Persistía el frío del invierno, pero la temperatura nocturna era más suave que en días anteriores y el paseo le resultó tonificante y contribuyó a ordenar sus ideas. Las horas precedentes habían sido muy agitadas desde todo punto de vista y ahora le invadía una fatiga absoluta, física y mental, que no dejaba resquicio a la voluntad. Tenía la convicción de haber llegado al límite de su energía y todo cuanto se refería al viaje había dejado de interesarle. Incluso el cuadro de Velázquez le parecía ahora un objeto demasiado lejano y demasiado costoso. Sin haber perdido un ápice de su atractivo, ni el triunfo profesional imaginado, ni las efusiones sentimentales desatadas y colmadas casi al mismo tiempo, podían competir con el deseo ferviente de regresar a la tranquilidad de su trabajo, su casa y su ordenada vida cotidiana. Fuera cual fuese la revelación anunciada por Pedro Teacher, su decisión ya estaba tomada. Al día siguiente volvería a Inglaterra, sin consultar con nadie, sin comunicárselo a nadie, sin despedirse de nadie.
Cruzada la Cibeles, pasó por delante del bar cuyo sótano albergaba La ballena alegre, el local donde José Antonio Primo de Rivera y sus cantaradas se reunían por las noches a beber whisky y a discutir sobre los acontecimientos de la vida intelectual. Anthony guardaba un cálido recuerdo de la noche en que fue invitado a formar parte de la tertulia, si bien tenía muy pocas ganas de encontrarse de nuevo con José Antonio, después de que Paquita lo había utilizado, en forma engañosa y harto descabellada, como trámite previo a su apareamiento con el Jefe Nacional. Enrojecía el inglés de rabia y de vergüenza al pensar en el triste papel que le había tocado desempeñar en aquel peculiar triángulo. Había llegado a la calle Serrano y volvía a su memoria la charla mantenida con Paquita en la cafetería Michigan unos días atrás. En aquella ocasión él le había hablado de Velázquez y ella de sus problemas personales. Entre ambos se había establecido un vínculo, ahora roto para siempre. ¿Volverían a verse alguna vez? Era poco probable.
Distraído con estos recuerdos y cavilaciones, llegó con retraso a la dirección que le había dado Pedro Teacher en la servilleta de Chicote. El reloj señalaba las once en punto cuando se detuvo ante un enorme portalón de cuarterones, en una de cuyas hojas se recortaba otra puerta más pequeña, provista de una aldaba de bronce en forma de cabeza de león. Antes de llamar, empujó la puerta pequeña, que cedió a la presión. Entró después de haber mirado a su alrededor: por la calle no pasaba nadie en aquel momento. Anthony tuvo la sensación de que nadie le seguía ni le observaba. Después de tantos días sometido a vigilancia, la repentina autonomía le pareció de mal agüero. Aun así, se adentró en el zaguán. A la luz proveniente de la calle distinguió un interruptor, lo accionó y se encendió una bombilla en un aplique de latón dorado. Cerró la puerta de la calle y subió por una escalera ancha, de gruesos travesaños de madera abrillantada por el uso, que crujían al pisarlos.
También estaba entornada la puerta izquierda del segundo piso, donde Pedro Teacher decía tener su bombonera. No sin cierta prevención, Anthony cruzó el umbral. El recibidor estaba a oscuras, pero al fondo del pasillo se percibía una claridad difusa. Ni en el recibidor ni en el pasillo había muebles, alfombras o cortinas, y ningún cuadro colgaba de las paredes. Avanzando con sigilo para sorprender antes de ser sorprendido, desembocó en una estancia espaciosa, alumbrada por un quinqué. Las paredes desnudas y el escueto mobiliario confirmaron sus sospechas: nadie utilizaba aquel piso, ni como vivienda, ni como oficina, ni como sala de exposición. Este dato habría bastado para hacerle comprender su error, si otra visión no le hubiera mostrado la verdadera dimensión de su imprudencia y de su ingenuidad.
Capítulo 33
Para empezar, Pedro Teacher estaba muerto y bien muerto: ninguna duda al respecto. Un rato antes había calificado la situación de letal, y ahora lo demostraba de un modo incontestable con su propio ejemplo. El cuerpo yacía boca arriba en mitad de la sala, sobre un charco de sangre, con las piernas y los brazos abiertos formando un aspa, como si hubiera caído despatarrado. Todavía llevaba puesto el abrigo; el bombín había rodado a un metro de la cabeza de su antiguo propietario, junto al rostro del cual, astillado pero entero, estaba el monóculo.
Espoleado por el instinto de conservación, Anthony Whitelands se encontró de nuevo en el rellano sin haberse detenido a sopesar la situación. Resonaban pasos en la escalera. Miró y vio subir hombres armados. Algunos vecinos del inmueble abrían las puertas, asomaban la cabeza, volvían a entrar y se atrancaban: pedirles auxilio habría sido inútil y, además, el cansancio le nublaba el entendimiento. Que pase lo que tenga que pasar, se dijo Anthony. Mientras formulaba esta vaga idea se vio rodeado por cuatro individuos que le conminaban a no ofrecer resistencia. La mera noción hizo sonreír involuntariamente al inglés.
– ¿Hay alguien más? -le preguntaron.
– Un muerto adentro. ¿Con quién tengo el gusto?
Sin responder le hicieron entrar en el piso y cerraron la puerta. Uno le encañonaba mientras los otros tres procedían a una somera inspección, pistola en mano. Finalizado el reconocimiento, telefonearon desde un aparato adosado a la pared del pasillo. La respuesta fue inmediata, como si al otro extremo de la línea alguien hubiese estado esperando la llamada. La comunicación se limitó a dos monosílabos. Después de colgar, el que había llamado dijo a los otros:
– No tocar nada. Estará aquí en cinco minutos.
Sin dejar de vigilarle, los cuatro hombres liaron cigarrillos de picadura y fumaron. Anthony trataba de adivinar en manos de quién estaba. Transcurrido un rato que se le hizo eterno, la llegada del teniente coronel Marranón, acompañado de un ayudante, despejó la incógnita. Su aparición habría mitigado la preocupación del detenido si el recién llegado no hubiera ido directamente a su encuentro y le hubiera propinado un fuerte puñetazo. El impacto y la sorpresa derribaron al inglés. Desde el suelo dirigió a su agresor una mirada más sorprendida que reprobatoria.
– ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! ¡Si no fuera por la jodida legalidad republicana ahora mismo le pegaba un tiro! -exclamó el teniente coronel.
Más tranquilo, el ayudante se había puesto en cuclillas junto al cadáver, recogiéndose los faldones del abrigo para evitar que se mancharan de sangre. Desde esta posición anunció sus conclusiones provisionales.
– Todavía está caliente. Le dispararon en el tórax, a bocajarro, con un arma de grueso calibre. Con abrigo y traje oscuro es difícil precisar con exactitud el lugar del impacto, pero debió de ser fulminante. Los vecinos tienen que haber oído la detonación, pero en los tiempos que corren, se harán los suecos.
Este ponderado parte devolvió la calma al teniente coronel.
– ¿Ha sido usted? -espetó al inglés.
– ¡No! ¿Cómo voy a ser yo?-protestó Anthony-. Soy un experto en arte, incapaz de matar a nadie; ni tan sólo de pensarlo. Además, ¿dónde está el arma?
– ¡Yo qué sé! La puede haber tirado o escondido. Ningún asesino espera a la policía con la pistola en la mano. ¿Conoce a la víctima?
– Sí -dijo Anthony-. De hecho, estaba con él hace menos de una hora, en Chicote. Me citó allí para decirme algo importante, pero temía ser oído. Para evitarlo me hizo venir aquí. Cuando llegué ya estaba muerto.
– Nada cuadra -gruñó el teniente coronel-. ¿Dónde estamos? Esto parece un piso franco, un lugar de reunión de terroristas, maleantes y agentes extranjeros.