Aunque el miedo le paralizaba el cerebro y los miembros, Anthony comprendió que de seguir allí no tardarían en encontrarle, conque salió de puntillas detrás de Mola. Después de un rato, y sin saber cómo, se encontró en el vestíbulo del palacete. Allí estaba la puerta de entrada, pero el recuerdo de los guardias apostados fuera desaconsejaba salir por aquel punto. Aturdido por la ansiedad y la duda, los ojos del fugitivo tropezaron con La muerte de Acteón. Siempre le había inquietado aquella pintura y en las circunstancias presentes su visión le conturbó doblemente. Un largo período de civilización cristiana y otro de cultura burguesa habían relegado la mitología griega al territorio de la imaginación poética: bellas historias con un vago sentido metafórico. Ahora, en cambio, la imagen del arrogante cazador condenado a una muerte cruel, destrozado por los perros, sólo por haber gozado sin querer del contacto fugaz con una diosa asequible pero inmisericorde, tenía mucho en común con su propia experiencia. Tiziano había pintado el cuadro por encargo, pero una vez acabado, había decidido guardarlo para sí: alguna razón más poderosa que el interés, la probidad y la obediencia le impidió privarse de su presencia constante. Toda la vida lo tuvo ante sus ojos. Quizá también el sublime pintor veneciano había tenido un encuentro sin perdón y había recibido la flecha inexorable, pensaba Anthony.
Un ruido proveniente del corredor le sacó de su ensoñación y, a sabiendas de que con ello complicaba más su situación, pero no sabiendo cómo evitar otro encuentro igualmente fatídico, echó a correr escalera arriba y se agazapó en el oscuro descansillo de la planta superior del palacete.
Capítulo 31
Caía la tarde a hora temprana y la penumbra iba envolviendo la mansión del duque de la Igualada mientras Anthony Whitelands, acurrucado en un rincón, oía las breves consignas de sus perseguidores, reagrupados en el vestíbulo que él acababa de abandonar para refugiarse en el piso de arriba.
– Si verdaderamente ha entrado alguien, cosa que dudo -anunció en tono terminante el temible mayordomo-, no puede haber salido del edificio sin ser visto. Propongo que procedamos a un registro minucioso, habitación por habitación. Ustedes busquen en los aposentos de la planta noble. La servidumbre está advertida, por si se mete en la cocina, la despensa o el lavadero. Yo me encargo de los dormitorios.
Los generales aceptaron la orden sin chistar, reconociendo la autoridad coyuntural de quien mejor conocía el terreno.
Sintiéndose atrapado, Anthony ponderó la conveniencia de entregarse y acogerse a la protección del duque. Este no consentiría ninguna forma de violencia contra quien, en cierto modo, estaba a su servicio, y menos en su propia casa, siempre y cuando el señor duque no tuviera conocimiento de lo ocurrido entre el inglés y su hija. Aun así, la protección del duque tendría un alcance limitado. Nada permitía asegurar la supervivencia del testigo directo de una conjura militar del más alto nivel.
De este razonamiento sacó la conclusión de que debía seguir tratando por todos los medios de escapar sin ser visto. Reculaba precipitadamente sin perder de vista la escalera, por donde esperaba ver aparecer en cualquier momento al mayordomo y su escopeta, cuando una mano le sujetó con suavidad del brazo y una voz risueña y sorprendida dijo:
– ¡Tony! ¿Qué haces aquí, a oscuras y en cuclillas? ¿Y esos gritos?
– ¡Lilí!-susurró el inglés cuando se hubo repuesto del susto-. No grites. Me buscan para matarme.
– ¿En casa? ¿Quién te busca?
– Te lo contaré luego. Ahora, ayúdame, por lo que más quieras.
Con su inteligencia despierta, Lilí se hizo cargo de la situación, hizo entrar a Anthony en la habitación de la que había salido, entró detrás y cerró la puerta. El inglés se encontró en una pieza espaciosa, de paredes blancas, con un balconcito por donde entraba la claridad anaranjada del crepúsculo. El austero mobiliario consistía en un escritorio de madera clara, dos sillas, una butaca con tapicería floral y una estantería repleta de libros cuyos lomos indicaban lecturas educativas. Sobre la mesa había un cuaderno abierto, un tintero, una pluma, un secante y otros útiles escolares.
– Es mi cuarto -explicó Lilí-. Estaba haciendo los deberes, oí ruido y salí a mirar. ¿Qué pasa?
– Están registrando la casa de arriba abajo. Buscan a un intruso y creen que soy yo -dijo Anthony precipitadamente-. ¿Oyes los portazos? Dentro de nada estarán aquí.
– No te preocupes. Ven.
Una puerta lateral conducía a una alcoba pequeña, cuadrada, con una cama de hierro pintado, una mesilla de noche, un armario ropero y un reclinatorio. Sobre la mesilla de noche había un candelero de latón y una caja de cerillas, y en la pared, sobre la cabecera del lecho, una hermosa talla antigua, probablemente valenciana, que representaba a la Virgen y al Niño Jesús. Sonaron golpes en la puerta y el vozarrón del mayordomo.
– ¡Señorita Lilí! ¡Abra!
– Métete debajo de la cama -dijo Lilí-. Yo le despacharé.
Hizo Anthony lo que ella le decía y desde allí oyó este diálogo:
– ¿Qué pasa, Julián? ¿Y la escopeta?
– No se asuste, señorita, es pura precaución. ¿No habrá visto ni oído nada raro?
– Nada. ¿Qué voy a oír? Llevo horas estudiando, muerta de asco. El padre Rodrigo vendrá dentro de nada a tomarme la lección.
– Está bien. Cierre la puerta con llave y no abra a nadie si no es de la casa.
Al cabo de un instante Lilí estaba de nuevo en la alcoba.
– Ya puedes salir. He cerrado como me ha dicho y he corrido los visillos del balcón. Aquí estás a salvo y cuando se tranquilice el panorama te podrás ir. Ya encontraremos la manera. Y el padre Rodrigo no vendrá: está en su guerra.
Anthony salió de debajo de la cama y se alisó la ropa. Lilí se había sentado en el borde y balanceaba las piernas. Con la palma de la mano indicó al inglés que se sentara a su lado. Éste así lo hizo y ella le miró con intensidad.
– El intruso que buscan eres tú. Si no, no andarías escondiéndote. ¿Qué haces en casa? Hoy no se te esperaba -y sin esperar respuesta, añadió-: Es por Paquita, ¿verdad? No me mientas como la otra vez. Tú has estado con mi hermana. Hueles a ella y hace un rato ella olía a ti. La he oído llorar. Y ahora este revuelo… Oh, Tony, ¿qué ves en ella que no tenga yo? Fíjate: por su culpa te quieren pegar un tiro. Yo, en cambio, te protejo. No sé de qué, pero te protejo.
– Y te lo agradezco sinceramente, Lilí. En cuanto a lo otro, te puedo explicar…
– No quiero explicaciones, Tony. Yo te quiero a ti.
Tomó entre sus manos la mano derecha del inglés y, sin dejar de mirarle fijamente a los ojos, prosiguió con voz entrecortada:
– Yo no sé si, como dicen, el día menos pensado habrá una revolución; pero si la hay, lo primero que harán será matarnos a todos, como pasó en Rusia. No tengo miedo, Tony. Pero no me quiero morir sin haber vivido. Ya soy una mujer y, ¿qué sé de la vida? Un poco de aritmética, los afluentes del Ebro y las rimas de Bécquer. ¿Es justo?
– Bah, las cosas no tienen por qué pasar como tú dices…
– Eso tú no lo sabes, ni yo tampoco. Pero si pasa… y algo terrible pasará, tenlo por seguro, no me quiero morir como las santas del devocionario, con la palma del martirio en una mano y el dedo metido en la boca. No quiero ser una santa, Tony, quiero ser una persona normal, saber lo que es eso. Y si eso es pecado, lo mismo me da. Yo no lo he inventado. ¿Cómo puede ser malo desear lo que me están pidiendo el cuerpo, la razón y el alma? ¿Y cómo voy a ignorar un deseo que siento dentro de mí a toda horas, si encima el padre Rodrigo no me habla de otra cosa que de las tentaciones de la carne?
Anthony se debatía entre el temor y el escrúpulo. Una ex esposa, una amante, algunos devaneos y un conocimiento cumplido de la pintura manierista le habían enseñado a no minimizar la ira de una mujer despechada, especialmente en una situación como la suya.