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– Yo no lo sabía, como puede suponer. El me lo describió de otro modo. Vine caminando desde Chicote. Si el capitán Coscolluela me ha seguido los pasos, como suele hacer, se lo puede confirmar.

– Al capitán Coscolluela lo han matado esta tarde -dijo secamente el teniente coronel-. Y yo debería hacer lo mismo con usted. Aplicarle la ley de fugas. Por su culpa he perdido a mi mejor colaborador. Y ahora nos quitan de en medio a este fulano, que nos habría podido proporcionar tantos datos.

– ¿Pedro Teacher?

– O como se llame. Lo venimos siguiendo desde que llegó a Madrid, pero el puñetero era muy escurridizo. Si usted no se llega a dejar en la mesa una servilleta con la dirección, no lo habríamos encontrado. Claro que así, de poco nos va a servir.

Serenados los ánimos, Anthony advirtió una profunda fatiga en las toscas facciones del teniente coronel. Este se había desentendido de él y hablaba con sus subordinados.

– Dos aquí hasta que llegue el juez a levantar el cadáver. Los demás conmigo. Este mequetrefe se viene con nosotros a la Dirección General de Seguridad. Allí cantará por las buenas o por las malas.

En el trayecto a la Dirección General de Seguridad, Anthony quiso conocer los particulares de la muerte del capitán Coscolluela. El teniente coronel, extinguida su animadversión hacia el inglés tras el desahogo inicial, le dio cuenta de ellos con frialdad. El cuerpo sin vida del capitán había sido hallado a eso de las seis de la tarde en un solar abandonado próximo al Retiro. Conforme a los indicios, el capitán había muerto víctima de un tiroteo ocurrido en otro lugar, y posteriormente trasladado al solar. Según el teniente coronel, estaba muy clara la autoría del crimen: unos días atrás, en un enfrentamiento callejero, había resultado muerto un estudiante de derecho afiliado a la Falange, y sus camaradas, como tenían por norma, habían vengado su muerte de aquel modo. El atentado, por otra parte, se añadía a la campaña de terrorismo que la Falange estaba llevando a cabo para preparar el terreno a un posible levantamiento militar.

– ¿Tiene pruebas de lo que dice?-preguntó Anthony al término del relato-. ¿Testigos presenciales? ¿La Falange ha admitido la autoría?

– No hace falta.

Anthony Whitelands tomó una decisión.

– Cuando lleguemos a su despacho, le contaré dónde y cuándo vi por última vez al pobre capitán Coscolluela. Y le sugiero que llame al ministro de la Gobernación. La historia merece la pena.

Mientras en el coche se desarrollaba este diálogo, en un piso del número 21 de la calle de Nicasio Gallego, donde la Falange tenía su centro neurálgico, la visita del padre Rodrigo, viejo conocido del marqués de Estella, y las noticias que traía, habían convocado con carácter de urgencia a la Junta Política.

– Tan claramente lo oí como vosotros me oís a mí: por ahora no harán nada.

Sombrío pero conciliador intervino el secretario general del Partido, Raimundo Fernández Cuesta.

– Las cosas pueden cambiar en cualquier momento. Tal y como está el patio…

– ¿Y si no cambian? -dijo Manuel Hedilla.

José Antonio Primo de Rivera atajó el enfrentamiento golpeando la mesa con la palma de la mano. Cuando habló, lo hizo con calmoso desaliento.

– El camarada Hedilla tiene razón: nada cambiará. Mola y Goded tienen sangre de horchata. Y Franco es un gallina.

– Queda Sanjurjo -apuntó José María Alfaro-. Tiene arrestos y cuenta con nosotros.

– Ca -dijo José Antonio-, ni Franco ni Mola traerán a Sanjurjo de Portugal para entregarle el bastón de mando. Todos lo quieren para sí. Es una pelea de perros. Cuando se pongan de acuerdo ya será demasiado tarde.

La Junta Política estaba dividida y las previsibles revelaciones traídas por el padre Rodrigo directamente del palacete de la Castellana ahondaban las diferencias. Los moderados consideraban necesario de todo punto unirse a los militares, aunque eso supusiera asignar a la Falange un papel auxiliar en el movimiento. Los más impulsivos eran partidarios de tomar la iniciativa. Algunos, más reflexivos, veían la inutilidad de una y otra decisión: con la intervención del Ejército, diera quien diera el primer paso, no sólo el mando quedaría en manos de los generales, sino que la Falange, su ideario, su espíritu y su programa, se verían desvirtuados a la larga o a la corta. Entre éstos no faltaban quienes preferían mantenerse al margen de los acontecimientos y esperar una oportunidad más clara en el futuro. Que se produjera un levantamiento contra el gobierno del Frente Popular y la Falange permaneciera cruzada de brazos era una idea rara, casi obscena; ni siquiera los partidarios de esta estrategia se atrevían a proponerla abiertamente, a sabiendas de que la propuesta se atribuiría a cobardía e indecisión. Sólo a veces alguien, indirectamente, había insinuado la hipótesis de la neutralidad.

José Antonio Primo de Rivera se debatía en la duda. Como Jefe Nacional de un partido autoritario, no había de consultar con nadie ni dar cuentas a nadie de su decisión, pero en el fondo no era un líder político, sino un intelectual, un jurista educado para examinar los hechos bajo todos los ángulos. Su fanatismo era retórico. Porque los conocía desde la infancia, sabía mejor que nadie que los generales, con su pomposo discurso patriótico, sólo eran el brazo ejecutor de los terratenientes, la burguesía financiera y la aristocracia. Muchos militares, incluso los de más alta graduación, admiraban el estilo juvenil de la Falange; pero esta admiración sólo era un resabio de nostalgia de lo que habían sido o de lo que habrían querido ser, antes de quedar atrapados en la ciénaga del escalafón, en el lodo de la mezquindad, la molicie y las pequeñas rivalidades. Con pocas excepciones, los generales golpistas eran mediocres, fatuos y, en definitiva, tan corruptos como el Gobierno que se proponían derribar. ¿Pero cuál era la salida a este dilema?, se preguntaba. Un año atrás había elaborado un plan que habría cambiado la distribución de fuerzas. Aprovechando un cambio de gobierno mal recibido por todos, José Antonio había planeado una marcha sobre Madrid como la que había hecho Mussolini el 28 de octubre de 1922. La entrada en Roma de las escuadras fascistas, en apretada formación, con las camisas negras, las enseñas imperiales y las banderas al viento le había impresionado mucho cuando la vio en un reportaje cinematográfico a los diecinueve años. En aquella ocasión el pueblo aclamó a su nuevo líder, el Rey y la Iglesia lo reconocieron como tal y al Ejército italiano, antes despectivo, no le cupo otro camino que el de la subordinación. Mussolini, como Hitler, habían luchado en la guerra del 14, pero ninguno de los dos había hecho carrera militar; y aun así, a diferencia de la secular tradición dictatorial española, en los dos países totalitarios por excelencia, los civiles y su cuerpo de doctrina tenían al Ejército a sus órdenes, y no al revés. Con esta intención José Antonio había proyectado en 1935, cuando ya se cernía la amenaza del Frente Popular, una marcha sobre Madrid desde Toledo, con unos miles de falangistas y los cadetes del Alcázar. A lo largo del recorrido se les iría incorporando una masa numerosa y cabía contar con la adhesión de la Guardia Civil. Pero el proyecto no se llevó a término: en el último momento algunos militares lo torpedearon. José Antonio Primo de Rivera sabía sus nombres, y en especial el de quien, como Jefe de Estado Mayor, había tenido la última palabra: Franco.

– Os diré cómo vamos a proceder -dijo finalmente-. Voy a dar un ultimátum a los militares. O la revuelta se hace ahora, con la Falange como punta de lanza, o la Falange irá al combate por su cuenta y riesgo. Nosotros ya les habremos advertido. Del resultado sólo serán responsables ellos ante Dios y ante la Historia.

Luego pidió a José María Alfaro que llamase a Serrano Suñer. Cuando éste entró en la sala, le dijo:

– Ramón, quiero que me organices un encuentro con tu cuñado lo antes posible. Si puede ser mañana, mejor.