Hizo una pausa y añadió con sonrisa serena, para compensar el tono didáctico de sus palabras:
– Me temo que con estas ideas nunca podré formar en vuestras filas.
– No te pido tanto -respondió Guillermo del Valle-. Sólo he venido a pedirte una cosa concreta. ¿Por qué justamente a ti, me preguntarás? Muy sencillo: porque eres extranjero, recién llegado y de paso, y esto te exonera de cualquier relación con el motivo de mi inquietud. No tienes conexiones con la Falange ni con otros movimientos políticos. Al mismo tiempo, te considero inteligente, honrado y buena persona y, a mayor abundamiento, he creído percibir entre José Antonio y tú una corriente de simpatía y esa armonía indefinible que cimienta la amistad entre personas de ideas y temperamentos diferentes e incluso contrapuestos.
– Pues vayamos al grano. ¿Qué quieres que haga?
– Habla con él. Sin mencionarme a mí, claro. Ponle sobre aviso. El Jefe es muy perspicaz y entenderá en seguida la gravedad de la cuestión.
– O hará que me den ricino -dijo el inglés-. Tus intuiciones sobre mi relación con José Antonio son tan arbitrarias como tus intuiciones sobre todo lo demás. La situación política es extremadamente complicada; no tiene nada de particular que cunda la inquietud y la duda entre quienes han de decidir el futuro de España. Si en medio de tanta confusión se mete un extranjero a sembrar temores y sospechas, José Antonio no me hará caso o me tomará por loco. O por un agente provocador. Aun así -añadió al ver la decepción en el rostro aniñado de su interlocutor-, trataré de hablar con él si se presenta una ocasión propicia. Más no te puedo prometer.
Esta imprecisa declaración bastó para iluminar de nuevo las facciones del impulsivo falangista, que saltó de la silla y estrechó con fuerza la mano del inglés.
– ¡Sabía que podía confiar en ti! -exclamó-. ¡Gracias! ¡En nombre de Falange Española y en mi propio nombre, gracias, camarada, y que Dios te guarde!
Anthony trató de atajar tanta efusión. Como no tenía intención de hacer nada de lo prometido y contaba con abandonar el país en breve, la sincera gratitud del muchacho pesaba en su conciencia. Guillermo del Valle comprendió la conveniencia de poner fin a la entrevista y, remedando la parquedad castrense adoptada por los falangistas, pero subordinada durante la entrevista a su temperamento poético, dijo:
– No te molesto más. Sólo un último ruego: no digas nada a mis padres de lo que te he contado. Adiós.
En cuanto se hubo ido, Anthony corrió al armario. Sofocada por la falta de oxígeno, la Toñina yacía exánime entre la ropa. La tomó en brazos, la tendió en la cama, abrió de par en par la ventana y le propinó violentos cachetes hasta que un imperceptible jadeo le indicó que la pobre criatura seguía perteneciendo al mundo de los vivos. Aliviado por la comprobación, la cubrió con una manta para protegerla del frío de la noche, se puso el abrigo y se sentó a esperar en la silla en que el fogoso falangista había tratado de implicarle en una intriga más, real o imaginaria, pero también vital para el futuro de la nación. Anthony había ido a Madrid a tasar un cuadro y sin saber cómo se había convertido en el punto de colisión de todas las fuerzas de la Historia de España. Sobre esta posición tan poco envidiable meditaba el inglés cuando la Toñina abrió los ojos, miró a su alrededor tratando de recordar dónde estaba y cómo había ido a parar allí. Finalmente esbozó una sonrisa de disculpa y murmuró:
– Perdona. Me he dormido sin darme cuenta. ¿Qué hora es?
– Las nueve y media.
– Tan tarde… Y a lo mejor ni siquiera has cenado.
Quiso levantarse, pero Anthony la retuvo en la cama, instándola a descansar. Luego cerró la ventana, acercó la silla a la mesa y consumió el resto de los alimentos y buena parte del vino que había comprado aquella misma tarde. Al acabar, la Toñina se había vuelto a dormir. Anthony abrió su cuaderno y se dispuesto a redactar las notas que tenía pendientes, pero no llegó a escribir una palabra. El cansancio producido por los acontecimientos de los últimos días se abatió sobre él, guardó la pluma, cerró el cuaderno, se desvistió, apagó la luz y se metió en la cama, desplazando con suavidad a su ocupante. Mañana me desharé de ella como sea, pensó. Pero de momento, en su atribulada situación, la tibia compañía de aquella criatura dormida a su lado le brindaba una sensación de protección tan falsa como reconfortante.
Capítulo 26
La intensa luz que se filtraba por los postigos advirtió a un soñoliento Anthony Whitelands de lo avanzado de la hora. El reloj señalaba las nueve y media y a su lado la Toñina dormía con infantil abandono. Mientras trataba de ordenar mentalmente los acontecimientos de la víspera y de hacer balance de la situación, Anthony se levantó, se aseó, se vistió y salió sigilosamente de la habitación. En la recepción pidió permiso para utilizar el teléfono y marcó el número del duque de la Igualada. Respondió el mayordomo y le informó de que su excelencia no podía ponerse al aparato. Se trataba de un asunto urgente, insistió el inglés, ¿cuándo podría hablar con el señor duque? Ah, el mayordomo no estaba capacitado para responder a la pregunta; su excelencia no había informado al servicio de sus planes. Lo único que el mayordomo podía sugerir era que el señor siguiera llamando a cortos intervalos. Tal vez tuviese suerte.
Anthony regresó contrariado a la habitación y encontró a la Toñina vestida y a punto de salir. Con mucha diligencia había hecho la cama y adecentado un poco el resto. Por los postigos abiertos entraba el sol a raudales.
– Estaré fuera unas horas, si no te importa -dijo la muchacha-. He de ocuparme de mi hijo. Pero puedo volver antes, si tú quieres.
Anthony contestó secamente que hiciera lo que quisiera, con tal de que le dejara en paz, y la Toñina se fue cabizbaja y apresurada. Una vez a solas, Anthony empezó a dar vueltas como una fiera enjaulada. Dos veces se sentó ante el cuaderno de notas y otras tantas se levantó sin haber escrito una palabra. Un nuevo intento de comunicarse con el señor duque chocó con la parca negativa del mayordomo. Anthony se devanaba los sesos tratando de comprender la causa de aquel súbito cambio de actitud por parte del duque. Tal vez sabía que la policía conocía sus planes y prefería esperar un momento más propicio para llevarlos a término, pero, de ser así, ¿por qué no se lo había dicho, en vez de mantenerlo al margen? Si abrigaba algún recelo acerca de su lealtad, era preciso disiparlo cuanto antes.
Con estas ideas rondándole por la cabeza, seguir encerrado se le hizo insoportable. Después de una noche de sueño reparador y con el sol alto en un cielo azul y transparente, los temores de la víspera se le antojaban pueriles. Sin restar veracidad a las palabras de lord Bumblebee, le parecía inverosímil que un agente del servicio secreto soviético se ocupara de alguien tan insignificante como él desde el punto de vista político. Y aun cuando se cruzasen sus caminos, nada podía ocurrir en pleno día y en medio del gentío de una calle céntrica. De las provisiones compradas la tarde anterior ya no quedaba nada. Por si los problemas a que había de enfrentarse fueran pocos, ahora tenía una boca más que alimentar.
Al pisar la acera se alegró de haber tomado aquella decisión y tuvo la sensación de dejar las preocupaciones en los sombríos recovecos del vestíbulo del hotel. Sólo al desembocar en la plaza de Santa Ana percibió el cambio atmosférico ocurrido en las últimas horas. En aquella parte de Madrid, carente de árboles y plantas, la llegada de la primavera se manifestaba en el aire y los colores, como si se tratara de un cambio anímico. Nada malo podía pasarle bajo aquel cielo resplandeciente que arropaba a la ciudad y a quienes discurrían por ella.