Estas paradojas hicieron que la mayoría de los oyentes y el propio orador perdieran un poco el hilo del discurso, que prosiguió en el mismo tono exaltado, pero algo deslavazado de contenido. El público no quería perder su enardecimiento, pero las manifestaciones de entusiasmo eran cada vez menos espontáneas. Fernández Cuesta siguió perorando un rato más con mucha vehemencia de voz y gesto, y concluyó gritando «¡Arriba España!» El público respondió a este grito con una cerrada ovación.
Acto seguido tomó la palabra Rafael Sánchez Mazas. A diferencia del orador precedente, tenía una voz débil y hablaba con el tono mortecino de un predicador desencantado de la eficacia de sus sermones. Sin embargo, sus ideas eran más enjundiosas. Anthony pensó que no buscaba enardecer a los presentes, sino convencerles, lo cual le mereció su simpatía, aunque el propósito le pareció desencaminado, puesto que allí todos, menos él, estaban firmemente convencidos de la ideología que se les impartía.
Cuando la Falange anunció que se presentaría sola a las elecciones -dijo Sánchez Mazas-, hubo quien dijo que éramos cuatro gatos sin dos pesetas ni un árbol donde ahorcarnos. Nadie dijo, eso no, que no teníamos dónde caernos muertos, porque los falangistas caen muertos por todas partes. Que somos pobres, en cambio, es bien cierto. La pobreza es la fuerza de la Falange, y porque es pobre, la Falange comprende y defiende los derechos del pobre, del pequeño labrador, del marinero, del soldado, del cura de aldea. Defensores del pueblo queremos ser, no pretorianos de los especuladores de la alta Banca y de las grandes Empresas. Los socialistas dicen que aumentarán los jornales, que con ellos se vivirá mejor. Tal vez sí o tal vez no. Lo único cierto es que no les preocupa nada España. Pues bien, frente a este interés mezquino, la Falange propugna algo distinto: unidad de destino y grandes ideas redentoras. Justicia sin influencias, justicia seca, eso es lo que queremos para lograr el renacer de España!
También Sánchez Mazas fue muy aplaudido cuando dejó de hablar, pero el ardor inicial se iba apagando. Con toda seguridad habían oído aquel mismo mensaje muchas veces a lo largo de la campaña electoral.
Julio Ruiz de Alda, que intervino a continuación, logró arrancar aplausos y gritos con el austero dinamismo y el noble arrojo de militar navarro que le caracterizaban. Era impensable, dijo, que España saliera de la atonía en que estaba sumida por medios democráticos. Por este motivo la Falange estaba dispuesta a conquistar el poder por todos los medios, legales o ilegales. Sólo de este modo, aseguró con firmeza, dentro de unos años, dos, tres, cuatro, no más, las nuevas generaciones traerán a España el nacionalsindicalismo que hará grande a nuestra Patria.
Resonaron de nuevo vivas y aplausos. Anthony miró el reloj: eran más de las ocho y media y sin duda el acto tocaba a su fin. Como iodo el mundo iba muy abrigado por el frío que hacía en la calle y el local estaba tan lleno, el calor era asfixiante. Anthony estaba algo decepcionado, pero íntimamente satisfecho: hasta entonces nunca había asistido a una manifestación fascista y ahora veía que, al margen de los excesos formales, sus argumentos no iban tan desencaminados como hasta entonces había oído decir. Si las cosas no cambian, habremos salido bien librados, se decía. Un movimiento entre el público le hizo creer que los asistentes se disponían a salir ordenadamente del local. Pero en aquel momento, Raimundo Fernández Cuesta tomó de nuevo el micrófono y con voz estentórea dijo:
– ¡Atención! ¡El Jefe Nacional!
Un seísmo pareció sacudir los cimientos del cine Europa al pisar la escena José Antonio Primo de Rivera. Todo el público se puso en pie y saludó brazo en alto. Arrastrado por el impulso común, Anthony también se puso en pie, peto se abstuvo de levantar el brazo. Una voz bronca le increpó desde la fila de atrás.
– ¿Qué pasa, usted no saluda?
– No estoy autorizado -respondió Anthony volviéndose hacia atrás y exagerando el acento inglés.
Esta explicación satisfizo en apariencia a su interlocutor. Anthony se volvió de nuevo y miró a Paquita, pero para entonces todos los brazos habían bajado y el público se sentaba en un silencio expectante, por lo que no pudo verificar si también ella se había desmarcado del sentir general. Mientras tanto José Antonio había llegado a la mesa y repartía abrazos y palmadas entre los oradores. Luego ocupó el centro de la mesa y, sin sentarse v sin más preámbulo, echó el cuerpo hacia adelante y dijo:
– Los que me han precedido en el uso de la palabra ya os han dicho, por si falta hiciera, qué motivo nos reúne. La cosa no tiene complicación. El Frente Popular ha ganado las elecciones. España ha muerto. ¡Viva Rusia!
Un rugido acogió esta escueta declaración. En un instante el público había recobrado la efervescencia. Aunque descorazonado por el giro inesperado de los acontecimientos, Anthony no dejaba de apreciar fríamente las extraordinarias circunstancias a que le habían conducido los caprichos del destino. La semana anterior poseía sobre la España actual la escasa información que se dignaba suministrar a sus lectores la prensa británica; de la Falange y de José Antonio Primo de Rivera ni siquiera había oído hablar. Ahora, en cambio, no sólo conocía el partido, su ideología y a sus máximos dirigentes; no sólo había trabado conocimiento e incluso amistad con el fundador y jefe nacional, y no sólo por su causa había atraído sobre sí la vigilancia de la Dirección General de Seguridad, sino que, de hecho, competía con José Antonio por el favor de una joven y fascinante aristócrata madrileña que en aquel mismo momento, sentada junto a él, enderezaba la espalda y seguía jadeante las palabra del hombre singular, vehemente y a todas luces desequilibrado que proclamaba en público la necesidad y el deber de dar un golpe de Estado. Claro que, como contrapunto a los momentos apasionantes que estaba viviendo, la semana anterior Anthony gozaba de una existencia placentera en Londres y ahora se estaba jugando la vida en un mitin fascista.
– ¿O alguien creía de buena fe -prosiguió José Antonio cuando se hubo restablecido el silencio- que los problemas de nuestra sociedad se remedian llamando cada dos años a los ciudadanos a depositar unos papelitos en las urnas? ¡Dejemos ya de hacernos los distraídos! El 14 de abril de 1931, con el triunfo de la República sobre la Monarquía, no se hundió una forma de gobierno, sino la base social, económica y política en que se sustentaba esa forma de gobierno. Esto bien lo sabían Azaña y sus secuaces. Su proyecto no consistía en sustituir la monarquía liberal por una República burguesa, sino sustituir el Estado destruido por otro. ¿Cuál es el nuevo Estado que nos espera? Una de dos: o un Estado socialista que imponga la revolución hasta ahora triunfante, o un Estado totalitario que logre la paz interna haciendo suyos los intereses de todos…
Tal vez, pensaba Anthony mientras los aplausos y los vítores a José Antonio, a la Falange y al general Primo de Rivera interrumpían reiteradamente la alocución, él se cambiaría ahora por mí; dejaría el estrado para estar en mi lugar, sentado al lado de Paquita, escuchando los despropósitos de un loco embriagado de retórica. ¿Qué pretende este tipo? ¿De veras cree en lo que dice, o lo hace para impresionarla? ¿Y ella? ¿Qué piensa? ¿Y por qué me ha hecho venir? ¿Para mostrarme la mejor faceta de José Antonio o la peor? ¿Y qué le importa mi veredicto?
– ¡No nos engañemos ni dejemos las cosas para otro día!-prosiguió José Antonio con creciente ardor-. Nuestro deber no es otro que ir a la guerra civil con todas sus consecuencias. ¡No hay término medio: España ha de ser roja o azul! Y estad seguros de que en esta disyuntiva, nuestro ímpetu acabará triunfando. Entonces veremos cuántos se apresuran a ponerse camisas azules. Pero las primeras, las de las horas difíciles, ésas tendrán olor a pólvora y rozaduras de plomo… ¡pero les brotarán de los hombros alas de imperio!