– Y yo me digo: si ya son católicos, ¿para qué quieren la doctrina?
– El caso es no estudiar y armar un zipizape, don Alonso -asiente el teniente coronel.
El señor Mallol y su subordinado se sientan. El primero saca un cigarrillo de una pitillera, ofrece otro a su subordinado, pero no a Pilar, introduce el suyo en una boquilla larga, lo enciende y da fuego al teniente coronel. Los dos callan y fuman.
– ¿Y dónde diantre se había metido nuestro hombre? -pregunta al fin el señor Mallol.
– No se lo va usted a creer, don Alonso. ¡En el cine Europa, escuchando a Primo y la comparsa fascista! Al proceder a su arresto, negó el cargo, pero uno de nuestros agentes lo vio entrar en el lugar de autos acompañando a la hija del duque de la Igualada.
– ¡Válgame el cielo, esa cabecita loca los hace ir a todos de coronilla! ¿Qué les dará?
– Lo que dan siempre las mujeres, don Alonso: falsas esperanzas.
El señor Mallol asiente con media sonrisa y luego pregunta si el mitin no había sido prohibido. Sí, en efecto, se denegó la autorización correspondiente, pero hicieron caso omiso. El dueño del local alega haber sido coaccionado. En el último momento, el señor subsecretario de la Gobernación optó por no hacer intervenir a la fuerza pública para evitar mayores males. A la larga, fue peor el remedio que la enfermedad: a la salida hubo trifulca con las juventudes socialistas. Hubo varios heridos y un muerto por impacto de bala: un falangista de dieciocho años, natural de Ciempozuelos, dependiente en una droguería de la misma localidad.
Unos golpes enérgicos en la puerta interrumpen el informe. Entran el capitán Coscolluela y Anthony Whitelands entre dos agentes uniformados. Al verlos, Pilar dispone el bloc de taquigrafía y comprueba la mina del lapicero: a partir de este momento, todo lo que allí se diga puede tener carácter oficial. El inglés viene amedrentado pero con un resabio de altivez imperial. Antes de que pueda decir nada, don Alonso Mallol aplasta el cigarrillo en el cenicero rebosante de colillas, sacude la boquilla, se la guarda en el bolsillo de la americana y se pone de pie.
– ¿Señor Whitelands? -dice tendiendo la mano a éste, que se la estrecha de un modo automático-. Creo que no hemos sido presentados. Alonso Mallol, Director General de Seguridad. Lamento conocerle en estas circunstancias.
– ¿Puedo preguntar…? -balbucea el inglés.
– No empeore la situación, Vitelas -interviene secamente el teniente coronel-. Las preguntas las hacemos nosotros. Ahora, si quiere saber el motivo de la detención, le puedo ofrecer varios.
– Sólo quiero llamar por teléfono a la Embajada británica -dice Anthony.
– A estas horas no habrá nadie, señor Whitelands -dice el señor Mallol-. Tiempo habrá. Antes hablemos. Tenga la bondad de sentarse.
Bajo la atenta mirada de los guardias, Anthony cuelga el abrigo en el perchero, junto al del señor Mallol, y se sienta en la misma butaquita de mimbre trenzado que ocupó en la visita anterior. La oronda taquimeca arrastra su silla para colocarse cerca de quienes van a intervenir en la conversación y el capitán Coscolluela se deja caer en otra de un modo poco ceremonioso, reprimiendo un gemido: su pierna mutilada se resiente de la larga espera. Anthony se percata de que no le sobran amigos en aquel despacho. El teniente coronel Marranón hace una seña y los Guardias de Asalto saludan con estrépito de cuero y metal, dan media vuelta y salen. Por el pasillo se oye alejarse el retumbar de los taconazos. Luego reina un silencio ominoso que rompe el Director General con voz neutra, no exenta de tirantez.
– Señor Whitelands, dado que hoy mismo ha asistido usted al mitin de la Falange en el cine Europa, habrá podido colegir que tenemos entre manos asuntos mucho más graves que vigilarle a usted. Si todos los aquí presentes estamos perdiendo un tiempo valioso por su causa, la razón debe de ser otra. ¿Me explico con claridad? Pues si es así, iré al grano. Usted ha oído las palabras que se han proferido en ese cine, no una vez, sino reiteradamente. Ha visto la reacción de los asistentes. Sabe de la existencia del movimiento fascista en Europa y conoce sus intenciones: sedición, toma del poder por medios violentos, guerra civil si no hay otro remedio y, al final, imposición de un régimen totalitario. Ellos no ocultan estas intenciones ni hablan por hablar: ahí tiene a Italia, a Alemania y a otros países decididos a imitar su ejemplo. Con todo, y al margen de su gravedad, este asunto compete al Gobierno español, no a usted, en cierto modo, ni siquiera a mí. El fascismo es política y lo mío es el orden público. ¿Usted fuma?
Anthony niega con la cabeza. El Director General hace la ronda de la pitillera, repite la ceremonia de la boquilla, aspira el humo y prosigue.
– José Antonio Primo de Rivera es tonto -dice-, pero él no lo sabe, y ahí está el problema. Como hijo de dictador, creció como un príncipe, rodeado de halagos. Luego, cuando los mismos que habían encumbrado a su padre lo echaron escalera abajo, no lo supo digerir. Esto lo lanzó a la política. Es agraciado de aspecto, orador brillante, vive rodeado de una corte de señoritos tan tontos como él que le ríen todas las gracias. En circunstancias normales, habría sido un abogado de éxito, habría hecho una buena boda y se le habría pasado la chaladura.
Hace una pausa, suspira y prosigue.
– Pero se enamoró de esa chica, la cosa salió mal, y eso acabó de trastornarle el entendimiento. Para acabarlo de arreglar, la situación política y social de España propicia su locura. El resultado, a la vista está. Esta misma tarde, al finalizar el acto del cine Europa, ha habido enfrentamientos en la calle con el resultado habituaclass="underline" un falangista muerto, un chiquillo de dieciocho años. José Antonio les llena la cabeza de quimeras, los envía a la muerte y se queda tan tranquilo. Usted mismo ha visto la lista de falangistas muertos; quizá le interesaría saber, además del nombre, la edad de esos mártires: la mayoría eran unos críos que ni siquiera entendían las ideas por las que estaban sacrificando su futuro. Esto a Primo de Rivera le parece poético. A mí me parece siniestro.
Anthony ha escuchado con interés, pero su atención se ha desviado ante la mención de los amores frustrados de José Antonio con Paquita, pues de las insinuaciones del Director General se desprende que no es otra la protagonista de la historia.-¿Qué pudo haber salido mal en la relación entre ambos? El tema le preocupa, pero no es momento de perderse en conjeturas: su propia persona está en una situación comprometida y ha de poner todo su ingenio en juego para salir airoso sin revelar demasiado.
La habitación se ha ido cargando de humo. La tos obliga a Pilar a interrumpir la tarea. El teniente coronel se levanta y abre la ventana. Del oscuro patio interior entra una ráfaga de aire frío y el desolado tableteo de una máquina de escribir. Transcurrido un minuto, el teniente coronel da por renovada la atmósfera y vuelve a cerrar. Prosigue con su explicación el señor Mallol.
– Además de irresponsable y tonto. Primo de Rivera es un botarate y eso salta a la vista. Visitó a Mussolini y a Hitler para pedir su bendición y su ayuda; los dos lo recibieron con los brazos abiertos, pero de inmediato le tomaron la medida y se lo quitaron de en medio con buenas palabras. Mussolini le pasa una mensualidad con la que apenas se cubren los gastos de organización. Hitler, ni un céntimo. Con idénticos resultados ha ofrecido sus servicios a la extrema derecha y a la extrema izquierda. Los socialistas lo recibieron a tiro limpio; los anarquistas lo escucharon como quien escucha a un loco y cuando se aburrieron le dieron con la puerta en las narices. También Gil Robles le ha dado calabazas, y aunque muchos militares se sienten atraídos por el fascismo, ni en sueños se les ocurriría contar con la Falange en el supuesto de que decidieran dar un golpe de Estado no necesitan la pobre ayuda de un grupo de niñatos inexpertos y no están dispuestos a que un tontaina les diga lo que han de hacer. Por si eso no bastara, recuerdan que José Antonio fue expulsado del Ejército por liarse a puñetazos con el general Queipo de Llano. No es así como uno se granjea las simpatías del alto mando. Por su parte, José Antonio desprecia a los generales: cree que en su momento no defendieron a su padre por cobardía o que Ir traicionaron, lisa y llanamente. La alta burguesía considera a Primo de Rivera uno de los suyos y lo mira con ternura, pero a la hora de la verdad, ni se compromete ni afloja la mosca. Al fin y al cabo, José Antonio ha prometido acabar con los privilegios de clase y nacionalizar la Banca. Así las cosas, a la Falange no le cabe más salida que echarse a la calle en solitario, a la conquista del poder y esperar a que el Ejército secunde la iniciativa. Por supuesto, si lo hiciera no conseguiría nada. Si los militares dan un golpe, lo darán cuando ellos lo decidan, no cuando les apetezca a los falangistas, y los falangistas, por su parte, no tienen efectivos: ni armas ni dinero para comprarlas.