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– ¿Cuál es mi posición actual con respecto a la policía española? -preguntó.

– Eso pregúnteselo a ellos -respondió el primer secretario-. Bastante hemos hecho consiguiendo su libertad. En mi opinión, le dejarán en paz. Lo encerraron para ver si cantaba, pero tenerlo entre rejas no les sirve para nada. Prefieren que esté libre y les conduzca hasta lo que buscan. Téngalo en cuenta. Del cuadro no saben nada: ahí juega usted con ventaja.

Mientras decía esto, el primer secretario se disponía a salir junto con los demás participantes en la reunión. Todos tenían prisa por ir a comer, pero ninguno tanta como Anthony, de modo que se levantó y, viendo que nadie parecía dispuesto a despedirse de él, se encaminó hacia la puerta. Harry Parker lo acompañó, para asegurarse de que abandonaba la Embajada con discreción. En la puerta, sin embargo, a Anthony le asaltó una duda, se detuvo y se volvió hacia lord Bumblebee.

– Disculpe, lord Bumblebee, hay una cosa que no me ha quedado clara. ¿Qué papel juega Kolia en este asunto?

– ¿Kolia? Ya se lo he dicho antes: no lo sabemos. Pero de una cosa estamos seguros: Kolia es su contraparte. Si nosotros estamos enterados de la venta del cuadro y las autoridades españolas sospechan algo, es obvio que los rusos también están al corriente de la cuestión. Naturalmente, a ellos no les interesa que los fascistas reciban ayuda en dinero o en armas, y harán lo posible para impedirlo. Con este propósito han movilizado a Kolia.

– Ya entiendo -dijo Anthony-, ¿y de qué modo puede obstaculizar Kolia la operación?

– ¡Vaya pregunta tonta, Whitelands!-exclamó lord Bumblebee-. Por el método habituaclass="underline" eliminándole a usted.

Capítulo 25

Una exuberante ración de lentejas con chorizo, media hogaza de pan blanco y una jarra de vino tinto no consiguieron disipar el decaimiento producido en su ánimo por las agoreras palabras de lord Bumblebee. Mientras saciaba el hambre acumulada desde el día anterior, Anthony Whitelands no podía apartar de su imaginación la sensación de estar siendo perseguido por un asesino sin rostro. Cualquier persona, en cualquier lugar y en cualquier momento podía clavarle un puñal o dispararle un tiro a quemarropa, estrangularle con la corbata o echar veneno en su plato o en su vaso. Mientras comía y bebía con aprensión, Anthony ponderaba por enésima vez la conveniencia de tomar el primer tren y regresar a Inglaterra. Sólo le retenía la sombría convicción de estar envuelto en una intriga de dimensiones internacionales y de que, por esta razón, no había lugar en el planeta donde estuviera a salvo de los conspiradores si éstos decidían acabar con él como represalia o para asegurar su silencio, o por simple animadversión. La única forma de salir con vida del enredo, se decía, era concluir cuanto antes la operación que le había traído a Madrid. Sólo cuando su existencia dejara de ser un estorbo para los planes de sus enemigos, éstos le dejarían en paz.

Con este vago consuelo acabó de comer y emprendió el regreso. Caminaba con paso ligero por las calles concurridas, mirando a derecha e izquierda, y de cuando en cuando daba media vuelta repentinamente para detectar a tiempo una agresión traicionera. El mismo se daba cuenta de lo ridículo de esta conducta, puesto que ignoraba la fisonomía del potencial agresor. Por un capricho de su exaltada fantasía, había decidido que el asesino se parecía a George Raft, y escudriñaba entre los viandantes tratando de identificar el rostro del actor y el atildado atuendo de sus famosos personajes. Esta locura le distraía del miedo, y le impulsaba a seguir andando el prurito de llegar al hotel para asearse, afeitarse y cambiarse de ropa: si había de morir trágicamente, al menos morir con un aspecto presentable.

Al pasar ante el escaparate bien surtido de una tienda de ultramarinos, se detuvo, entró y compró alimentos variados. No quería estar en la calle después de anochecido y se aprovisionaba para encerrarse en su habitación y resistir el asedio. En una tahona compró pan, y vino en una taberna. Así pertrechado llegó a la puerta del hotel sin contratiempos.

Como ya era habitual, el recepcionista le dirigió una mirada de patente reproche, justificada por su lamentable aspecto. Pero en aquel momento la opinión del prójimo le traía sin cuidado al inglés. Saludó al recepcionista con frialdad y le tendió la mano para recoger la llave de la habitación. El recepcionista se la dio mientras con la mirada señalaba algo a espaldas de Anthony. Éste se dio media vuelta reprimiendo un grito. Pero en lo que vio no había motivo de alarma.

Una niña andrajosa dormía en una silla del vestíbulo. Anthony preguntó al recepcionista qué tenía que ver con él aquella niña.

– Usted sabrá -dijo el recepcionista-. Vino ayer tarde preguntando por usted y no se ha movido de aquí. Yo estaba por llamar a los guardias, pero luego pensé que ya tiene usted bastante trato con ellos para echar más leña al fuego.

Anthony se puso en cuclillas delante de la niña para verle la cara y se llevó una sorpresa mayúscula al reconocer a la Toñina. Ésta, como si hubiera percibido en sueños la reacción, abrió los ojos y clavó una mirada de gratitud en el inglés, el cual se enderezó como si hubiera visto una tarántula.

– ¿Qué haces tú aquí?

La Toñina se frotó los ojos y sonrió.

– Higinio Zamora vino a buscarme y me dijo que viniera a este hotel, que tú ya sabías de qué iba la cosa. Me dijo que si no estabas, te esperase hasta que volvieras. Llevo aquí desde ayer. Ya pensaba que te habías ido de vuelta a tu país.

– ¿Higinio Zamora te dijo que vinieras?-preguntó Anthony-. ¿Y te dijo para qué?

– Me dijo que me llevarías contigo a Inglaterra.

Al decir esto señaló debajo de la silla. Anthony vio consternado un hato envuelto en un pañuelo de hierbas.

– Escucha, Toñina -dijo procurando conservar la calma y expresarse en términos sencillos y claros-, yo no sé lo que te habrá contado Higinio Zamora, pero sea lo que sea, carece de todo fundamento. Es cierto que ayer a mediodía almorzamos juntos, a instancia suya. El estaba muy agitado, en el transcurso del almuerzo dijo muchas insensateces y yo opté por no contradecirle para no agravar su condición. Con posterioridad, otros sucesos de mayor trascendencia me hicieron olvidar la conversación. Por lo demás, no era necesario disipar un posible malentendido. Si Higinio Zamora sacó conclusiones erróneas de mi discreción, el problema es suyo, no mío. Tú me entiendes, ¿no?

La Toñina expresó su asentimiento. Tranquilizado, Anthony se dirigió a la escalera que conducía a las habitaciones. Al llegar al primer peldaño se volvió para ver si la Toñina había abandonado el hotel y la encontró pegada a sus talones, con el fardo en la mano. O no había escuchado la explicación o no la había entendido; o la había entendido y no tenía intención de darse por aludida. Anthony comprendió que debía actuar de un modo enérgico e inequívoco: la única solución era agarrar a la niña por el pescuezo, sacarla a la calle y propinarle un puntapié en su esmirriado trasero. Este era el único lenguaje apropiado con las personas de espíritu simple y baja extracción. Tal vez el recepcionista reprobaría el recurso a la violencia en el vestíbulo del hotel, pero sin duda se haría cargo de la situación y se solidarizaría con él. Animado por esta idea, Anthony puso una mano en el hombro de la Toñina y la miró de hito en hito.

– No has comido nada desde ayer, ¿verdad? -le preguntó. Y ante el mudo asentimiento de ella, añadió-: En esta bolsa traigo vituallas. Sube a la habitación y te daré un bocado. Luego, ya veremos.

Dicho esto se dirigió al recepcionista, que seguía la escena con curiosidad.

– Estoy en mi habitación y no quiero ser molestado bajo ningún concepto -le dijo.