Ya no pudo decir nada más: todo el público se puso de nuevo en pie, levantó el brazo y entonó a voz en cuello el Cara al sol.
– Vámonos -dijo Paquita agarrando a Anthony del brazo.
– ¿Ahora?
– O nunca. Todos están levantados y en medio del aquelarre no notarán nada.
Paquita resultó estar en lo cierto: bajo el bosque de brazos alzados salieron por una puerta lateral al pasillo, llegaron al vestíbulo, se pusieron los abrigos y ganaron la calle sin que nadie saliera a su encuentro. Había anochecido y la calle estaba inusitadamente vacía, como si el tráfico hubiera sido cortado. Un viento frío arremolinaba las octavillas que siempre acompañan a los mítines. Al inglés todas las sombras se le antojaban enemigos emboscados.
– Esta tranquilidad me da mala espina -dijo-, busquemos un taxi y salgamos de aquí cuanto antes.
Del edificio recién abandonado llegaban amortiguadas las últimas estrofas del himno seguidas de gritos marciales. Andando por Bravo Murillo vieron venir en dirección contraria un grupo compacto formado por obreros de torva catadura y actitud hostil. Paquita se arrimó a su acompañante y apoyó la cabeza en el hombro del inglés. Éste entendió la maniobra y ambos continuaron su camino como dos tortolitos despistados. La marea humana los envolvió y casi sin rozarlos los dejó atrás. Cuando se vieron libres de peligro se separaron y apretaron el paso. En Cuatro Caminos un destacamento de Guardias de Asalto desviaba a los coches. Como no había ningún taxi a la vista, se metieron en la estación de Tetuán y fueron en metro hasta Ríos Rosas; allí salieron y cogieron un taxi. Anthony dio la dirección del palacete de la Castellana. Cuando el taxi estuvo en marcha, Paquita se arrellanó en el asiento, suspiró y dijo:
– Bueno, ya lo ha visto. Dígame sinceramente su opinión.
– ¿Sinceramente? Que su amigo de usted está como una regadera -respondió el inglés.
Paquita sonrió tristemente y guardó un instante de recogimiento antes de responder con voz débiclass="underline"
– No seré yo quien le lleve la contraria. Y, a pesar de eso, sentimientos más fuertes que la razón me unen a él indisolublemente. Para bien o para mal, mi suerte y la suya van unidas. No tome mis palabras al pie de la letra: esta declaración no tiene efectos prácticos ni los tendrá. La fatalidad ha querido que nuestros destinos corran paralelos sin encontrarse nunca. Entrar en detalles sería penoso para mí y aburrido para usted. Por lo demás, el sentimiento no me ciega. Me doy perfecta cuenta de que la ideología de José Antonio es inconsistente, el partido no tiene programa ni base social, y su famosa elocuencia consiste en hablar con salero sin decir nada concreto. En cuanto a los demás, Ruiz de Alda es sólo un símbolo; Raimundo Fernández Cuesta es un notario sin capacidad política, y Rafael Sánchez Mazas es un intelectual, no un hombre de acción. Ninguno de ellos tiene la autoridad ni el sentido de la estrategia imprescindibles para dirigir un movimiento revolucionario. José Antonio posee estas cualidades, pero le repugna ejercerlas. Abandonaría si no fuera demasiado tarde: ya se ha vertido mucha sangre para dar marcha atrás. Y seguir adelante es una locura. Si por las circunstancias más peregrinas la Falange consiguiera el poder a que aspira, la suerte de José Antonio no cambiaría: en el mejor de los casos, lo utilizarían; en el peor, sus propios aliados acabarían con él.
Anthony, comprendiendo que si decía algo ella callaría, pero que si callaba ella ya no podría detener el flujo de las confidencias, guardó silencio, y Paquita añadió casi sin pausa:
– Se preguntará por qué le cuento estas cosas, por qué le he hecho asistir a ese acto, por qué confío en usted. En primer lugar, lo hago porque pronto le llegará el momento de tomar una decisión definitiva, y quiero que disponga de los elementos de juicio necesarios. En segundo lugar, porque le aprecio y le respeto y, aunque no tengo el menor reparo en utilizarlo, como ha podido comprobar, preferiría que no me tomara por una mujer manipuladora. En dos ocasiones le he dicho que estaba dispuesta a devolverle sus favores y nunca me retracto de la palabra dada.
El taxi frenó a la puerta del palacete y Anthony se alegró de no tener que responder de inmediato al impreciso ofrecimiento. Hizo un gesto vago y ella sacó bruscamente la mano del manguito y se la tendió.
– Buenas noches, Anthony -susurró-, y gracias por todo.
– De nada -repuso el inglés, y añadió con seriedad-: Por un momento creí que iba a sacar un revólver del manguito.
– No llevo ningún arma -dijo Paquita con una sonrisa- ni creo necesitarla con usted. No me haga cambiar de opinión.
Le estrechó la mano, abrió la portezuela y se apeó del taxi. Antes de que Anthony pudiera hacer lo mismo para despedirla en la acera, ella ya había cruzado la cancela y desaparecía en la penumbra del jardín. Anthony entendió que allí no tenía nada más que hacer, dio al taxista la dirección del hotel y dedicó el resto del trayecto a meditar las palabras de Paquita. Su experiencia personal hasta el momento le había llevado a considerar el fascismo español como un movimiento sólido y sin fisuras. Ahora esta imagen se venía abajo por los argumentos de alguien de cuya veracidad no cabía dudar. A pesar de la arrogancia y la megalomanía de sus portavoces, la Falange era un grupo pequeño y marginal, cohesionado por la labia de su fundador y por un estado permanente de peligro físico que impedía a sus miembros hacer balance frío de la situación. Y aunque todo aquello no le afectaba personalmente, la conclusión produjo un profundo decaimiento en el inglés.
Capítulo 23
– Disculpe que le moleste a estas horas, don Alonso, pero no quería dejar de notificarle que el sujeto en cuestión ha sido finalmente hallado y aprehendido, y en estos momentos está siendo conducido a las dependencias.
Al otro lado del hilo don Alonso Mallol, Director General de Seguridad, acoge con un suspiro la comunicación del teniente coronel Marranón: la noticia le alegra pero seguramente le impedirá cenar tranquilamente en su casa, como tenía previsto hacer. Responde:
– Estaré ahí en veinte minutos.
El teniente coronel Marranón cuelga el teléfono y lía ceñudo un cigarrillo de picadura. Tampoco a él le complace la idea de hacerse subir de la tasca un bocadillo de caballa. El causante de tantas contrariedades habrá de pagar el malhumor de ambos, piensa el teniente coronel mientras enciende el cigarrillo y empieza a ordenar la mesa de trabajo para causar una buena impresión a su superior. Luego hace venir a la secretaria y le pone al corriente de la situación. La oronda taquimeca responde levantando los brazos ajamonados en ademán de resignación. No parece enojada. Sin embargo, desde hace años su marido, aquejado de una dolencia crónica, no puede trabajar y ella sola lleva sobre los hombros el sustento de los dos, los quehaceres del hogar y el cuidado de un inválido. Hacer horas extraordinarias le supone un trastorno tremendo: ha de llamar a una vecina y pedirle que se ocupe de la cena y del enfermo hasta que ella llegue. Pero la oronda taquimeca nunca se queja ni pierde la placidez. No así el capitán Coscolluela, cuyo carácter empeora de día en día, piensa con fastidio el teniente coronel. El capitán es un hombre de acción; estaba acostumbrado al combate y a la vida castrense; ahora, por culpa de la herida, ha de ejercitar la paciencia en largas horas de espera y malgastar su energía en farragoso papeleo.
Antes de lo previsto hace su entrada en el despacho don Alonso Mallol enfundado en un elegante abrigo azul marino con solapa de terciopelo negro y tocado con un bombín. Cuando recibió la llamada asistía a un acto en el Ateneo y ha preferido recorrer a pie la distancia que le separaba de la Dirección General para ahorrarse el tráfico del centro. Por la tarde los estudiantes católicos se han manifestado en la Puerta del Sol contra la supresión de la enseñanza religiosa y todavía quedan grupos rezagados que lo entorpecen todo, comenta mientras deja el abrigo y el bombín en el perchero ayudado por el teniente coronel.