– No tengas miedo por la niña, Justa -le había dicho Higinio Zamora a la comadre cuando la puso al corriente de su conversación con Anthony Whitelands-. El inglés es un buen hombre, y si al pronto la maltrata y la pega, después con más motivo se ocupará de ella.
A lo que la Justa dio su aquiescencia sin reservas, llevada de su fe en la sabiduría de Higinio Zamora Zamorano, el cual subía ahora muy ufano la tenebrosa escalera y llamaba a la puerta con alegre repiqueteo de nudillos, mientras con la otra mano sostenía un ramillete de violetas comprado a una florista callejera. De inmediato abrió la Justa y esta prontitud y la actitud de ella más que su rostro, invisible en la oscuridad del descansillo, le pusieron instintivamente en guardia.
– Tienes visita, Higinio -dijo la mujerona ladeando la cabeza y escondiendo las manos en los pliegues de su harapienta bata de percal.
Higinio entró y miró con desconfianza a la persona que, alejada de las insalubres emanaciones del brasero, le observaba fijamente desde el extremo opuesto de la sala.
– Soy Kolia -dijo la visita.
El Higinio y la Justa cruzaron miradas cautelosas.
Capítulo 28
Al otro extremo del arco inconmensurable que la separa del pueblo llano -y aún más de la subespecie del proletariado urbano, su enemigo natural-, preside el comportamiento de la rancia aristocracia una filosofía adaptativa no más profunda ni mejor trenzada, pero tan eficaz como la tosca deontología que rige el de su contraparte. Tan marcada como ésta por las circunstancias de su nacimiento, pesa sobre la nobleza una servidumbre ineludible que le impide reflexionar sobre su conducta, sobre sí misma y sobre el mundo, si las tres cosas no son una sola. Pero si pudiera reflexionar, tampoco podría cambiar ni las ideas recibidas ni su forma de vida. Con abnegación ha de sacrificar sus mejores cualidades en el altar la irracionalidad, el inmovilismo y la incuria, que la han puesto y la mantienen donde está, y cultivar con férrea disciplina unos defectos que afianzan su posición en la medida en que es su posición lo que le permite cultivarlos. Indómita sin dueño y caprichosa sin elección, la irresponsabilidad que preside sus actos la hace vivir sumida en la indecisión: sus iniciativas no conducen a nada, sus pensamientos desembocan sin remedio en la frivolidad y sus pasiones, exoneradas de consecuencias, se reducen a vicios.
Don Álvaro del Valle, duque de la Igualada, marqués de Oran, de Valdivia y Caravaca y grande de España, siente sobre sus hombros este legado abrumador al haber de enfrentarse a una disyuntiva histórica. Como no carece de inteligencia ni de imaginación ni de temple, y dispone de elementos de juicio, urde maniobras y maquina intrigas, pero en fin de cuentas el determinismo de su posición social lo devuelve a su lugar y le obliga a componer ante sí y ante el mundo la figura bobalicona de quien ha perdido todo vínculo con su tiempo y con su realidad.
Con este sentimiento mira por la ventana del gabinete, y el jardín, como si quisiera ofrecerle consuelo en la tribulación, muestra los brotes tiernos en las hojas. Sin dejar de mirar por la ventana, el duque murmura:
– Lo que me pedís atenta contra mi conciencia.
Esta declaración es recibida en silencio por los tres hombres que tiene a su espalda. Como si hubiera sabido de antemano lo inútil de su misión, uno de los hombres se inhibe. Otro mira expectante a quien hasta ahora ha llevado la voz cantante. Este dice en el tono comprensivo que viene empleando desde el principio de la reunión:
– A veces la patria pide estos sacrificios, Álvaro.
El que habla frisa la cincuentena, es alto, de porte distinguido, facciones toscas pero inteligentes. La mirada profunda y unas gafas de aro metálico le dan un aire de intelectual, y en cierto modo, lo es. Militar de profesión, cuando el gobierno de la República le apartó del Ejército sin un motivo real, se ganó la vida colaborando en varios periódicos y escribió un manual de ajedrez que mereció el elogio de los entendidos y el favor de los aficionados. Luego fue rehabilitado y desempeñó cargos de importancia en España y en el Protectorado. Aunque no tiene un pasado golpista, no goza de la confianza del presidente del Gobierno, que lo ha destinado a Pamplona para tenerlo lejos de Madrid. El duque de la Igualada y él son viejos amigos y como amigos han ventilado sus desavenencias políticas con vehemencia y respeto mutuo. Fue él quien unos días atrás llamó al duque desde Pamplona para preguntar si eran ciertos los rumores que le habían llegado. Sorprendido, el duque se limitó a darle la versión oficial.
– Estoy tratando de realizar algunos bienes para disponer de liquidez si he de poner a salvo a mi familia.
– No es eso lo que me han contado, Alvarito.
Después de este breve diálogo, el duque pensó que si estallaba un conflicto, estaría indispuesto con los unos y con los otros y decidió aplazar la venta del cuadro, con gran desconcierto de Anthony Whitelands. Ahora el general, aprovechando un viaje relámpago a Madrid, visita al atribulado duque con otros dos generales de renombre para sonsacarle y llamarle al orden. El duque se resistía sin presentar batalla. Ante su tenaz silencio, otro general reformula el ruego en términos castrenses.
– Lo que se ha de hacer, se hace. Y punto.
Desde el principio de la reunión, este general se ha mantenido distante, seco. No oculta su nerviosismo ante tanto miramiento y en el tono exasperado de la voz hay una vaga amenaza. Sin embargo, cuando le conviene, nadie sabe actuar con tanta parsimonia. Está en Madrid, como los otros, para asistir a un cónclave de generales; para ello ha hecho un largo viaje, porque desde hace poco el Gobierno que preside Azaña lo ha destinado a Canarias. Luego, en el transcurso de la reunión, no ha dicho casi nada y cuando ha intervenido ha sido para enfriar los ánimos, recomendar cautela, dudar de la oportunidad de pasar de las palabras a los hechos. Es el más joven de todos y el menos marcial. Bajo, tripudo, con una calvicie incipiente, tiene la cara fláccida y la voz atiplada. No fuma, no bebe, no juega y no es mujeriego. El que, pese a todo, goce de un enorme prestigio en el Ejército y fuera de él dice mucho de sus cualidades profesionales. Azaña siempre contó con él por su extraordinaria capacidad de organización y por considerar que, no obstante su profundo conservadurismo, un puntilloso sentido del deber le impedirá actuar contra la República. Y así ha sido hasta el día de hoy: varias veces le han propuesto sumarse a proyectos golpistas y otras tantas se ha negado o, por lo menos, no ha dado su conformidad de un modo explícito. Su cautela, que contrasta con su valor y decisión en el combate, exaspera a sus compañeros de armas en la misma medida en que lo necesitan. Unos y otros están de acuerdo en que hay que contar con él; el problema es que nadie sabe si realmente se puede contar con él y hasta qué punto. Sea como sea, todos han tratado y siguen tratando hasta el último minuto de atraerlo a su causa. Hasta los falangistas, que aborrecen su estilo prosaico y su aparente falta de ideales, le han hecho llegar proposiciones a través de personas de confianza, con resultados decepcionantes: no ha respondido a los falangistas y se ha indispuesto con el intermediario por meterse donde nadie le llama. El no escucha proposiciones ni las hace. Da órdenes, cumple las que le dan y dice que lo demás no le incumbe. Por si cambia de opinión lo han enviado al lugar más remoto y tranquilo de la revuelta geografía española. El se muestra conforme y hasta contento, pero es posible que en su fuero interno ya haya sentenciado a quienes pretenden excluirlo de la vida política.