– ¿Y no podría ser de Martínez del Mazo? -pregunta.
Anthony Whitelands agradece la oportunidad y se dispone a exponer sus razones. En representación de sus compañeros rezonga el ministro de la Gobernación.
– ¿No deberíamos centrar nuestra atención en asuntos más inmediatos y de más enjundia?
El presidente del Consejo de Ministros responde con amabilidad.
– Estimado Amos, habrá tiempo para todo… o para nada. De momento, ese cuadro me intriga muchísimo. En la casa donde se encuentra es huésped habitual José Antonio Primo de Rivera y por allí campan varios generales golpistas. El oscuro galerista que ha puesto en marcha la operación de venta es asesinado en un piso vacío, propiedad de una empresa suiza de importación, antes de revelar un secreto al señor Whitelands, al que ha venido siguiendo desde Londres por razones desconocidas. A la Embajada británica le interesa tanto el asunto que lo pone en conocimiento de su servicio de inteligencia, y éste envía a un pez gordo. Y hoy mismo han asesinado a un agente de seguridad, que casualmente fue visto por última vez en casa del duque de la Igualada el día de la conjura. Puede ser un cúmulo de casualidades, es verdad, pero si no lo es, ese cuadro desprende un influjo maléfico que deja en pañales a Tutankamón.
– En tal caso -insiste Amos Salvador, ministro de la Gobernación-, ¿no sería mejor coger el toro por los cuernos? Ahora mismo me hago con una orden judicial y decomisamos el cuadro. Luego veremos.
Animado por la concreción de la propuesta, el teniente coronel Marranón se pone de pie para cursar las órdenes oportunas. Azaña le indica que vuelva a sentarse.
– Confieso que la idea me ha pasado por la cabeza y me tienta por varios motivos -dice-. Para empezar, tengo muchas ganas de ver el cuadro. Y si verdaderamente es un Velázquez, me encantaría sacarlo del sótano y donarlo al Museo del Prado. Pero no podemos obrar al margen de la legalidad. En los tiempos que corren hemos de ser especialmente meticulosos. Que nos conste, don Álvaro del Valle no ha cometido ningún delito. No lo es tener un cuadro valioso, ni entrevistarse con ciudadanos de cualquier tendencia política. Extremaremos la vigilancia y si tratan de sacar el cuadro del país o si podemos imputarles cualquier irregularidad, les echaremos el guante. Hasta entonces, estamos atados de pies y manos.
– Pero han asesinado a uno de mis hombres, señor presidente -gime el teniente coronel.
– Esa desgracia nos afecta a todos -responde Azaña- y a mí por partida doble, como ciudadano y como Jefe de Gobierno. Cada muerte violenta es un paso más hacia el abismo. Si no detenemos la rueda, pronto no habrá vuelta atrás. Pero lo dicho para el cuadro vale para el asesinato. Abriremos una investigación para aclararlo y para que recaiga sobre los culpables el peso de la ley, eso es todo. No será tarea fácil. Si, como acaba de contarnos el señor Whitelands, el capitán reconoció a los conjurados, éstos son los primeros sospechosos, pero es evidente que habrán borrado todas las pistas. El hecho de que el cuerpo haya aparecido en un solar descarta una muerte accidental en un enfrentamiento callejero. Pero tampoco podemos actuar por conjeturas, y menos contra unos generales en activo que en el momento de producirse los hechos se encontraban oficialmente a muchos kilómetros de Madrid. Sea como sea, la conjura parece estar en fase final. Pero insisto en que no podemos olvidar la muerte de ese tal Pedro Teacher. Tanto él como el capitán Coscolluela seguían de cerca al señor Whitelands. Probablemente hay una conexión que se nos escapa.
Calla, enciende un cigarrillo, consulta el reloj. Es muy tarde. Constatarlo le hace consciente de su propia fatiga. También los otros están pálidos y ojerosos. Suspira y continúa.
– Señores, como acabo de decir, estamos al borde del abismo. Por ahora, nadie se decide a seguir avanzando. Pero bastará un empujón para precipitar al país a la catástrofe. Y tengo el convencimiento de que este empujón, si llega a producirse, provendrá de un hecho menor en términos históricos, de algo que las generaciones futuras considerarán anecdótico y tendrán que magnificar para entender por qué un país se lanzó a una lucha fratricida pudiendo haberlo evitado. Y no me quito ese cuadro de la cabeza, demonios.
Hace una larga pausa y añade:
– Por el momento, como les he dicho, nada podemos hacer. Ahora bien, nada nos impide pedirle al señor Whitelands, aquí presente, que continúe investigando por su cuenta. El mismo nos ha comunicado su determinación de regresar a Londres cuanto antes, y a la vista de lo ocurrido, me parece una determinación muy razonable. Ni siquiera en mi condición de Jefe de Gobierno me atrevería a sugerirle que aplace su marcha hasta haber celebrado una última entrevista con el duque de la Igualada. Pero si lo hiciera, tal vez podría averiguar algo nuevo que nos permita desentrañar tanto misterio.
Sin poder dominar su creciente nerviosismo, el teniente coronel Marranón interrumpe en tono desabrido.
– Con el debido respeto, no me parece una buena idea. Esa misión entraña un alto riesgo. Esa gente no se para en barras y ya he perdido a un colaborador. No es así como haremos frente a la amenaza golpista, puñeta.
Anthony siente una leve emoción al interpretar, quizás erróneamente, que el teniente coronel se preocupa por su seguridad. Responde don Alonso Mallol.
– Siendo inglés, no se atreverán.
– Esos se atreven a todo. También Pedro Teacher era inglés. Y la Embajada no se mojará por un particular entrometido. En cambio a nosotros nos puede meter en líos.
Tercia Azaña.
– Todo tiene ventajas e inconvenientes, pero la discusión es ociosa. La última palabra la tiene el señor Whitelands.
El señor Whitelands, para desconcierto de todos, empezando por él mismo, ya ha tomado una decisión.
– Iré a esa casa -anuncia- tanto si a ustedes les parece conveniente como si no. He comprendido que no me puedo ir dejando las cosas como están. Me refiero al cuadro. Soy un experto en arte, tengo una reputación. Eso pesa más que la prudencia.
Calla otros motivos, porque no son de la incumbencia de los presentes.
– Les mantendré informados como buenamente pueda -sigue diciendo-. Y no se preocupen por mi Embajada. No le diré nada ni recurriré a ella. Bien sé que no me harían caso.
La reunión concluye. Las despedidas son breves. Todo el mundo tiene sueño. Un automóvil deposita al inglés cerca de la plaza del Ángel, para que haga solo el último trecho y nadie vea quién le ha acompañado. El recepcionista duerme en su silla con la cabeza sobre el brazo y el brazo en el mostrador. Coge la llave sin despertarlo y sube a la habitación. Por el cansancio, no le sorprende encontrar en la cama a la Toñina, entregada a un plácido sueño. Se desviste y se acuesta. La Toñina entreabre los ojos y sin decir nada le acoge y suple con ternura la inexperiencia de sus pocos años. Después de la agitación emocional de Paquita y de Lilí, estas sencillas caricias le resultan un bálsamo.