– A ustedes no, mi general -protestó el capitán Coscolluela-. A un inglés.
– ¿A un inglés?-dijo Mola-. ¿Un inglés en casa del señor duque de la Igualada? ¿Tú nos tomas por tontos?
– De ningún modo, mi general.
– Bueno -dijo Queipo de Llano-, quizá darle el paseo no sea tan mala idea, después de todo. Tanto si nos está vigilando como si ha venido por otro asunto, cuando dé el parte saldremos citados.
Mola meditaba, ceñudo, acariciándose el mentón.
– ¿Eso hará, capitán? -preguntó.
– No, mi general. Yo sólo he de informar sobre los movimientos del inglés.
– ¿Y quién es ese dichoso inglés?-preguntó Franco-. ¿Un espía?
– No, mi generaclass="underline" es un profesor, o algo por el estilo.
Espectadores del interrogatorio, el duque y Paquita, cada uno por razones distintas, se abstenían de corroborar las afirmaciones del capitán. Desde su escondite, Anthony seguía el desarrollo de aquella farsa que había provocado y en la que participaban todos menos él. Por mucho que la proximidad física de Paquita le nublase el entendimiento, comprendía la imposibilidad de tener una entrevista a solas con ella por el momento y la imperiosa necesidad de abandonar el palacete antes de ser descubierto o de que el capitán Coscolluela convenciese de su existencia real a los generales.
Si conseguía rodear al grupo al amparo del seto, tal vez podría aprovechar la confusión reinante en aquel momento para cruzar el cenador, subir la escalinata y meterse por la puerta de la casa, que el último en salir había dejado entornada. Una vez dentro, con un poco de suerte, podía encontrar la puerta del sótano, donde estaba el cuadro, esconderse allí y esperar a la noche. Entonces saldría al jardín y escalando el muro se pondría a salvo.
El plan era descabellado, pero la primera parte resultó más fácil y afortunada de lo previsto: todos los presentes tenían puesta su atención en el capitán Coscolluela y éste, frente al cual había de recorrer un trecho al descubierto, sólo tenía ojos para su antiguo jefe, que en aquel preciso instante le dirigía una encendida arenga.
– ¡Escúcheme bien, capitán! Sea cual sea el cargo administrativo que esté desempeñando, usted sigue siendo un oficial. ¡Un oficial del Ejército español! ¿Me ha entendido? ¿Sí? Pues entonces sabrá a quién debe obedecer y a quién no, y no sólo por la autoridad inherente a nuestra graduación, sino porque una orden contraria a nuestros intereses, por ser indigna, no la debe cumplir un oficial de nuestro glorioso Ejército. ¡España está en peligro, capitán! El movimiento comunista sólo espera una orden de los soviets para desencadenar la revolución y aniquilar España. ¡Capitán Coscolluela! Un oficial español sólo debe lealtad a España, y los aquí presentes representamos a España.
– ¡Desconfíe de las imitaciones!-añadió Queipo de Llano con un ligero tono burlón que mortificó al autor de la arenga-. Y no olvide que cualquier pared se puede convertir en paredón.
Al sonar esta ominosa chanza, Anthony alcanzó la puerta, se coló por la abertura y se encontró en un distribuidor cuadrado del que arrancaba un pasillo.
Capítulo 30
Medroso, silencioso y apresurado, Anthony Whitelands recorría los pasillos del palacete y con creciente angustia comprobaba que cuanto más se adentraba en la mansión, más desorientado estaba y, en consecuencia, más lejos de una hipotética salvación. Se escurría el tiempo ganado y en cualquier momento, en cualquier revuelta, podía darse de manos a boca con el temible mayordomo o con el formidable trío de generales. Llevaba rato arrepentido de no haber atendido la orden del capitán Coscolluela, en quien ahora veía encarnadas todas las ventajas de la legalidad, cuando el sonido de unos pasos le hicieron buscar refugio a la desesperada. Por fortuna, en la abigarrada ornamentación de la señorial residencia no escaseaban los cortinajes, y uno de espeso terciopelo carmesí le ofreció amparo y la posibilidad de oír, aunque no de ver, lo que sucedía en el corredor.
El corazón le dio un vuelco al distinguir unos profundos sollozos femeninos que sólo podían provenir de la garganta de Paquita. Contuvo el férvido deseo de aparecer de repente ante ella, estrecharla entre sus brazos y ofrecerle su consuelo y su amor, no sólo por la convicción de ser precisamente él la causa involuntaria de tanta aflicción, sino por el ruido de otros pasos, más firmes, que se dirigían al mismo punto desde otra parte de la casa. El encuentro sorprendió a los dos protagonistas, menos atentos que el inglés a cuanto no fueran sus propios pensamientos.
– ¡Ah, padre Rodrigo!-oyó exclamar a Paquita-, ¡qué susto me ha dado! No esperaba verlo aparecer…, pero el cielo le envía.
Respondió con aspereza la voz del padre Rodrigo.
– Ahora no te puedo atender, hija. Otros asuntos más graves me reclaman.
– No más graves que la salvación del alma, padre -dijo la joven-. Por caridad se lo ruego: escúcheme en confesión.
– ¿En mitad del pasillo? Hija, el sacramento de la penitencia no es un juego.
Parecía dispuesto el bronco clérigo a zanjar de este modo la cuestión, cuando porfió Paquita, ajena a cualquier razonamiento.
– Al menos, dígame una cosa, padre. ¿No es cierto que el amor puede redimir un acto condenable?
– El amor divino, quizá; mas no el amor humano.
Detrás del cortinaje aguzó el oído el inglés al reparar en el tema de la confesión.
– Pero si una persona, una mujer joven, arrebatada por un amor irresistible por un hombre, incurriera en falta, ¿no le sería más fácil obtener gracia a los ojos del Altísimo? ¿No es Dios el que ha puesto en nuestros corazones una capacidad de amar que nos hace olvidarnos de nosotros mismos, padre?
Al oír esta declaración, Anthony hubo de hacer un gran esfuerzo para no abandonar toda cautela y poner de manifiesto en aquel mismo instante su presencia. Muy otra era la reacción del estricto preceptor.
– Hija, me asustas. ¿Qué desatino te propones hacer?
– El desatino ya está hecho, padre. Amo a un hombre y tengo motivos para pensar que él corresponde a mis sentimientos. Pero razones poderosas impiden que nuestra relación discurra por cauces regulares. Él me respeta y, siendo como es un dechado de rectitud, jamás consentiría en que hubiera entre nosotros un trato dañino para mi honor y mi virtud.
– Entonces, hija, ¿dónde está el pecado? -preguntó el padre Rodrigo.
– Verá, padre, yo… -titubeaba la joven, sofocada por la vergüenza de la culpa y el temor a la reprobación-, para eliminar el obstáculo que le impedía consumar nuestro amor al margen de la moral y las convenciones, decidí perder mi virtud…
– ¡Abrenuncio! ¡Qué oigo!
– Usted me conoce desde niña, padre -prosiguió Paquita con voz delgada pero inquebrantable-; desde que tengo uso de razón no sólo ha sido mi mentor y mi guía: también existen entre nosotros lazos de afecto. A ellos apelo, padre: olvide los preceptos por un momento y atienda a mi dolor y mi confusión con oídos terrenales de amigo y consejero. No le ocultaré nada: hace apenas unas horas me he entregado a un hombre. Deliberadamente elegí a un individuo por quien no siento ni atracción ni respeto y a quien puedo borrar de mi recuerdo sin pena ni esfuerzo. Fríamente le engañé respecto de mis motivos, y con fingida liviandad le induje…
En este punto interrumpió el cura el relato con un rugido.
– ¡Paquita, tú no necesitas un confesor, sino un loquero! ¿No sólo has olvidado la religión, sino también tu apellido? ¿Al actuar como dices, pensaste no ya en la condenación eterna, sino en el buen nombre de tu familia? Por no hablar de ese hombre, a quien has incitado a pecar. Paquita, has obrado con depravación y ni de tus palabras ni de tu actitud se desprende el menor remordimiento. ¿Y aún pretendes que te dé la absolución?