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La dicción era demasiado correcta para ser natural, al igual que todo lo referente a su persona. Frisaba la cuarentena y era de corta estatura, facciones aniñadas y manos blancas y diminutas que al hablar revoloteaban sin cesar delante de su cara. Un bigote fino con las puntas ligeramente arqueadas hacia arriba y unos ojos redondos y grises le daban aspecto de gato; en su cutis se insinuaba una ligera capa de maquillaje y desprendía un perfume caro y dulzón. Llevaba monóculo, calzaba botín y polaina y vestía de un modo exquisito pero desacertado para su figura: sus prendas, de la mejor calidad, habrían dado prestancia a un hombre alto; en él resultaban un punto cómicas.

– No tiene importancia -repuso Anthony-. Dígame en qué puedo serle útil.

– De inmediato le referiré la razón de la entrevista. Antes, empero, debo encarecerle que cuanto hablemos no salga de estas cuatro paredes. Sé que le ofendo al dudar de su intachable discreción, pero en este caso particular andan en juego asuntos vitales. ¿Le importa si fumo?

A un gesto condescendiente de su anfitrión, sacó de una pitillera de oro un cigarrillo, lo introdujo en una boquilla de ámbar, lo encendió, aspiró el humo y prosiguió:

– No sé si me conoce, señor Whitelands. Como mi nombre permite deducir, soy mitad inglés y mitad español, razón por la cual tengo amistades en ambos países. Desde mi adolescencia vivo dedicado al arte, mas, careciendo de todo talento, salvo el de reconocer esta realidad, intervengo en él en calidad de marchante y ocasional asesor. Algunos pintores me honran con su amistad y tengo a orgullo decir que Picasso y Juan Gris saben de mi existencia.

Anthony hizo un gesto de impaciencia que no pasó inadvertido al visitante.

– Iré al asunto del que quería hablarle -dijo-. Hace un par de días se puso en contacto conmigo un antiguo y muy querido amigo, un distinguido caballero español, residente en Madrid, hombre de alcurnia y fortuna y feliz poseedor, por herencia y gusto propio, de una colección de pintura española nada desdeñable. No hace falta que le especifique la encrucijada en que se encuentra España. Sólo un milagro puede impedir que esa noble nación se precipite al abismo de una revolución sangrienta. La violencia reinante produce escalofríos. Nadie está a salvo en estos momentos, pero en el caso de mi amigo y su familia, por razones obvias, la situación es poco menos que desesperada. Otras personas en circunstancias similares han abandonado el país o se disponen a hacerlo. Antes, y con el objeto de asegurar la subsistencia, han transferido grandes sumas de dinero a bancos extranjeros. Mis amigos no pueden hacer tal cosa, ya que sus ingresos provienen mayormente de propiedades rurales. Sólo les queda la colección de arte ya mencionada. Me sigue usted, señor Whitelands.

– Perfectamente, e intuyo el desenlace del relato.

El visitante sonrió pero continuó hablando sin dejarse amedrentar por la reticencia de su interlocutor.

– El Estado español, como todos los estados, no autoriza la exportación del patrimonio artístico nacional, aun siendo éste propiedad privada. No obstante, una pieza no muy grande ni muy conocida podría burlar la vigilancia y salir del país, si bien, en la práctica, la operación ofrece algunas dificultades, siendo la principal determinar el valor crematístico en el mercado de la obra en cuestión. Para ello se necesitaría un tasador que gozara de la confianza de todas las partes interesadas. No hace falta decir quién sería en este caso el tasador idóneo en el asunto que ahora nos ocupa.

– Yo, me imagino.

– ¿Quién mejor? Usted conoce a fondo la pintura española. He leído todos sus escritos sobre la materia y puedo dar fe de su erudición, pero también de su capacidad para comprender como nadie el dramático sentir de los españoles. No digo que en España no haya también personas muy competentes, pero ponerse en sus manos conllevaría un gran riesgo: podrían presentar una denuncia por razones ideológicas, por inquina personal, por interés propio, incluso por simple vanilocuencia. Los españoles hablan por los codos. Yo mismo lo estoy haciendo, ya ve usted.

Guardó un instante de silencio para demostrar que podía poner coto al vicio nacional y luego prosiguió bajando la voz:

– Resumiré en dos palabras los términos de mi proposición: a la máxima brevedad, pues los días y aun las horas cuentan, se desplazará usted a Madrid, donde se pondrá en contacto con la persona interesada, cuya identidad le revelaré si llegamos a un acuerdo. Una vez establecido el contacto, la persona interesada le mostrará su patrimonio artístico o una parte del mismo y usted le asesorará acerca de la pieza más adecuada a los fines descritos; a continuación, una vez convenida la elección, tasará usted la obra conforme a su leal saber y entender, el monto a que ascienda esta tasación será comunicado telefónicamente por medio de una clave o código secreto que asimismo le será revelado en su momento. Al punto y sin discusión dicho monto será depositado en un banco de Londres a cuenta de la persona interesada y, una vez garantizado el pago, la obra objeto de la venta emprenderá viaje. En esta última etapa del proceso usted no tendrá participación; de este modo cualquier contrariedad que pudiera acontecer no le acarrearía consecuencias legales ni de ningún tipo. En todo momento, su identidad permanecerá en el anonimato y su nombre no aparecerá en ninguna parte, salvo que usted desee lo contrarío. Los gastos del viaje correrán por cuenta de la parte interesada y, como es lógico, percibirá usted la comisión habitual en este tipo de operaciones. Una vez cumplida su misión, podrá regresar o permanecer en España, como más le plazca. En cuanto al secreto que debe rodear la transacción, su palabra de caballero inglés será suficiente.

Hizo una pausa muy breve para no dar tiempo a la objeción y agregó a renglón seguido:

– Dos últimas consideraciones para disipar escrúpulos y vacilaciones. Sustraer una pieza insignificante del inmenso patrimonio artístico de España en las actuales circunstancias no puede considerarse tanto una evasión como un salvamento. Si estalla la revolución, el arte saldrá tan malparado como el resto del país, y de un modo irreparable. La segunda consideración no es de menor enjundia, porque con su intervención, señor Whitelands, contribuirá sin duda a salvar varias vidas humanas. Medite ahora y decida de conformidad con su conciencia.

Tres días más tarde, frente a la puerta de cuarterones del palacete con resabios herrerianos, Anthony Whitelands se preguntaba si su presencia allí respondía a los propósitos altruistas apuntados por Pedro Teacher o a un simple deseo de abandonar su rutina y, llevado por este impulso, como había sido el caso, acabar con las complicaciones de su devaneo amoroso. Y mientras trataba de insuflar a su ánimo decaído un espíritu aventurero del que carecía por completo, la puerta del palacete se abrió y un mayordomo le preguntó quién era y cuál era el objeto de su visita.

Capítulo 4

– Dígale al señor duque que me envía Pedro Teacher.

El mayordomo era un hombre extrañamente joven, de tez morena, pelo ensortijado, patillas largas y pose de banderillero. Difícilmente podía imaginarse un contraste mayor que el que había entre el inglés y el gitano. Éste se quedó mirando con fijeza al visitante y cuando parecía dispuesto a cerrarle la puerta en las narices, se hizo a un lado, le instó a entrar con gesto de apremio y cerró rápidamente la puerta a sus espaldas.

– Aguarde aquí -dijo en tono seco, más propio de un conspirador que de un sirviente-, informaré a su excelencia.

Y desapareció por una puerta lateral abandonando a Anthony Whitelands en un vestíbulo amplio de dimensiones, alto de techo, con suelo de mármol y desnudo de mobiliario, a todas luces concebido para servir de tránsito a los amigos y recibir de pie y sin miramientos a los extraños. La estancia habría sido lúgubre de no ser por la luz dorada del exterior que entraba por los altos y estrechos ventanales orientados al jardín.