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El recepcionista levantó las cejas e hizo amago de tomar medidas para salvaguardar la respetabilidad del establecimiento. Al advertirlo, la Toñina subió tres escalones para ponerse a la altura del inglés y le susurró al oído:

– Dale una propina.

Anthony sacó precipitadamente un duro, fue hasta la recepción y lo dejó en el mostrador. El recepcionista se lo metió en el bolsillo sin pronunciar palabra y dejó vagar la mirada por las molduras del techo mientras Anthony y la Toñina corrían escalera arriba.

En la habitación, Anthony entregó la bolsa de comida a la Toñina, le encareció que dejara algo para la cena, se dejó caer vestido en la cama y se quedó dormido al instante. Al despertar, la habitación estaba en penumbra; había anochecido y sólo se filtraba por la ventana la pálida claridad del alumbrado público. La Toñina dormía a su lado, hecha un ovillo. Antes de acostarse le había quitado la ropa y los zapatos y lo había cubierto con la sábana y la manta. Anthony dio media vuelta y se deslizó nuevamente en un plácido sueño.

De esta paz lo arrancaron unos golpes persistentes en la puerta. Preguntó quién iba y respondió una voz masculina.

– Un amigo, ábreme.

– ¿Quién me garantiza sus buenas intenciones? -dijo Anthony.

– Yo mismo -repuso la voz-. Soy Guillermo, Guillermo del Valle, el hijo del duque de la Igualada. Nos hemos conocido en casa de mis padres y te vi la otra noche en la tertulia de José Antonio en La ballena alegre.

El diálogo había despertado también a la Toñina. Consciente de su condición y posiblemente habituada a trances similares, saltó de la cama, ocultó debajo su exiguo equipaje, recogió la ropa esparcida por el suelo y se metió en el armario. Anthony se vistió y abrió la puerta.

Guillermo del Valle entró en la habitación sin miramientos. Como en ocasiones anteriores iba vestido con elegante desaliño. Con una sonrisa abierta y simpática, estrechó la mano de Anthony.

– Perdona que te reciba en medio de este desbarajuste -dijo el inglés-. No esperaba visita. A decir verdad, he dejado dicho en recepción que no dejaran subir a nadie bajo ningún concepto.

– Ah, sí -dijo el recién llegado pasando de la sonrisa a una risa juvenil-, el tipo de la entrada no me dejaba entrar. Le enseñé la pistola y le convencí. No soy un matón -se apresuró a añadir al ver la súbita palidez del rostro de su interlocutor-. En circunstancias normales no te habría importunado. Pero me urge hablar contigo.

Anthony cerró la puerta, señaló la única silla y se sentó en la cama después de haber estirado la colcha para disimular su reciente uso.

– No te molestes -dijo Guillermo del Valle-. Sólo te robaré unos minutos. ¿Estamos solos? Ya veo que sí. Me refería a si podemos hablar con la seguridad de no ser oídos. El asunto es de la máxima gravedad, como ya te he dicho.

Anthony no estimó oportuno revelar la presencia de una prostituta adolescente en el armario e invitó al recién llegado a exponer la razón de su visita. Guillermo del Valle permaneció un rato en silencio, como si en el último momento dudara de lo acertado de su decisión. Con un titubeo que ponía de manifiesto una timidez innata y la inseguridad propia de su edad, empezó disculpándose por el tono desabrido de sus encuentros anteriores. Siempre estaba tenso en casa de sus padres, empeñados en tratarle como si todavía fuera un niño. Por presiones familiares estudiaba Derecho, aunque sin gusto ni vocación; por temperamento, él era poeta, no a la manera de los románticos o los paisajistas, sino de la escuela de Marinetti. La poesía y la política activa ocupaban todos sus pensamientos. Quizá por esto no tenía novia. En la Universidad se había afiliado al S.E.U., atraído por los ideales falangistas primero y más tarde por la personalidad magnética de su líder. En la actualidad y en sus horas libres, trabajaba en el Centro, ayudando en las labores de organización y propaganda. Esta actividad burocrática, se apresuró a añadir, no excluía la intervención directa en actos públicos, a menudo violentos.

– En cuanto a lo que me trae aquí -prosiguió diciendo Guillermo del Valle-, trataré de exponerlo de la mejor manera posible. Todavía tengo las ideas un poco revueltas. Pero si me escuchas hasta el final, entenderás la causa de mi preocupación y también la de haberte elegido a ti para contártela.

Hizo una nueva pausa y se pasó la mano por la cara sin dejar de lanzar miradas hacia los reducidos límites de la habitación.

– Iré directamente al fondo de la cuestión. Algo raro está pasando en el seno de la Falange. Tengo la sospecha de que entre nosotros hay un traidor. No me refiero a un infiltrado de la policía. Con eso ya contamos: bien poco valdríamos si el ministerio de la Gobernación no se hubiera lomado la molestia de vigilarnos de cerca. Somos muchos y es imposible garantizar la lealtad de todos y cada uno de los nuestros. Como te digo, eso tiene poca importancia y yo no habría venido por una minucia semejante. Me refiero a otra clase de traición.

Una vez revelada la naturaleza del problema, Guillermo del Valle se tranquilizó y su soliloquio adquirió un tono más amistoso, casi confidencial. Aunque muy joven e inexperto, gozaba de una posición insólita para conocer a fondo los entresijos del partido en el que militaba, en la medida en que veía simultáneamente a José Antonio en su faceta de jefe enérgico, seguro de sí mismo, de sus ideas y de su estrategia, y también, en el reducido círculo familiar, en compañía de Paquita, al José Antonio humano, con sus indecisiones, sus contradicciones y sus momentos de fatiga y desaliento, unas debilidades que no podía mostrar ni siquiera ante sus amigos más íntimos. Esto le había permitido percatarse de la terrible soledad del Jefe.

Al escucharle, Anthony reconocía en aquel muchacho rico, consentido, de aspecto aniñado y aires desenfadados, la perspicacia y la inteligencia atormentada que había podido detectar en sus hermanas. Esta constatación puso en guardia al inglés: en los últimos días se había sentido varias veces como un juguete en manos de las dos mujeres y no estaba dispuesto a repetir la experiencia con aquel mocoso.

– Entiendo lo que me cuentas -dijo-, pero ¿qué tiene que ver la traición con todo esto?

El joven falangista se levantó de la silla y dio unos pasos agitados por la habitación procurando no acercarse demasiado a la ventana.

– ¿No lo entiendes? -exclamó-. Alguien trata de eliminar a José Antonio para hacerse con las riendas de la revolución o quizá para sofocarla en la cuna.

– Esto es sólo una conjetura, Guillermo. ¿Hay algún hecho que la sustente?

– Precisamente -dijo Guillermo del Valle con gran excitación-; si tuviera alguna prueba, un simple dato, iría derecho al Jefe y se lo contaría, sin rodeos. Pero si llego con las manos vacías, con simples suposiciones, ¿cómo se lo tomará? Montará en cólera y hará que me den una dosis de ricino. Y, sin embargo, yo sé que la intuición no me engaña. Algo importante está sucediendo, algo de consecuencias tremendas para el movimiento y para España.

Anthony dejó un intervalo antes de responder para recalcar la diferencia de actitud.

– Éste es el problema endémico de los españoles -dijo al fin extendiendo los brazos como si quisiera abarcar a todo el censo nacional-. Tenéis intuición pero carecéis de metodología. Hasta Velázquez cojeaba de este pie. ¿Puedes creer que con toda su formación técnica y a pesar de haber estado varios años en Italia, nunca llegó a dominar las leyes elementales de la perspectiva? Tú mismo, como has dicho hace un momento, tienes una formación jurídica, pero en lugar de proceder como un jurista, atento a los hechos probados y a la veracidad de los testimonios, piensas y actúas como un poeta. Hoy está de moda decir que la poesía es una forma de conocimiento, pero no estoy de acuerdo, al menos en cuestiones de esta índole. Al contrario, yo creo que hemos de anteponer la lógica a todo si no queremos precipitarnos en el caos. Hemos de convivir en un mundo de intereses contrapuestos, y la convivencia se basa en el cumplimiento colectivo de unas normas explícitas e iguales para todos.