Mientras corría hacia el lugar de la cita, recordaba los detalles de la pesadilla y pensaba que los vaticinios lanzados por Higinio Zamora durante la comida le habían impresionado más de lo que en su momento, distraído por la demencial proposición, había tenido ocasión de reconocer. Tal vez estoy caminando al borde del abismo, se dijo.
Capítulo 22
Los funestos presagios todavía pesaban en el ánimo de Anthony Whitelands cuando llegó jadeando a la esquina convenida. En la calle Hermosilla le esperaba Paquita de pie junto a un taxi. No tanto para protegerse del frío como para no ser reconocida, llevaba subidas las solapas del abrigo y un elegante casquete lila hundido hasta las cejas. Al ver al inglés, sacó una mano del manguito de visón, le hizo señas y, sin esperarle, se metió en el taxi. El la siguió y cerró la portezuela. El taxi arrancó y circularon un rato en el silencio conspiratorio de quienes se dirigen a cometer un delito.
En la melancólica media luz del atardecer de invierno, enfilaron Bravo Murillo desde Cuatro Caminos. A medida que se acercaban a su destino, iban encontrando grupos de peatones cada vez más numerosos, que se dirigían al lugar del mitin, ocupando las aceras e invadiendo la calzada. El taxi avanzaba con creciente lentitud y a menudo había de frenar de sopetón, porque el aspecto de los viandantes no aconsejaba hacer uso del claxon. Finalmente el taxista dijo que no se atrevía a continuar. El no era de ésos, dijo por toda explicación. Anthony pagó y Paquita y él se apearon y continuaron a pie. Como el gentío empezaba a ser considerable, Paquita se agarraba con fuerza del brazo del inglés.
– ¿No nos estaremos metiendo en una ratonera? -preguntó Anthony.
– No sea miedica -dijo Paquita-. Ya es tarde para arrepentimientos. ¿Está asustado?
– Tengo miedo por usted.
– Sé defenderme sola.
– Esta frase no significa nada; es un lugar común -replicó Anthony, ofendido en su fuero interno por haber sido tratado de cobarde-. Además, yo estoy a salvo de cualquier eventualidad: soy súbdito británico.
Paquita se rió por lo bajo.
– El acto ha sido prohibido por la policía -dijo-. Estamos infringiendo la ley.
– Alegaré haber sido engañado.
– ¿Sería capaz? -dijo ella, medio en serio medio en broma.
A pesar del coqueteo, Anthony no las tenía todas consigo. Disimuladamente miraba a derecha e izquierda buscando a la policía, pero ni siquiera con su elevada estatura conseguía atisbar ningún uniforme. Tal vez la presencia de la Guardia de Asalto habría resultado contraproducente, pensó, o tal vez esperan a tenernos a todos encerrados para molernos a palos. Ahora bien, si no ha venido la policía y otros grupos nos atacan, ¿quién restablecerá el orden? Después de mucho cavilar dedujo que debía de haber un contingente oculto en las inmediaciones y dispuesto a intervenir al menor síntoma de violencia. Esta contingencia le tranquilizaba y le alarmaba a partes iguales.
El cine ocupaba todo un edificio de tres plantas. Los grandes paneles publicitarios de la fachada habían sido cubiertos por telones negros donde figuraban los nombres de los falangistas muertos en enfrentamientos callejeros o en emboscadas. Anthony leyó con aprensión la larga y fúnebre nómina y perdió el poco humor que le quedaba. Las puertas del cine estaban abiertas de par en par y el gentío formaba largas colas para entrar bajo la estricta vigilancia de unos jóvenes con camisa azul que trataban de descubrir a posibles agentes provocadores mezclados con los asistentes. Todo se hacía con mucho orden y seriedad. Anthony y Paquita hicieron cola y accedieron al vestíbulo. Allí la gente se distribuía por las bocas de entrada a la platea o por la escalera que conducía a los pisos superiores. Vacilaban empujados en varias direcciones cuando se les acercó un hombre fornido, moreno, de pelo engominado y bigote fino. En la camisa azul mahón llevaba bordado en rojo el yugo y las flechas, y una pistola al cinto, dos cosas que le conferían una indiscutible preeminencia. Con todo, su actitud autoritaria no conseguía ocultar un nerviosismo contagioso. Sin mirar siquiera al inglés, se dirigió a Paquita con expresión preocupada.
– Nadie nos avisó de que vendrías -dijo.
– Ya lo sé. Voy de incógnito -repuso ella-. He venido acompañando a un observador internacional.
El mandamás examinó a Anthony con desconfianza. Repuesto de su sorpresa ante el embuste de Paquita, Anthony adoptó una actitud impasible, casi desdeñosa. El otro desvió la mirada y dijo:
– Venid conmigo. Os llevaré a un palco.
– No -dijo Paquita con precipitación-. El no debe saber que estoy aquí. Nos acomodaremos donde podamos. Sobre todo, no le digas nada.
– Está bien. Como gustes. En los laterales de platea quedan butacas vacías. Pero no os entretengáis, porque habrá un llenazo.
Encontraron dos asientos contiguos en el extremo de una fila, no demasiado lejos de una salida de emergencia. Esto agradó a Anthony, que buscaba con ansiedad una vía para salir precipitadamente de allí cuando empezara el jaleo sin perder la dignidad a los ojos de su acompañante. En este sentido, la situación empeoraba por momentos: la afluencia de público desbordaba la capacidad del local; había gente de pie en los pasillos y en todos los espacios libres, y los palcos y antepalcos estaban abarrotados.
En el centro del escenario había una mesa alargada cubierta por un tapete negro. El patio de butacas, delante del escenario, formaba una hilera de camisas azules con las banderas de la Falange. El ambiente se caldeaba con el transcurso del tiempo. Finalmente, con veinte minutos de retraso sobre el horario anunciado, un griterío acogió la entrada en el escenario de tres oradores. Anthony reconoció a Raimundo Fernández Cuesta y a Rafael Sánchez Mazas, pero no al tercero, un hombre alto, atlético y calvo, que Paquita, preguntada por el inglés, identificó como Julio Ruiz de Alda, el legendario aviador que diez años atrás había cruzado el Atlántico en hidroavión, y uno de los fundadores de la Falange. Mientras tanto, los tres oradores se habían sentado a la mesa y esperaban a que se restableciera el silencio. Al cabo de un rato, Fernández Cuesta se levantó, tomó el micrófono y dijo: ¡Silencio! El griterío cesó de inmediato y el propio Fernández Cuesta empezó a hablar.
– Como todos sabéis -empezó diciendo-, el motivo de esta convocatoria es hacer balance de lo ocurrido en las pasadas elecciones generales. El Frente Popular ha ganado: un paso más para echar a España en brazos del marxismo. Ahora bien -agregó acallando con un ademán imperioso las protestas del público-, si en vez de ganar la coalición de izquierda hubiera ganado la coalición de derecha, el resultado último habría sido el mismo, porque las elecciones son un lamentable simulacro encaminado a legitimar la permanencia en el poder de un hatajo de haraganes corrompidos y traidores a la patria.
– Ese hombre hará que nos detengan a todos -susurró Anthony al oído de Paquita.
– No se ponga nervioso -respondió ella-, esto no ha hecho más que empezar.
– Por esta razón -continuó el orador-, la Falange no fue a las elecciones con un bloque ni con el otro. Fue sola, a sabiendas de que perdería, porque no le importa perder en un juego en el que nunca ha creído. Hemos ido a las elecciones para hacer propaganda, y nada más. -Hizo una pausa dramática y añadió bajando la voz-: Pero también este esfuerzo ha resultado infructuoso, porque quienes nos entienden nos odian y quienes deberían amarnos no nos entienden. Porque no somos de izquierdas ni de derechas. De la izquierda, tenemos el ímpetu transformador, y de la derecha, el sentido nacional, pero no tenemos el odio de la una ni el egoísmo de la otra.