Después de desayunarse un café y un bollo y, llevado por la efervescencia primaveral, echó a andar y una vez más se encontró, casi sin proponérselo, delante del Museo del Prado. Si había de abandonar pronto Madrid, no quería hacerlo sin despedirse de sus queridos cuadros. Mientras subía la empinada escalera le asaltó una idea descorazonadora: tal vez aquélla fuera la última oportunidad de contemplar unas obras de arte en cuya compañía había pasado momentos de éxtasis. Si la locura que fermentaba en todos los sectores de la sociedad española degeneraba en el enfrentamiento armado que vaticinaban todos, ¿quién podía asegurar que los innumerables tesoros artísticos repartidos por todo el país no sucumbirían a la vorágine?
Agobiado por este sombrío pensamiento recorría las salas del museo sin advenir que un individuo enfundado en un macfarlán y tocado con un sombrerito tirolés le seguía a distancia, ocultándose en un recodo o tras una columna si el objeto de su persecución se detenía ante alguna de las pinturas expuestas. Era una precaución justificada, porque a aquella hora no había ningún otro visitante en todo el museo, pero también era una precaución innecesaria, porque Anthony no prestaba atención ni siquiera a las obras sobre las que posaba la mirada. Sólo al avistar el primer cuadro de Velázquez dejó de lado sus reflexiones y concentró toda su atención en los cuadros. Esta vez le atrajeron con fuerza irresistible dos personajes singulares.
Diego de Acedo, apodado El Primo, y Francisco Lezcano habrían gozado en este mundo de un rango igual o inferior al de los perros si Velázquez no los hubiera hecho entrar en la inmortalidad por la puerta grande. Acedo y Lezcano eran dos enanos adscritos al nutrido elenco de bufones de la corte de Felipe IV. Los cuadros en que aparecen son grandes, de un metro de alto por ochenta y cinco centímetros de ancho. Los retratos de las infantas Margarita y María Teresa miden lo mismo. Y también es idéntica la mirada del pintor sobre sus modelos, sean infantas o enanos: humana, sin halago ni compasión. Velázquez no es Dios y no se siente llamado a juzgar un mundo que ya ha encontrado hecho y sin remedio; su misión se ciñe a reproducirlo tal cual es, y a eso se aplica.
Obviamente Lezcano padece idiocia; probablemente Acedo también. A pesar de sus escasas luces, o quizá para resaltar el hecho, los dos bufones hacen cosas que requieren un mínimo de inteligencia y de aprendizaje, dos cualidades de las que carecen: El Primo sostiene un libro abierto casi tan voluminoso como él mismo; Lezcano coge un mazo de cartas como si fuera a repartir juego. La página abierta del libro de Acedo parece escrita e incluso ilustrada, pero sólo es un truco habitual en Velázquez: vistos de cerca, letra y dibujo sólo son una mancha uniforme. Lo mismo ocurre con la baraja. Los bufones ocupan la mayor parte del lienzo; a la derecha de cada composición se ve el esbozo de la sierra de Guadarrama; la lejanía de las montañas y la ausencia de otros referentes sitúa a los enanos en el campo; la luz, a una hora tardía; el conjunto sugiere abandono. La majestad de las cumbres al fondo y, en primer plano, el paradigma de la pequeñez y el desvalimiento.
Anthony está tan cautivado por estos personajes que sin darse cuenta mueve los labios como si conversara con ellos. En este momento Acedo y Lezcano se le antojan los únicos seres capacitados para comprender y compartir su tristeza ante la inminencia de una catástrofe que destruirá todo lo que encuentre a su paso, empezando por lo bello y lo noble, y que no tendrá piedad de los débiles. Este no es mi país, murmura el inglés mirando, ora al uno ora al otro, y sería absurdo unir mi suerte a la de una gente que no cuenta conmigo, que ni siquiera sabe de mi existencia. No se puede tachar de huida lo que sólo es una juiciosa retirada.
Los enanos no contestan. Miran hacia delante, pero no al espectador, sino a otra cosa, seguramente al propio Velázquez que los está pintando, quizás al infinito. Esta indiferencia no sorprende a Anthony, que no esperaba más. Para él los enanos representan al pueblo de Madrid, compañeros mudos en un viaje al abismo.
Cuando da media vuelta para dirigirse a la salida, todavía sumergido en el mundo paralelo de la pintura, advierte que un hombre enfundado en un macfarlán y tocado con un sombrerito tirolés viene hacia él con paso decidido. Esto le hace descender de golpe a la realidad: sin duda es el taimado Kolia el que se le echa encima con intenciones criminales. Como en una pesadilla, el terror le paraliza las piernas, quiere gritar y ningún sonido le sale de la garganta; el instinto de conservación le hace levantar los brazos y agitarlos sin ton ni son para protegerse y repeler la agresión. Ante esta reacción, el otro se detiene asustado, se quita cortésmente el sombrero y en un inglés afectado exclama:
– ¡Por el amor de Dios, Whitelands! ¿Se ha vuelto loco?
El pánico dejó paso al asombro en el ánimo de Anthony.
– ¿Garrigaw? ¿Edwin Garrigaw?
– No sabía cómo localizarle y no quería recurrir a instancias oficiales, de modo que vine al museo convencido de encontrarle aquí tarde o temprano. Y en el peor de los casos, me dije, qué demonios, una visita al Prado bien vale las molestias del viaje.
Pasada la sorpresa, Anthony fue presa de una rabia sorda.
– No esperará un recibimiento cálido -masculló.
El viejo curador se encogió de hombros.
– Tratándose de usted, no espero nada. No obstante, debería estarme agradecido -y señalando a los bufones agregó-: ¿No podríamos hablar sin la presencia de estos desventurados? Me hospedo a dos pasos de aquí, en el Palace. Allí estaremos tranquilos y cómodos.
Anthony dudaba. Por su gusto, habría enviado a la porra al presuntuoso entrometido, pero el sentido común le disuadía de granjearse la enemistad de una autoridad mundial en la materia, capaz de proporcionarle grandes beneficios y también de causarle muchos problemas. Tras una breve reflexión hizo un ademán de agria resignación y echó a andar hacia la salida seguido del viejo curador. Cruzaron el Paseo del Prado sin despegar los labios. En la suntuosa rotonda buscaron un rincón aislado, se despojaron de las prendas de abrigo, se apoltronaron en sendas butacas y prolongaron el tenso silencio hasta que el viejo curador dijo a media voz:
– Por Júpiter, Whitelands, deponga de una vez su maldita suspicacia. ¿De veras cree que quiero robarle el mérito del descubrimiento? Recapacite, soy conservador de la National Gallery, soy una personalidad, si me permite la inmodestia, de renombre universal y me falta muy poco para retirarme. ¿Comprometería la reputación de toda una vida por una aventura de incierto resultado y, si me permite decirlo, de dudosa legalidad? Y si decidiera cometer semejante desatino, ¿vendría expresamente a buscarle para ponerle al corriente de mis intenciones?
Anthony esperó unos instantes para responder. Al otro extremo del salón, los melosos acordes de un arpa envolvían el murmullo de las conversaciones.
– No sea hipócrita, Garrigaw -dijo al fin con fría calma-. ¿Pretende hacerme creer que ha dejado su despacho en Trafalgar Square y su té en el Savoy para meterse en este avispero con la única finalidad de hablar conmigo sobre un cuadro que ni siquiera ha visto? No me haga reír. Usted ha venido para llevarse un trozo del pastel, si no el pastel entero, y ha acudido a mí porque soy la única persona que puede llevarle hasta donde está oculto el Velázquez. Por suerte tuve la prudencia de no decírselo en la carta. De lo contrario…
Se les acercó un camarero por si deseaban tomar algo. Edwin Garrigaw pidió un café y Anthony no quiso nada. Cuando se fue el camarero, el viejo curador adoptó una actitud dolida.
– Siempre ha sido usted un tipo atravesado, Whitelands -dijo sin encono, como quien describe las características de un mueble-. Cuando era estudiante ya lo era y ese rasgo se le ha acentuado con la edad. Y con la falta de éxito profesional, si no le molesta que se lo diga. Entienda bien esto: yo no quiero tener ninguna relación con ese cuadro. Es falso, Whitelands, falso. No digo que se trate de una falsificación ni de un fraude deliberado: quizá los actuales propietarios lo tienen por auténtico, quizás están obrando de buena fe. Pero el cuadro no es un Velázquez. Yo no he dejado mi rutina para venir a robarle nada, Whitelands. Hace unos días un miembro de nuestra Embajada en Madrid me telefoneó para referirme el caso y me leyó una carta escrita de su puño y letra. De inmediato me puse en camino con un solo propósito: evitar que cometa usted un disparate irreparable. Porque a pesar de sus defectos personales y de su ingenuidad, yo le considero un profesional de cierta valía, y no quiero ver su carrera arruinada y a usted convertido en el hazmerreír del mundo académico. Puede creerme o no, pero le estoy diciendo la verdad. Yo amo nuestra profesión, Whitelands, le he dedicado toda mi vida; el arte ha sido y sigue siendo mi alegría y mi razón de ser. Y aunque nunca he rehuido la polémica, también amo a mis compañeros de profesión. Ustedes son mi familia, mi…