La emoción producida por sus propias palabras le atenazó la garganta y le impidió seguir. Para ocultar su confusión, sacó un pañuelo carmesí del bolsillo superior de la americana y se dio unos toques en la frente, el mentón y las mejillas. Luego examinó con interés los efectos de esta operación en el pañuelo.
– El clima de Madrid cuartea el maquillaje -aclaró mientras plegaba el pañuelo y lo volvía a colocar en su sitio-. Demasiado seco. También cuartea la pintura. Espero que haya tenido en cuenta este dato.
Volvió el camarero con una bandeja en la que había una taza de moka, una jarrita de leche, un azucarero, una cucharilla, una servilleta de hilo y un vaso de sifón. Garrigaw sonrió satisfecho y Anthony, arrepentido de su temperancia, aprovechó la presencia del camarero para pedir un whisky con soda. Luego, mientras el viejo curador succionaba el café con delicados mohines, dijo:
– Usted no lo ha visto. El cuadro, quiero decir. Usted no ha visto el cuadro, y yo sí.
El viejo curador se enjugó las comisuras de los labios con remilgos de damisela antes de responder.
– No me hace falta. Soy perro viejo y he conocido casos similares. El diablo está apostado en las encrucijadas de los caminos y ofrece maravillas a los viajeros dispuestos a venderle su alma. Al final todo acaba en un triste engaño. Engañar está en la naturaleza del diablo. Yo he sentido las mismas tentaciones; también ante mis ojos desplegó Mefistófeles su rutilante mercancía. Humo y ceniza, Whitelands, humo y ceniza.
– Pero usted no ha visto el cuadro -insistió Anthony sin tanta convicción.
– Justamente por eso sé que es falso, y por eso estoy aquí. Si lo hubiera visto, quizás habría sido fulminado por el brillo cegador de la falsedad, como usted. Lo más fácil del mundo es ver lo que uno desea ver. Si no fuera así, los hombres no se casarían con las mujeres y la Humanidad se habría extinguido hace milenios. Darwin lo vio claro. Ay, Whitelands, Whitelands, ¿cuántos ejemplos podríamos citar, cuántos de nuestros colegas, los más templados e incorruptibles no se han ganado el descrédito por culpa de un deseo irresistible? ¡Cuánta atribución precipitada! ¡Cuánta datación errónea! ¡Cuánta interpretación simbólica, cuántas revelaciones ocultas en un detalle del paisaje, en un pliegue del manto de la Virgen! ¡El desmedido afán de descubrir e interpretar lo que, por definición, es misterio y ambigüedad!
Echó el cuerpo hacia delante y dio unas palmaditas en la rodilla de Anthony, en un gesto a la vez burlón y paternal.
– Desengáñese, Whitelands, en la apreciación de una obra de arte, el 50 % se corresponde con la realidad; el otro 50 % lo integran nuestros gustos, nuestros prejuicios, nuestra educación y, sobre todo, las circunstancias. Y si no estamos en presencia de la obra e interviene la memoria, el peso de la realidad se reduce a un mero 10%. La memoria es flaca, idealiza, es negligente, los recuerdos se intercambian datos entre sí. Para el aficionado, estas variaciones no tienen importancia; incluso es posible que el subjetivismo forme parte esencial de las artes plásticas. Pero nosotros somos profesionales, Whitelands, y hemos de luchar contra los engaños de la emoción. Nuestra función no consiste en hacer descubrimientos sensacionales, ni siquiera en interpretar o valorar. Nuestra función se limita a analizar las telas, los pigmentos, los bastidores, el craquelado, las escrituras de compraventa, en definitiva, todo lo que pueda servir para fijar la realidad y evitar el caos.
Volvió a retreparse en su butaca, juntó las yemas de los dedos y prosiguió:
– Hace un rato, en el Prado, le he estado observando. Estaba lejos, la luz era tenue y mis ojos no son los de antaño, pero aun así, estoy convencido de haberle visto dialogar con Diego de Acedo y con Francisco Lezcano. No seré yo quien se lo reproche. Muchas veces he abierto mi corazón a las imágenes pintadas, con más sinceridad y emoción de la que pueden esperar de mí los hombres y los ángeles; he llorado delante de algunos cuadros, no por emoción estética, sino como desahogo del alma, como confesión, como psicoterapia, como lo que sea. Nada hay de malo en ello, mientras sepamos lo que son estas expansiones momentáneas. Luego, a la hora de la verdad, la emoción ha de guardarse bajo llave, confiar sólo en los hechos, en las comprobaciones de primera mano, en el cotejo… ¿En qué condiciones ha visto ese cuadro, Whitelands? ¿Solo o acompañado? ¿Varias horas, unos minutos solamente? ¿Qué documentación ha manejado? ¿Y qué me dice de los rayos-x? Nadie puede atreverse a teorizar en los tiempos modernos sin haber recurrido a los rayos-x. ¿Lo ha hecho usted? No diga nada, Whitelands, conozco la respuesta a estas preguntas. ¿Y todavía insiste en llevarme la contraria?
Había llegado el whisky y Anthony bebió dos tragos generosos. Animado por esta ingestión, dijo:
– Yo no le llevo la contraria, Garrigaw. Es usted el que ha venido desde Londres para someterme a esta especie de lobotomía académica disfrazada de rigor y método. En cuanto a sus preguntas, le diré algo: yo puedo responderlas bien o mal, pero usted no, porque no ha visto el cuadro y da palos de ciego. Por su boca no habla la prudencia ni la experiencia, y mucho menos el compañerismo. Por su boca habla únicamente el miedo a que yo consiga un triunfo que deje en ridículo su larga carrera de arribismo, charlatanería y zancadilleo. Para eso ha venido hasta aquí, Garrigaw, para obstaculizar mi labor y, si no puede, para asociarse al descubrimiento y robarme una parte de algo que sólo me pertenece a mí.
El viejo curador frunció los labios, levantó las cejas con aire divertido y emitió un suave silbido.
– ¿Se ha desahogado ya, Whitelands
– Sí.
– Gracias a Dios. Ahora descríbame el cuadro.
– ¿Por qué habría de hacerlo?
– Porque soy la única persona que puede entenderlo y usted se muere de ganas de hablar de su jodida pintura. En este momento me necesita más usted a mí que yo a usted. Hasta ahora ha aflorado su nerviosismo. Es natural. Yo en su lugar también me estaría subiendo por las paredes.
La flema del viejo curador transformó el crispado pugilato en la antigua relación de maestro y discípulo.
– Un metro treinta de alto por ochenta de ancho. Fondo ocre oscuro, sin paisaje ni otro elemento adicional. En el centro, un desnudo femenino, ligeramente ladeado hacia la izquierda. La mano derecha sostiene una tela azul a la altura del regazo. La postura recuerda en algo la Dánae de Tiziano, que Velázquez pudo ver en Florencia en su primer viaje a Italia. Las facciones de la mujer están claramente definidas y no coinciden con las de ninguna de las modelos utilizadas por Velázquez. La paleta es idéntica a la utilizada para la Venus de Rokeby y sin duda se trata de la misma mujer.
– ¿La amante de don Gaspar Gómez de Haro?
– O su esposa.