– Pero, padre…
– No me llames padre. No soy tu padre ni tú mi hija. Siempre fuiste rebelde y orgullosa, justamente los rasgos distintivos de Luzbel. No me sorprende verte ahora poseída por el maligno. Apártate de mí y aléjate de esta casa. Tienes una hermana pequeña y su inocencia se podría contaminar con tu mera proximidad. Vete adonde nadie te conozca, haz penitencia y pide al Señor que te envíe su gracia y su misericordia. Y ahora, me voy: he de hacer cosas más importantes que escuchar tus desvaríos.
Iniciaba el clérigo la retirada y le seguía la voz lastimera de Paquita:
– ¡Recuerde, padre, que lo dicho está bajo secreto de confesión!
De poco servía esta admonición a los oídos del inglés, más abatido que colérico por la humillante revelación, y menos aún a los de la pareja formada por Higinio Zamora Zamorano y la Justa, ante quienes en aquel momento comparecía la Toñina con el hijo del pecado en brazos y el hatillo al hombro.
– ¡Toñina!-dijo su madre-, ¿cómo tú por aquí?
– ¡Y con todos tus enseres personales!-agregó Higinio-. Anda, ven y cuéntanos ahora mismo qué ha pasado, porque si ese lechuguino se ha atrevido a dejarte plantada en el arroyo, se va a enterar de quién es Higinio Zamora Zamorano.
– No se sulfure, Higinio -repuso tranquilamente la Toñina depositando el hatillo y el bebé sobre la mesa-, y usted, madre, no ponga esa cara avinagrada. El inglés no es un mal hombre y si he vuelto es por mi voluntad. En ese juego no quiere andar metida mi menda.
A continuación, la Toñina refirió lo ocurrido en el hotel. Cuando hubo acabado, Higinio hizo un ademán de alivio.
– ¡Pero si eso no es nada, tontuela!-dijo en tono didáctico y sin perder su proverbial ecuanimidad-. Los ingleses son así: fríos como las lagartijas. Aquí te pillo, aquí te mato y luego si te he visto no me acuerdo. Y las niñas bien, tres cuartos de lo mismo: mucha peineta y mantilla, pero decencia, ni para un remedio. Y ésa en lo particular, menos que ninguna. Como el fascista la dio calabazas, ahora todo el Club de Puerta de Hierro se la pasa por la piedra.
La Justa había cogido al bebé en brazos y lo acunaba.
– Aun así -dijo-, la niña está en su derecho a sentirse ofendida. Como dice el cantar, también la gente del pueblo tiene su corazoncito.
La Toñina hizo un mohín.
– No es como ustedes creen -dijo-. La marquesita manchó la sábana.
– ¿Cómo has dicho?
– Con mis propios ojos vi la sangre.
Higinio impuso silencio: no quería ser interrumpido en sus cavilaciones. Daba cortos paseos por la pieza, con la cabeza gacha, el ceño fruncido y las manos cruzadas a la espalda. De vez en cuando se detenía, desarrugaba el entrecejo y una vaga sonrisa distendía sus labios prietos; se le oía murmurar con voz apenas perceptibles: «Vaya, vaya», y a renglón seguido: «Tal vez ahí esté la solución.» Luego volvía a caminar, seguido por la mirada respetuosa de las dos mujeres. Indiferente a este momento decisivo, el hijo del pecado rompía los tímpanos del vecindario con sus berridos, mientras en el pasillo del palacete, el sujeto pasivo de este conciliábulo, anatematizada por su director espiritual y sin sospechar que su confesión había sido oída por la propia víctima de su impostura, se restañaba las lágrimas, increpaba al cielo y seguía su camino con ánimo alterado pero impenitente.
Transcurrido un tiempo prudencial, Anthony asomó la cabeza y, juzgando despejado el terreno, prosiguió su inútil avance. Apenas hubo recorrido unos metros, pasos y voces le obligaron de nuevo a esconderse. Como en aquel lugar no había ninguna cortina a su alcance, se arrimó a la pared, confiando en que la sombra que proyectaba un ángulo del pasillo le permitiera pasar inadvertido.
Pronto estuvieron a una distancia tan corta que habría podido tocarlos con sólo alargar el brazo el señor duque de la Igualada y el general Franco. Conteniendo la respiración oyó decir a este último con voz metálica:
– Una cosa está fuera de discusión, excelencia. El asunto compete al Ejército español. ¡En exclusiva! Si ese protegido de usted y su cuadrilla de pistoleretes quieren participar en cualquier actividad, deberán hacerlo con total subordinación a la milicia y actuarán cuándo y cómo se les ordene, sin oposición ni antinomia. De no ser así deberán afrontar las consecuencias de su indisciplina. La situación es grave y no podemos permitirnos arbitrariedades. Hágaselo saber a su protegido, excelencia, tal cual se lo he dicho. Simpatizo con el patriotismo de esos muchachos, no lo niego, y me hago cargo de su impaciencia, pero el asunto compete en exclusiva al Ejército español y a nadie más.
– Así mismo se lo transmitiré, mi general, pierda usted cuidado -dijo el duque-, pero el general Mola me había dado a entender…, su punto de vista al respecto…
– Mola es un gran militar, un patriota ejemplar y una gran persona -dijo Franco bajando la voz-, pero a veces le domina el sentimentalismo. Y Queipo de Llano es un tolondrón. La situación es grave y alguien ha de conservar la cabeza clara y la sangre fría. La guerra que se avecina la ganará el que sepa mantener el orden en sus filas.
Ya se habían alejado y Anthony se deslizaba en la dirección opuesta, cuando vio venir a los otros dos generales y recuperó a toda prisa su rincón sombrío. Desde allí distinguió el acento vinoso de Queipo de Llano.
– Emilio, si esperamos a que Franquito se decida, nos darán las uvas. Por exceso de tino nos ganarán la mano los bolcheviques, y entonces ya me dirás tú cómo lidiamos ese toro. Créeme, Emilio: el que da primero da dos veces.
– No es fácil coordinar a tanta gente. Hay mucha indecisión y mucha prudencia.
– Entonces, no coordinemos. Echa a la calle a los requetés, Emilio. Si hay una escabechina, se acabarán las vacilaciones. En lo esencial, todo el mundo está de acuerdo. El lastre son las discrepancias y las rencillas personales. Por no hablar del canguelo de algunos. O de la ambición de otros: Sanjurjo quiere dirigir la sublevación; Goded espera lo mismo, y Franquito, a la chita callando, se alzará con el santo y la limosna si no andamos listos. Si tú no tomas el mando, no iremos a ninguna parte, Emilio, te lo digo yo.
– Te escucho, Gonzalo, pero no conviene precipitarse. Tú todo lo arreglas a cañonazos y aquí la cosa tiene su complejidad.
El general Mola se detuvo en seco y su acompañante, que le llevaba agarrado del brazo, dio un traspié. Temeroso de haber incurrido en la desaprobación de quien tácitamente ostentaba la máxima autoridad en el triunvirato de los conjurados, Queipo de Llano interrogó a Mola con la mirada. Este le impuso silencio llevándose el índice a los labios. Luego extendió el brazo y señaló un objeto en el suelo, apenas visible en la penumbra del corredor.
– ¡Cáspita! ¿Qué es eso?
Mola se ajustó los anteojos y dobló la cintura.
– Parece un trapo ensangrentado -dijo sin tocarlo.
– Lo habrá dejado caer algún sirviente.
– ¿En una casa de tanto copete? Ni lo sueñes, Gonzalo.
– ¿Pues cómo lo interpretas?
– Déjame pensar -dijo el experto ajedrecista.
Anthony comprobó con espanto que el inquietante hallazgo no era sino su propio pañuelo: lo llevaba anudado a la mano desde que un rato antes se había lastimado al rozar la pared del muro y luego, distraído por tantos y tan diversos incidentes, había olvidado su existencia y no había reparado en que se le caía.
Los generales seguían perplejos.
– ¿Nos estarán espiando? -dijo Queipo de Llano llevándose la mano al bolsillo de la chaqueta y sacando una pistola.
– No creo, ¡y guarda ese cacharro, hombre!
– A lo mejor el cuento del cojitranco no era tan falso como parecía.
– Investiguemos. Tú ve hacia atrás y yo sigo por donde veníamos. Si alguien merodea, lo rodearemos y lo reduciremos. Si te encuentras con Paco, ponle al corriente.