En este escenario hizo su aparición repentina Paquita, que salía precipitadamente de la casa por la puerta posterior. La coincidencia de esta aparición con el propósito de su incursión sobresaltó al inglés, que se esforzó por obtener una mejor visibilidad sin revelar su presencia ni perder el precario equilibrio. Ni la distancia ni los obstáculos ni su propia turbación le impidieron advertir la profunda agitación que evidenciaba la actitud de la joven marquesa.
La percepción de Anthony no era errónea. Un rato antes la señora duquesa había tenido un encuentro similar y sus sentimientos maternales habían experimentado una violenta y dolorosa sacudida. Privada desde la infancia por su condición social y una educación implacable de aplicar su inteligencia natural a cualquier aspecto práctico de la vida, doña María Elvira Martínez de Alcántara, por matrimonio duquesa de la Igualada, había aceptado de buen grado su papel hogareño y decorativo y desarrollado una notable habilidad para detectar los más variados matices de la frivolidad y responder a cada uno con precisión y prontitud. Más tarde, sin embargo, el funesto giro de los acontecimientos producido en España a raíz de la proclamación de la República trajo consigo un cambio radical en su actitud. Ahora su antigua perspicacia se aplicaba a vislumbrar en los mínimos detalles signos de algún drama en ciernes. Cuando un rato antes, paseando su tedio por el palacete se dio de manos a boca con Paquita, que, a juzgar por su vestuario, acababa de entrar de la calle, la duquesa percibió de inmediato el trastorno que la joven se esforzaba por ocultar bajo la actitud distante y un punto altanera que caracterizaba la relación de la hija con la madre. La mezcla de intuición maternal y adiestramiento social le previno de preguntar directamente si le había ocurrido algo, pero retuvo a Paquita con un pretexto nimio. La joven sólo pudo disimular unos instantes; luego prorrumpió en sollozos y corrió a encerrarse en su cuarto. Mujer al fin, la duquesa creyó adivinar la causa de tanta desazón e, incapaz de tomar una iniciativa o de no tomar ninguna, caso de considerarlo procedente, fue a buscar a su marido, interrumpiendo así la confabulación de los generales. Las voces y el ruido de puertas pusieron sobre aviso a Paquita. Deseosa de evitar un enfrentamiento familiar hasta tanto no se hubiera calmado su agitado espíritu, abandonó la alcoba y buscó refugio en el jardín.
Encaramado en el muro, Anthony la vio cerrar la puerta, mirar a uno y otro lado para cerciorarse de su soledad y caminar con paso lento hacia el cenador con la cabeza abatida, entre hondos suspiros y súbitos estremecimientos. De la rama más gruesa de un olmo añoso pendía un columpio. La joven marquesa fue hasta él y acarició sus cuerdas con delicadeza, como si aquel inocente artilugio trajera a su memoria los ingenuos placeres de una infancia irremediablemente perdida. Al contemplar tanta tristeza, Anthony sentía deseos de saltar al jardín y acudir a consolar a la desventurada joven, y sólo se lo impedía la certeza de que la causa real de la congoja probablemente era lo que había ocurrido entre él y la joven poco antes en la habitación del hotel. Esta certeza, sin embargo, le desconcertaba: no entendía el brusco salto de la audacia y el desparpajo iniciales al desconsuelo presente, una mudanza que la inoportuna irrupción de la Toñina no bastaba, a su juicio, para justificar.
No obstante, la parálisis producida por este desconcierto estaba destinada a durar poco. Una imperiosa exclamación a sus espaldas le produjo tal sobresalto que estuvo en un tris de volver a caerse.
– ¡Baje de ahí ahora mismo, majadero!
Más por el susto que por instinto de conservación o por cálculo, Anthony se dio impulso con los brazos para salvar el muro y huir de quien le interpelaba, y se precipitó de cabeza en el jardín.
La tierra de unos arrayanes esponjada para la siembra primaveral amortiguó el golpe. Magullado pero incólume, el inglés gateó hasta refugiarse detrás de un seto. Todo ocurrió con tanta rapidez que, cuando Paquita miró en la dirección de donde provenían el ruido y la voz, sólo alcanzó a ver a un desconocido que asomaba la cabeza y los hombros por encima del muro. Una aparición tan inesperada y el rostro congestionado del hombre asomado al muro le causaron un espanto incrementado por el profundo ensimismamiento en que se hallaba. Lanzó un grito y, sin atender a la llamada del intruso y al ruego de que no diera la alarma, corrió hacia la puerta de la casa. Esta ya se abría y el mayordomo, alertado por el grito de Paquita, salió al jardín empuñando una escopeta de caza. Con la rapidez y la agudeza de un perro de presa bajó la escalera, miró a su alrededor, descubrió al intruso, se llevó la escopeta a la cara y le habría descerrajado un tiro si Paquita no le hubiera detenido con una exclamación.
Sin dejar de apuntarle, el mayordomo ordenó al intruso levantar las manos, a lo que respondió éste que no podía hacerlo sin caerse a la calle. Esta sensata aclaración la hizo mirando hacia el jardín y la repinó a renglón seguido girando la cabeza, porque también era válida para los mecánicos, que al oír el grito habían abandonado su puesto junto a los automóviles y corrían por la callejuela pistola en mano, instando al intruso a entregarse.
La situación se habría prolongado si de la casa no hubiera salido al cabo de poco el señor duque, acompañado de los tres generales. A una muda interrogación del amo, respondió el mayordomo señalando con el doble cañón de la escopeta al intruso asomado al muro.
– ¡Cáspita!-exclamó el duque al descubrir la insólita figura-. ¿Quién es ese tío y qué hace ahí encima, con medio cuerpo adentro y medio afuera?
– No lo sé, excelencia -repuso el mayordomo-, pero si su excelencia me da permiso, le vuelo la cabeza y luego vemos.
– ¡No, no! ¡Nada de escándalos en mi casa, Julián! ¡Y menos hoy! -agregó señalando a los tres generales situados a su espalda.
Con esto la situación volvió a estancarse hasta que, saliendo de su aparente indolencia, el general Franco tomó la iniciativa, se acercó al muro y se dirigió al intruso con su timbre de voz agudo y tajante.
– ¡Usted, quienquiera que sea, salte el muro y baje al jardín de inmediato!
– No puedo -respondió el interpelado-. Soy mutilado de guerra, mi general.
– ¿Mi general?-exclamó Franco- ¿Acaso sabes quién soy?
– Ojalá no lo supiera, mi general, pero lo sé muy bien. Tuve el honor de combatir a sus órdenes en Larache. Allí fui herido, ascendido, condecorado y retirado del servicio activo. En la actualidad estoy adscrito a la Dirección General de Seguridad. Capitán Coscolluela, siempre a sus órdenes. Y, por favor, diga a los de fuera que no me disparen.
Para no ceder a su colega todo el protagonismo, sonó la voz tonante de Queipo de Llano.
– ¡Guardad las armas, so capullos! ¿Queréis que se entere todo Madrid? Y tú, el de la tapia, ¿dónde has dicho que estabas destinado?
– En la Dirección General de Seguridad, mi general, a las órdenes del teniente coronel Marranón -repuso el capitán Coscolluela.
– ¡Pues me cago en la leche! ¿Qué os había dicho? El cabrón de Azaña nos ha hecho seguir.