino de los acontecimientos. No tengo escapatoria, pensaba, me obligarán a vestir harapos, a dejarme barba y a gritar ¡todo el poder para los soviets! Esta perspectiva le producía una angustia física: sudaba copiosamente y le ardía el estómago, quería salir huyendo, pero los músculos se negaban a cumplir las órdenes impartidas por el cerebro. Despertó con un poso de desasosiego y el terror de haber rebasado durmiendo la hora de la cita. El reloj le tranquilizó respecto de lo segundo. Guardó de nuevo el cuaderno y la pluma, se echó agua en la cara y en el pelo para recomponer un poco su apariencia externa, se puso el gabán y el sombrero y salió a toda prisa de la habitación y del hotel. El farolero encendía las farolas de la plaza.