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– ¿Qué ocurre, Maruja? Algo muy grave será cuando entras como una exhalación, sin tocar antes. Como ves -agrega sin esperar la aclaración pedida, como si no le interesara-, estoy reunido. A Emilio ya lo conoces. Estos señores… le acompañan.

Queda claro que se abstiene de dar sus nombres y el viejo amigo de la familia besa la mano de la duquesa. De los otros dos, uno zanja el protocolo con una sobria inclinación; el tercero, fanfarrón, ordinario y galante, se atusa el bigote y dice con voz hueca:

– Aconsejábamos a su señor esposo dejar los asuntos de Estado en otras manos y dedicarse a cultivar las flores de su jardín para ofrecérselas a usted, señora duquesa.

Obtusa y dura de oído, la señora duquesa no entiende la patochada, pero intuye la intriga y el peligro que lleva aparejada y lanza a su marido una mirada de prevención que el duque interpreta correctamente: haz lo que dicen y diles que se vayan. Luego, en voz alta y con sonrisa mundana dice:

– Perdona, Álvaro. Y ustedes también. Sin mala intención y por una bobada he sido inoportuna. Sigan con lo suyo y hagan como que no me han visto.

Sale sin despedirse ni preguntar si desean tomar algo. Desde la puerta hace un ademán y una mueca coqueta para quitar toda importancia a su persona y cierra. Pero su intervención ha servido de catalizador. De los tres generales, Emilio Mola y Gonzalo Queipo de Llano se han quedado inermes. Sólo Francisco Franco continúa impertérrito, perdido en sus cavilaciones.

Capítulo 29

Ni amable ni desdeñoso, Kolia rechazó el vaso de cazalla que le ofrecía la Justa. Esta actitud casi lánguida, insólita en quien pasaba por ser un desalmado agente del NKVD, infundió más temor a Higinio Zamora Zamorano que cualquier muestra de saña.

– Yo me limité a cumplir lo que me habían dicho -dijo en tono casi suplicante-. Birlarle la cartera al inglés y entregársela a los británicos para que supieran de su presencia en Madrid. Luego él siguió frecuentando esta humilde casa. Está coladito por la niña.

El agente jugueteó con el ramito de violetas que Higinio había dejado en la mesa. Con su indiferencia cortó la descripción de la romántica quimera que Higinio se disponía a hacer.

– Y los de la Embajada, ¿cómo reaccionaron? -preguntó.

– Delante de mí, como si tal cosa. Lo natural. Con él se han entrevistado varias veces y le tienen vigilado. Cuando le llevaron preso a la Dirección General de Seguridad, les faltó tiempo para sacarlo del calabozo.

– No les interesa que hable más de la cuenta. Como a nosotros. Y de lo que vino a hacer, ¿qué se sabe?

– Un servidor, nada de nada. Vino por veinticuatro horas, como me dijo él mismo, y aquí sigue, sin intención de marcharse, según se echa de ver. Si las trabas se las ponen los ingleses o la poli, eso no se lo puedo decir.

– Puede haber más partes implicadas -murmuró el espía-. Lo mismo da. Lo importante es salir de la inacción. Hasta entonces, nada podemos hacer. ¿Por dónde anda?

Higinio sonrió satisfecho de poder regresar a su tema favorito.

– Mismamente, en el hotel, con la niña. Está coladito por ella.

La fría mirada del agente volvió a truncar el relato en sus inicios. No obstante, para demostrar lo fructífero de la maniobra, Higinio refirió la visita del joven falangista al inglés. La Toñina se había metido en el armario del cuarto, había oído toda la conversación y a la mañana siguiente se la había referido sin omitir detalle. También había fingido un desmayo para no inquietar al inglés. La niña era muy lista y con un poco de ayuda podría labrarse un porvenir en cualquier parte del mundo salvo en España. Kolia cortó de nuevo el discurso; había escuchado atentamente el relato de Higinio y luego se había sumido en una silenciosa reflexión. Al cabo de un rato se levantó y dio unos pasos por la mísera sala. Un intenso olor a col hervida proveniente del patio de luces se filtraba por los intersticios de la ventana. Con la misma languidez de antes, indicó a la Justa que saliera. Esta lo hizo después de envolver a Higinio en una mirada cargada de aprensión. Volvió a temblar el objeto del agorero aviso.

– Lo importante ahora -dijo el espía cuando se hubieron quedado solos- es dejarle cumplir su cometido. Eliminar los obstáculos a la venta de lo que sea.

– Pero yo creía…

– I.as cosas han cambiado. Ordenes de muy arriba. Y cuando el asunto esté resuelto, le damos el finiquito.

– ¿Al inglés? ¿De veras es necesario darle mulé? Él no tiene la culpa de nada.

El desalmado espía repitió el ademán decadente y se volvió a sentar.

– Una vez hecho el trabajo no nos sirve para nada; y sabe demasiado.

– No dirá nada, se lo garantizo: está coladito por la niña.

Kolia le dirigió una mirada fría y penetrante.

– ¿Y ella?-dijo-, ¿es de fiar?

– ¿La Toñina? ¡Por el amor de Dios! La Toñina hará lo que la digamos. -Más le vale.

Los dedos del espía habían ido deshojando el pomo de violetas, cuyos pétalos, esparcidos sobre el mantel de hule e iluminados por la débil bombilla suspendida de un grasiento cordón, le parecieron a Higinio un simulacro de camposanto.

– No habrá pensado… -susurró temblando como un azogado.

– Yo no pienso nada. Sólo ejecuto lo necesario. Y metete una cosa en la cabeza: nada de monsergas con el Comité Central. Cumple con tu deber y, cuando yo te diga, te encargas del inglés. No te será difíciclass="underline" él confía en ti. Si no tienes agallas, dímelo y buscaré quien lo haga. Pero no te vayas de la mu.

Al mismo tiempo, lejos de allí y sin la menor sospecha de la inapelable sentencia dictada contra él por el agente de la Lubianka, Anthony Whitelands hacía parar al taxi a cien metros del palacete, decidido a hacer el último trecho a pie, a resguardo de los árboles y plantas del frondoso Paseo de la Castellana. Todas las precauciones le parecían pocas si, como le enseñaba la experiencia, estaba en el centro de varios círculos concéntricos que le vigilaban a él y se vigilaban entre sí. Una vez ya le había sorprendido la guardia personal de José Antonio y sólo la intervención rápida y amistosa del Jefe había evitado un trágico final. Ahora, además, sabía que la Dirección General de Seguridad estrechaba el cerco en torno al duque de la Igualada y de quienquiera que tuviese relación con él o su familia. Pero todas estas consideraciones no estorbaban su determinación de hablar con Paquita y aclarar el malentendido.

La cautela se reveló apropiada: estacionados frente a la puerta del palacete había dos automóviles cuyos mecánicos fumaban y charlaban en la acera. Tanto los vehículos como la catadura de los individuos le hicieron descartar que fueran falangistas o que pertenecieran a las fuerzas de seguridad. Imaginar nuevos actores en aquel confuso drama le produjo vértigo, de modo que dejó la reflexión para más tarde y reanudó el avance subrepticio. Un rodeo le permitió alcanzar la callejuela lateral sin llamar la atención de los mecánicos. Una vez allí, fue rozando el muro hasta dar con la puerta de hierro. Probó de abrirla y la encontró cerrada con llave. La altura del muro le impedía vislumbrar el jardín y la casa, pero aferrándose a los salientes de la piedra logró encaramarse y asomar la cabeza por la parte superior. El jardín estaba desierto. En la ventana del gabinete distinguió la silueta del duque. Para no ser visto se soltó rápidamente y en la caída se arañó la mano derecha con la superficie rugosa del muro. Se anudó el pañuelo en la mano para restañar la sangre que manaba del rasguño y se adentró en la callejuela en busca de otro punto de observación. Una zona más umbría del jardín le permitió escalar de nuevo el muro y otear el interior protegido de la curiosidad ajena por unos cipreses. Desde allí veía la fachada trasera del palacete, cuya puerta daba acceso a la parte más privada del jardín: una escalinata descendía hasta un rectángulo pavimentado donde una pérgola destinada a proporcionar sombra en los meses calurosos albergaba una mesa de mármol y media docena de sillas de hierro forjado. La desnudez invernal de la parra y el abandono del mobiliario estival daban al rincón un aire melancólico.