Anthony ha tomado la decisión con anterioridad y no vacila en responder:
– No.
A la rotunda manifestación sigue un silencio sosegado. Nadie da muestras de perplejidad ni de impaciencia, como si esperaran esta respuesta y no otra. Don Alonso Mallol se levanta, da un breve paseo por el reducido espacio, luego se dirige a la oronda taquimeca.
– Puede irse a casa, Pilar, y gracias por su disponibilidad.
– Siempre a sus órdenes, don Alonso -responde ella mientras cierra el cuaderno, lo guarda en el bolso, saca del bolso un plumier, guarda el lapicero-. Mañana por la mañana entregaré el documento.
– No se moleste. No hay prisa -dice con suavidad el señor Mallol.
Con una ligera reverencia Pilar saluda a todos, incluido Anthony, y sale. El señor Mallol se encara con el inglés.
– También le agradezco a usted su colaboración, señor Whitelands -le estrecha la mano mientras habla con el teniente coronel Marranón-. Gumersindo, dejo el asunto en sus manos.
– Descuide usted, don Alonso.
Viendo que todos se levantan, Anthony hace lo mismo y va hacia el perchero.
– ¿Me puedo ir ya? -pregunta, antes de ponerse el gabán.
– No. Usted está detenido por asistencia a un acto público no autorizado. Será conducido a los calabozos de la Dirección y en su momento se decidirá si pasa a disposición judicial o si, en su condición de extranjero, es deportado. El capitán Coscolluela le acompañará. No creo necesaria la presencia de agentes. Ya nos ocuparemos mañana de la ficha antropométrica. A estas horas ya no debe quedar nadie para hacerle las fotos.
– ¡Cómo! ¿Me van a encerrar?-exclama Anthony-. ¡Pero si ni siquiera he cenado!
– Nosotros tampoco, señor Vitelas -le responde el teniente coronel.
Capítulo 24
Al despertar distinguió una tenue claridad en el angosto ventanuco del calabozo y calculó que serían las seis de la mañana. Como le había sido imposible ver la esfera del reloj en toda la noche, no pudo calcular cuánto tiempo había dormido. Probablemente muy poco. Desde el momento de su encierro y tras oír el siniestro ruido metálico de las puertas al cerrarse al paso del capitán Coscolluela, Anthony Whitelands había pasado por una etapa de desconcierto, otra de pánico y, al final, por una larga etapa de reflexión. Por descontado, su situación no era halagüeña: la ley amparaba a quienes le habían detenido y su propia falta de colaboración ciertamente no les predispondría a renunciar a ninguna de las ventajas de la legalidad. Visto desde este ángulo, el futuro inmediato era sombrío. Pero más le atormentaba la duda de si su conducta había sido acertada, tanto desde el punto de vista práctico como ético.
Después de mucho ponderar el pro y el contra de su decisión de mentir abiertamente, acabó decidiendo que había obrado bien o, al menos, que no había obrado mal. En primer lugar, el asunto en el que se veía implicado sólo le concernía de un modo indirecto: él no tenía ningún motivo para inclinarse por uno u otro bando en el complejo juego de fuerzas enfrentadas en España: ni era su país ni poseía más conocimientos que los suministrados por las partes de un modo fragmentario y a todas luces tendencioso. Por principio, estaba a favor de quienes representaban el mantenimiento de la legitimidad política y el orden establecido, pero los argumentos esgrimidos por los falangistas no le parecían carentes de fundamento. Poco le atraía la aspereza de los funcionarios gubernamentales, respaldados por la fuerza del Estado; en cambio los falangistas, con su ligereza y su osadía juvenil, irradiaban el romanticismo de los perdedores. Por no hablar, claro está, de Paquita: ¿Le perdonaría ella que traicionara a José Antonio y a su propia familia y antepusiera su salvación a la lealtad?
Y, por último, si contaba la verdad, ¿qué sucedería con el cuadro? Probablemente el Gobierno encontraría algún subterfugio legal para incautarse de él y colgarlo en el Museo del Prado. Sería un acontecimiento de trascendencia mundial del que Anthony se vería excluido. De todos los malos augurios, éste era el peor.
Pero todos estos razonamientos no conducían a nada. Al negar la evidencia ante el Director General de Seguridad, había buscado únicamente ganar tiempo para reflexionar, y ahora la reflexión, lejos de aportarle una posible solución, confirmaba sus temores. No le dejarían salir de allí si, a cambio de su libertad, no ofrecía una revelación sustanciosa. Pero ¿qué les podía revelar? Una mentira sería descubierta de inmediato y empeoraría las cosas: sus contrincantes no eran necios. Por otra parte, tampoco le serviría de mucho decir la verdad. No estaba en condiciones de negociar. Poco beneficio le reportaría a él malograr los planes del señor duque, fueran éstos cuales fueran; a lo sumo, una discreta expulsión del país en lugar de un proceso judicial y una larga temporada en la cárcel. La perspectiva de ingresar en una institución penitenciaria española le producía un terror justificado: aun cuando sobreviviera a la prueba, su vida personal y profesional quedaría deshecha sin remedio.
No contribuían a levantar su ánimo el hambre, el cansancio producido por un largo día lleno de incidentes, el frío reinante en el calabozo, el lóbrego silencio, la oscuridad que le envolvía y el ataque despiadado de las pulgas y las chinches. El lugar era apestoso y sólo disponía de un bloque de cemento para recostarse. Cuando finalmente se durmió vencido por el agotamiento, tuvo, por contraste, un sueño agradable: se encontró en Londres, paseando por St. James's Park del brazo de una hermosa mujer que a ratos era Paquita y a ratos Catherine, su despechada amante. Era una hermosa mañana de primavera y el parque estaba muy concurrido. Al cruzarse con ellos, todos los paseantes, hombres y mujeres de distinguido porte, los saludaban con una efusividad impropia de los ingleses. Algunos se detenían incluso a palmearle el hombro o a darle amistosos codazos de complicidad. En estas familiaridades Anthony percibió un deseo generalizado de hacer público su cariño y su aprobación: la buena sociedad londinense bendecía sus irregulares relaciones sentimentales y mostraba sin reservas su beneplácito. Al despertar, el recuerdo de este plácido paseo imaginario redobló su congoja: una fantasía perversa le había presentado como real algo que nunca lo podría ser.
Con el clarear del día los sótanos de la Dirección General se llenaron paulatinamente de voces, pasos y ruidos de puertas. Pero de él no se ocupaba nadie, como si los responsables del encierro hubieran olvidado su existencia. Esta sensación le oprimió más que cualquier amenaza. El hambre y la sed habían llegado a un extremo insoportable. A las diez de la mañana le abandonaron definitivamente las fuerzas y decidió claudicar. La puerta del calabozo, de madera maciza, disponía de una abertura cuadrada en el paño superior, protegida por dos sólidas rejas. Anthony se asomó a esta abertura y dio voces para llamar la atención de los guardias. Como nadie respondía a su llamamiento, desistió. Al cabo de un rato lo volvió a intentar. Al tercer intento alguien preguntó de malos modos qué le pasaba.
– Por favor, avise al teniente coronel Marranón o al capitán Coscolluela y dígales que el señor inglés que anoche metieron preso está dispuesto a hablar. Ellos ya entenderán. Por el amor de Dios, no tarde.
– Bueno. Espérese aquí -dijo el guardia, como si al detenido le cupiera otra posibilidad.
Transcurrió más de una hora, durante la cual Anthony acabó de hundirse en la más negra desesperación. Ya no le importaba la opinión de Paquita ni la de nadie, la deportación y cualquier humillación le parecían preferibles a la incertidumbre. Finalmente sonó el cerrojo de la puerta, ésta se abrió y en el umbral se recortó la imponente silueta de un Guardia de Asalto con el mosquetón en bandolera.