El primer general trata de dulcificar el diálogo.
– No es sólo el dinero, Alvarito, sino el prestigio social de nuestras acciones, caso de producirse… Tú eres un prócer.
Al oír estas relamidas muestras de deferencia, el tercer general, despatarrado en el sofá, emite un chasquido burlón. De porte distinguido y pulcro aspecto, es lo opuesto a su rollizo camarada: temperamental, revoltoso, juerguista, de ingenio corrosivo. De mayor edad que los otros dos, a los que tiene en poco, también él ha hecho carrera en África, pero se formó a la sombra de la feroz guerra de Cuba. Considera pueril, por no decir afeminado, calcular el coste de una acción en términos de esfuerzo o de bajas. Para tenerlo entretenido y contento, el Gobierno anterior lo nombró Inspector General de Carabineros, un cargo con buen sueldo y poco trabajo, en el desempeño del cual viaja por toda España, lo que, unido a su carácter fácil y jaranero, lo ha convertido en el enlace ideal entre los militares dispersos.
Ahora los tres se han reunido de tapadillo en Madrid con otros generales para tomar una determinación y, según sea ésta, coordinar movimientos y fijar fechas. Pero la reunión sólo ha servido para poner de manifiesto sus diferencias. Casi todos están de acuerdo en la necesidad de una intervención militar que ponga fin al caos imperante, impida la desintegración del Estado español y prevenga la conjura roja orquestada por Moscú. Pero a partir de ahí las opiniones divergen. Muchos son partidarios de no esperar más; cuanto más se demore el inevitable levantamiento, más preparado estará el enemigo. Una minoría se opone por juzgarlo precipitado. Sobre todos pesa el recuerdo del general Sanjurjo, que se sublevó un par de años antes y todavía vive exiliado en Portugal.
Un golpe de Estado no es cosa fácil. En primer lugar, no se puede contar con la unidad interna del Ejército: algunos generales son republicanos convencidos; otros no lo son, pero su código del honor les impide sublevarse contra un Gobierno legitimado por las urnas. Muchos oficiales y cuadros medios, con mando en plaza, son de izquierdas o simpatizan con sectores de la izquierda. Por último, no se puede contar a ciegas con la obediencia de la tropa, ni con la aptitud de un atajo de caloyos sin experiencia en combate. A estos problemas ven solución fácil los africanistas: el golpe de Estado lo dará la Legión y, si hace falta, se traerá de Marruecos a los Regulares; los moros son leales y estarán encantados de hacer una guerra colonial al revés. Sin embargo, este recurso no soluciona el aspecto más grave de la cuestión. Los frecuentes pronunciamientos del siglo XIX tuvieron como escenario una España agrícola, por no decir feudal, con una población aislada, ignorante e indiferente a la política. Hoy es todo lo contrario. Si el golpe encuentra resistencia armada y desemboca en una verdadera guerra civil, un ejército unido y competente sin duda ganará batallas en campo abierto, pero no podrá controlar las ciudades y los centros industriales, sobre todo si, como parece, la Guardia Civil y la Guardia de Asalto no se suman al levantamiento. Contra esta eventualidad habría que recurrir a los grupos irregulares de extrema derecha: son numerosos, tienen experiencia en la lucha callejera y están deseando entrar en acción. Pero los inconvenientes saltan a la vista: al no estar encuadrados en la estructura militar, los miembros de estos grupos obedecen a sus propios jefes y a nadie más. Uno de los generales presentes ha estado negociando con los tradicionalistas navarros y ha salido escarmentado. A cambio de su colaboración, los requetés pedían muchas cosas, unas razonables y otras fantásticas, y, por añadidura, los trabajosos acuerdos ni sirven ni duran a causa de las continuas disidencias en el seno del grupo. Finalmente ha llegado a la conclusión de que, aun persiguiendo objetivos comunes, estas organizaciones paramilitares, con mucha ideología y poca disciplina, son lo contrario del Ejército. Con todo, ha conseguido un principio de pacto con los requetés. Más difícil es la relación con la Falange. Ninguno de los militares presentes siente el menor aprecio por el partido y menos aún por su jefe, de cuyos labios han salido reiterados insultos a militares insignes por no haber apoyado en su día la Dictadura de Primo de Rivera. José Antonio considera al Ejército culpable por acción u omisión de la ruina de su padre y no tiene empacho en propagar su despecho de palabra y obra: años atrás, uno de los generales presentes recibió un puñetazo por esta causa en un lugar público, en presencia de testigos. El agresor fue expulsado del Ejército, pero el agredido todavía conserva muy vivo el escozor del agravio. Sin motivos de inquina personal, los otros dos generales consideran a José Antonio Primo de Rivera un mequetrefe, cuya ineptitud ha permitido que un grupo de señoritos saturados de poesía haya derivado en una banda de pistoleros descontrolados. Sin dinero ni apoyo social efectivo, si deciden sacar a la calle a los falangistas, habrá que proporcionarles armas, lo que supone un dispendio y un riesgo cierto, porque nada hace pensar que una vez cumplida su función, las escuadras estén dispuestas a dejarse desarmar. Por esta razón y por otras, los tres generales están ahora en el gabinete de trabajo de don Álvaro del Valle, duque de la Igualada, cuya participación tratan de granjearse con frases pomposas, halagos obsequiosos y coacciones veladas.
El señor duque se debate entre el escrúpulo y el cálculo. Después de darle tantas vueltas al asunto sólo faltaría acabar enfrentado a los dos bandos en discordia.
– Yo soy un hombre sencillo, Emilio -dice a su amigo en tono plañidero, para ganar tiempo-, un hombre del campo. En política me mueve el respeto a la tradición, el amor a España y la preocupación por los míos.
– Y eso te honra, Álvaro, pero la ocasión pide más. Nos lo pide a todos y a ti en particular: tú tienes un nombre y una posición. Tus títulos nobiliarios figuran desde hace siglos en el Almanaque de Gotha.
Sensible como el que más al brillo de los blasones, pero escandalizado al ver a un general de brigada dando coba a un civil, el general despatarrado levanta las cejas y vuelve a chascar la lengua. No entiende que su camarada no se humilla en vano: también en este terreno los tiempos han cambiado y, ante la amenaza larvada de los países fascistas, Inglaterra y Francia siguen con preocupación los acontecimientos de España y podrían intervenir en ellos directa o indirectamente. Una condena de la Sociedad de las Naciones lastraría el futuro del Estado surgido del golpe. Es de vital importancia acentuar el carácter conservador de los golpistas, desvincularse de la actitud expansionista de Alemania y de Italia, dejar claro que sólo les mueve el deseo de restablecer el orden. Obtener el apoyo de las familias más respetables y del clero no es una ceremonia palaciega, sino una maniobra estratégica previa a la batalla.
Pero la jugada del consumado ajedrecista no da resultado. El duque vuelve a mirar por la ventana: el viento agita las ramas de los árboles y en el horizonte se ven nubes negras: el tiempo cambiante de marzo. Tal vez su tosco camarada está en lo cierto, piensa el general, y a la hora de la verdad la diplomacia no sirve para nada; en tal caso, habrá que recurrir a las medidas extremas propias del caso y arrostrar las consecuencias. Y mientras aguarda la respuesta, confecciona mentalmente la lista de fusilamientos. El duque pide a Dios un milagro que le saque del atolladero, siquiera por un rato, y su plegaria surte un efecto inmediato. La doble puerta del gabinete se abre de golpe y entra la señora duquesa como un torbellino, se planta en mitad de la reunión y se da cuenta de su equivocación cuando ya es tarde para rectificar. A pesar de su aturdimiento, es la primera en reaccionar: inicia la retirada y murmura unas disculpas que ahogan los taconazos de los generales. El duque no desaprovecha la ocasión.