– No le hablo en estos términos para granjearme su simpatía ni mucho menos para apelar a su solidaridad, sino al contrario: todo cuanto ocurre hoy en España reviste un carácter de anormalidad y también, para qué negarlo, de peligrosidad. Por consiguiente, me haré perfecto cargo si en cualquier momento decide usted abandonar el asunto y regresar a su país. Dicho en otras palabras: actúe usted con criterios profesionales, anteponga su propio interés a cualquier otra consideración y no permita que las emociones se inmiscuyan en su decisión. No quiero tener un peso más sobre mi conciencia.
Con un gesto brusco apagó el cigarrillo en el cenicero, se levantó y fue a la ventana. La contemplación del jardín pareció tranquilizar su ánimo, porque volvió a sentarse, encendió otro cigarrillo y añadió:
– Si no me equivoco, nuestro común amigo le puso en antecedentes…
Anthony hizo un gesto afirmativo con la cabeza. Luego, ante el mutismo de su interlocutor, dijo:
– Su encantadora hija me ha informado, quizá sin proponérselo, de que tal vez se vayan a vivir al extranjero. Supongo que nuestro asunto tiene que ver con estos planes.
El duque suspiró y dijo con voz profunda:
– Mi hija es muy despierta. Yo no le he dicho nada al respeto, pero es natural que haya adivinado mis intenciones. Basta salir a la calle para calibrar lo insostenible de la situación. Hace más de un mes que la saqué del colegio por razones de seguridad. Un clérigo se ocupa provisionalmente de su formación, tanto moral como académica.
Extinguió el cigarrillo, encendió otro con gesto mecánico y prosiguió:
– Que estalle la revolución sólo es cuestión de tiempo. La mecha está encendida y nada la puede apagar ya. Voy a ser sincero con usted, señor Whitelands, yo no le tengo miedo a la revolución. No soy tan ciego que no vea la injusticia que ha imperado en España durante siglos. Mis privilegios de clase no me han impedido en varias ocasiones apoyar medidas reformistas, empezando por la reforma agraria. La gestión de mis fincas y el trato con los aparceros me han enseñado más en este sentido que todos los discursos, los informes y los debates de unos políticos de café, pasillo y ministerio. Creo posible una modernización de las relaciones de clase y del sistema económico que redundaría en beneficio del país en general y, en definitiva, en beneficio de todos los españoles, ricos o pobres. ¿De qué sirven las riquezas si la propia servidumbre está afilando el cuchillo que nos cortará el gaznate? Pero para la reforma es demasiado tarde. Por desidia, por incompetencia o por egoísmo, no ha habido entendimiento y a estas alturas una solución pacífica del conflicto dista de ser viable. Hace año y pico estalló una revolución comunista en Asturias. Fue sofocada, pero, mientras duró, se cometieron muchos desmanes, especialmente contra el clero. Las momias de las monjas fueron sacadas de sus sarcófagos y ultrajadas, el cadáver de uno de los muchos sacerdotes asesinados fue expuesto a la irrisión pública con un cartel que decía: se vende carne de cerdo. Estos actos no son propios de comunistas ni responden a ninguna ideología, señor Whitelands. Son simple salvajismo y sed de sangre. Luego intervino el Ejército y la Guardia Civil y la represión fue terrible. Hemos enloquecido, y no hay más que hablar. En estas condiciones, no me queda otra salida que sacar a mi familia del país. Tengo esposa y cuatro hijos, dos chicos y dos chicas. Lilí es la más pequeña. Tengo cincuenta y ocho años. No soy un anciano, pero he vivido mucho y he vivido bien. La posibilidad de que me maten no me ilusiona, pero tampoco me asusta ni me angustia. Si fuera por mí, me quedaría. La idea de huir va contra mi naturaleza; no sólo por lo que tiene de cobardía, sino por algo más. Abandonar España es como abandonar a un ser querido en la última etapa de una enfermedad incurable. Nada se puede hacer, pero mi puesto está junto al lecho del enfermo. No obstante, mi familia me necesita. Desde el punto de vista práctico, un héroe muerto es tan inútil como un cobarde muerto.
Se levantó bruscamente, dio unos pasos por el despacho y extendió los brazos.
– He hablado mucho y le pido disculpas. Mis preocupaciones le son ajenas. Pero quería mostrarle que no soy un especulador de obras de arte. Y últimamente tengo pocas ocasiones de hablar. Procuro mantener a los míos al margen de estas cosas y con los de fuera de casa ya no es lo mismo. La gente tiene miedo de expresar su opinión y no digamos de revelar sus planes. Ya no hay amigos, sino correligionarios.
Azorado, el inglés inició una confusa protesta ante la insinuación de que alguien pudiera malinterpretar las nobles y prudentes decisiones de su anfitrión. No Anthony Whitelands, ciertamente. Pero antes de hacer esta declaración, el melodioso repique de un carillón revoloteó por el aire azulado de la estancia. Se puso en pie el duque de la Igualada como si formara parte del mismo mecanismo de relojería y adoptando una expresión alegre exclamó:
– ¡Alabado sea el Santísimo Sacramento, la una y media y nosotros de chachara! El tiempo vuela, amigo mío, sobre todo en compañía de un viejo parlanchín y un oyente gentil y comprensivo. Sea como sea, no es cuestión de ponernos a trabajar a la hora de comer los cristianos. Lo dejaremos para un momento más propicio. Mientras tanto, sería un honor y un placer si se dignara compartir el refrigerio conmigo y mi familia. A menos, claro, que tenga usted otros compromisos.
– En absoluto -repuso el inglés-, pero de ningún modo quiero inmiscuirme en la vida familiar de ustedes.
– ¡Bobadas, amigo mío! En esta casa todo está permitido, menos hacer cumplidos. Y no se deje impresionar por este caserón: verá como somos gente sencilla.
Sin aguardar respuesta, tiró de un cordón de borla que colgaba del techo y al cabo de un rato irrumpió en el despacho el mayordomo y preguntó de un modo brusco si se le ofrecía algo al señor duque. Éste le preguntó si había vuelto el señorito Guillermo. El mayordomo no lo había visto.
– Está bien -dijo el amo con impaciencia-, haga que pongan un cubierto más a la mesa. Y que sirvan la comida a las dos y media en punto. Si el señorito Guillermo todavía no ha vuelto, comerá lo que haya, recalentado. Y dígale a la señora duquesa que tomaremos el aperitivo en la salita de música. Guillermo -explicó con una severidad poco convincente cuando el mayordomo se hubo ido a cumplir las órdenes recibidas- es mi hijo menor, pero el mayor de los botarates. Estudia Derecho en Madrid, pero se pasa una parte del año yendo y viniendo de las fincas. Es mi intención ir dejando paulatinamente en sus manos la administración de los bienes raíces. Desde hace unos meses no se mueve de casa. Su madre no vivía sabiendo cómo están las cosas en las zonas rurales, y no es para menos. Así que preferí tener a la familia en el aprisco. Pero a la juventud no se la puede atar corto. A las cuarenta y ocho horas de estar aquí las paredes se le caían encima y anteayer se fue de cacería al coto de unos amigos, con la promesa de volver hoy a media mañana. Ya veremos. Mi otro hijo está de viaje por Italia con dos compañeros de Facultad. Florencia, Siena, Perugia, ¡quién pudiera! Ha acabado la carrera de Derecho pero le pirra el arte, y no seré yo quien se lo reproche. Venga, señor Whitelands, le presentaré a mi mujer y tomaremos una copita de oloroso. El sistema de calefacción es antiguo y esto es un mausoleo. Ah, y en presencia de mi mujer y mis hijas, ni una palabra de lo que hemos estado hablando. No hay razón para alarmarlas más de lo que ya están.
Capítulo 5
Ardían alegremente unos troncos en la chimenea de la sala de música, cuya repisa presidía el busto blanco y taciturno de Beethoven. Una parte sustancial de la espaciosa pieza la ocupaba un piano de gran cola. Una partitura abierta en el atril y otras apiladas sobre el taburete evidenciaban el uso habitual del instrumento. Las paredes estaban tapizadas de seda azul y la ventana encuadraba un rincón del jardín con naranjos y limoneros.