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– ¿Está bromeando, Whitelands?

– Siempre se ha dicho que la Venus del cuadro podría haber sido la esposa de Gómez de Haro, doña Antonia de la Cerda, y que por eso Velázquez veló el rostro reflejado en el espejo.

– ¡Por favor! ¡Esa teoría es el fruto de mentes calenturientas! Ningún noble, y menos español, permitiría a su legítima esposa posar desnuda ni encargaría semejante cuadro. No hay precedentes…

– Ninguna conducta humana necesita precedentes para ser posible. Tampoco había precedentes de un pintor como Velázquez.

– Ya veo adonde quiere ir a parar: el pintor enamorado de la modelo, un cuadro clandestino, amores imposibles, venganzas, en definitiva, novelerías. ¿Tan bajo está dispuesto a caer para conseguir un poco de renombre? Estamos entre colegas. Whitelands, a mi no trate de venderme esa baratija.

– Mi teoría no es descabellada -replicó Anthony, que en esta ocasión decidió pasar por alto los insultos y aprovechar los conocimientos de su interlocutor-. La sociedad española del Siglo de Oro era mucho más liberal que la sociedad inglesa; nada que ver con la sombría imagen que nos ha legado la leyenda negra. España estaba más cerca de Italia que de cualquier otro país. Las comedias de Lope de Vega o de Tirso de Molina o el mismo Quijote nos muestran unas costumbres muy poco estrictas e incluso el bárbaro honor calderoniano es un reconocimiento implícito de la fragilidad, la temeridad y la fogosidad de las mujeres. Si hemos de creer en la literatura de la época, en España las mujeres eran cultas y decididas; no les arredraba la idea de emprender arriesgadas correrías disfrazadas de hombres. En mi opinión, los hechos se producen de la siguiente manera: un noble libertino, casado con una mujer inteligente y muy poco convencional, encarga un cuadro de tema mitológico, pero en el fondo un desnudo femenino sensual y desinhibido. El cuadro nunca ha de salir de los aposentos privados de don Gaspar, por lo que su esposa no tiene inconveniente en participar del juego. No hemos de descartar que ella pueda ser cómplice del libertinaje de su esposo en vez de una virtuosa y resignada víctima. Al fin y al cabo, se trata de Velázquez; ser retratada por él no sólo halaga su vanidad, sino que le garantiza un lugar preeminente en la Historia del Arte. Si la Venus de Rokeby es realmente doña Antonia de la Cerda, hasta usted deberá convenir en que se trata de una mujer de extraordinaria belleza, y no precisamente mojigata. No perdamos el hilo. Entre doña Antonia de la Cerda y el pintor surge una poderosa atracción mutua. En secreto, Velázquez pinta un segundo desnudo, esta vez sin ocultar el rostro de la modelo. Es el único modo de poseer para siempre a la mujer que ama, de prolongar una relación condenada a la fugacidad. Para evitar complicaciones, se va a Italia y se lleva consigo el cuadro. Si lo dejara en Madrid alguien podría descubrirlo. Dos años más tarde, el Rey reclama a su pintor y Velázquez regresa a España. El cuadro se queda en Italia. Más tarde un cardenal español lo adquiere y lo repatría. El cuadro permanece oculto en medio de un nutrido patrimonio familiar, pasa de generación en generación y ahora reaparece. ¿Qué hay de inverosímil en la historia?

– De inverosímil, nada; de real, muy poco. Todo es fruto de su imaginación. Podría haber sucedido esto o algo diametralmente opuesto; el cuadro podría haber sido pintado por otro pintor, quizá Martínez del Mazo.

Anthony negó con la cabeza: ya había considerado y descartado esta posibilidad. Juan Bautista Martínez del Mazo nació en Cuenca en 1605, fue el mejor discípulo y ayudante de Velázquez y se casó con Francisca, la hija de éste, en 1633. A la muerte de Velázquez fue nombrado pintor de cámara. A menudo las obras de Martínez del Mazo fueron atribuidas a Velázquez. El propio Anthony había escrito un artículo analizando las diferencias entre ambos pintores.

El viejo curador se encogió de hombros.

– Más no estoy dispuesto a concederle. Ni a discutir tampoco: tal como le veo, es inútil tratar de convencerle. Dejemos el asunto en suspenso. He venido por usted, pero oír sus disparates no es lo único que puedo hacer en Madrid. Me quedaré unos días, consultaré documentación, visitaré amigos y colegas, puede que me llegue a Toledo o a El Escorial, y trataré de ver una novillada: me pirro por los banderilleros. Si quiere algo de mí, deje recado en recepción. Sé que lo hará.

Capítulo 27

Al salir del Palace, Anthony Whitelands distinguió brotes verdes en las ramas de los árboles de hoja caduca. Esta delicada proclamación de la primavera le produjo una absurda irritación: cualquier excusa le era válida para exteriorizar la zozobra en que le había sumido la charla con Edwin Garrigaw, no tanto por los insultos recibidos como por la innegable mella que habían hecho en sus convicciones los argumentos del viejo curador. Sin embargo, en el punió en que se encontraba no podía permitirse debilidades y menos contemplar la posibilidad de una renuncia. Si por temor a cometer un aparatoso error abandonaba la empresa, ¿qué podía esperar? La vuelta a la insatisfacción en el reducido horizonte de la vida académica, con sus tediosos trabajos y sus sórdidas rivalidades. Tanto valor se requería para seguir adelante como para echarse atrás. Por no hablar del temor a que el astuto Garrigaw asumiera el riesgo que le aconsejaba evitar y acabara alzándose con el triunfo. Porque, no había que engañarse, en circunstancias normales, Edwin Garrigaw y no Anthony Whitelands habría sido la persona idónea para dictaminar sobre la autenticidad y el valor de un cuadro de tanta importancia. Sólo la turbulenta situación política de España y, sobre todo, la vieja enemistad entre el repulgado y displicente Garrigaw y el tortuoso Pedro Teacher hacía que la elección hubiera recaído en un experto de segunda fila. Sin duda por este motivo, tan pronto tuvo conocimiento de la usurpación, Garrigaw había viajado a Madrid dispuesto a utilizar su prestigio y sus mañas para recobrar el protagonismo perdido. Pero no se saldría con la suya, juró Anthony para sus adentros.

Con este firme propósito y con una abultada bolsa de comida comprada en la misma tienda de ultramarinos del día anterior, entró en el vestíbulo del hotel y pidió la llave de la habitación.

– Se la he dado a la señorita -dijo el recepcionista-. Le está esperando arriba.

Anthony no reparó en el tono respetuoso del recepcionista y en el uso del término señorita para referirse a la Toñina, a la que supuso de regreso, cumplidas sus obligaciones maternales y decidida a no separarse de él ni un minuto más de lo imprescindible. Pero cuando llamó con los nudillos a la puerta sosteniendo en precario equilibrio el paquete, la que le abrió fue Paquita del Valle, marquesa de Cornellá.

– Buenos días, señor Whitelands -dijo ella, divertida al comprobar el efecto producido por su presencia-. Disculpe mi atrevimiento. Quería hablar con usted y no me pareció adecuado esperarle en el vestíbulo, expuesta a la curiosidad de la gente. El recepcionista tuvo la gentileza de entregarme la llave. Si le molesto, sólo tiene que decirlo y me iré.

– De ningún modo, no faltaría más -balbuceó el inglés mientras depositaba la bolsa de víveres en la mesa, y colgaba el abrigo y el sombrero de la percha-. La verdad es que no esperaba… Algo me dijo el recepcionista, pero no pensé en usted, como es natural…

La joven se había colocado contra la ventana. A la nítida luz del mediodía primaveral se dibujaba su perfil y lanzaba destellos su cabellera ondulada.

– ¿Quién pensó que era?

– Oh, nadie. Sólo que… últimamente he recibido visitas inesperadas con harta frecuencia. Ya sabe: la policía, funcionarios de la Embajada… Entre todos me están volviendo tarumba, si la expresión es correcta.

Mientras recorría con la mirada el desolado paisaje de aquel cuchitril, Anthony recordaba el suntuoso salón del hotel Palace e imaginaba con dolorosa precisión la amplitud, la elegancia y el confort de sus habitaciones, y una vez más se le hacía patente la inferioridad de condiciones con que debía enfrentarse a los momentos decisivos de su vida.