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De su forma de hablar, Anthony dedujo que el duque no sabía nada de la muerte del untuoso galerista o era un consumado embustero. Se decidió por la primera de ambas opciones y dijo:

– Y ahora Pedro Teacher colabora en la venta del Velázquez que guarda usted en el sótano.

– Usted lo sabe tan bien como yo. La operación requería una persona de confianza. Quiero decir en el terreno profesional y también en el terreno personal y político. Pedro Teacher no reúne esas cualidades. Sus ideas políticas son conocidas y como experto en Velázquez no goza del prestigio suficiente. Un dictamen suyo no habría estado libre de sospechas. Por ese motivo recurrió a usted.

– ¿Sabía Pedro Teacher a qué iba destinado el producto de la venta?

– Más o menos. Pedro Teacher se identifica plenamente con nuestra causa. Me refiero a la de quienes deseamos acabar con el caos imperante e impedir que la horda marxista se adueñe de España.

– No lo entiendo. Pedro Teacher es inglés, a todos los efectos; en Londres tiene un negocio floreciente. Haber establecido lazos comerciales e incluso afectivos con personas de un país extranjero no basta para implicarse en la política práctica de ese país hasta el punto de incurrir en riesgos, tanto en España como en Inglaterra.

– Usted lo hace.

– Contra mi voluntad.

– Ayer, según creo, trató de escalar el muro de mi casa y hoy ha vuelto a meterse en la boca del lobo. No me diga que ha hecho ambas cosas contra su voluntad. A menudo el hombre más racional y materialista siente un impulso y casi sin percatarse de ello arroja alegremente por la borda su seguridad personal, sus prerrogativas, en suma, todo cuanto constituye su bienestar.

– Señor duque, ése no soy yo. Usted está hablando del marqués de Estella.

El duque cerró los ojos, como si la reacción producida por aquel nombre le incitara a recogerse unos instantes para poner en orden sus ideas y sus emociones. Cuando los reabrió había en ellos un fulgor que contrastaba con su congénita melancolía.

– ¡Ah, José Antonio!-dijo dirigiendo una mirada de complicidad al inglés-. Me consta que usted y él han congeniado. No me extraña. Nadie escapa al magnetismo de José Antonio; ni siquiera quienes desearían verlo muerto.

Usted es un hombre inteligente, honrado y, aunque se esfuerce en negarlo, un idealista sin remedio. Él lo advirtió desde el primer momento y así me lo hizo saber. Como todo auténtico líder, tiene la capacidad de juzgar a las personas al primer vistazo, de leer en las mentes y los corazones aquello que los demás se esfuerzan por ocultar al mundo y a menudo se ocultan a sí mismos. ¡Ay, si yo poseyera esta cualidad! Pero es inúticlass="underline" soy ciego cuando se trata de vislumbrar las intenciones del prójimo.

Se levantó de su butaca y dio unos paseos por la alfombra. En su interior había muchas contradicciones y muchas disyuntivas, necesitaba comentarlas con alguien y no tenía a su alrededor un confidente dispuesto a escucharle y a entenderle. En aquellos tiempos convulsos, nadie estaba en la disposición de ánimo necesaria para escuchar una idea o un problema personal que no fuera el propio. Debido a su condición de extranjero y a su actitud indolente, Anthony se había convertido en el receptáculo idóneo de las confesiones de muchas personas y en la válvula de escape de los arrebatos de algunas. Demasiado tarde se daba cuenta de esta característica, que le había inducido a malinterpretar acciones y reacciones relacionadas con él. Ahora el duque, atrapado en esta mecánica, ya no podía dejar de hablar.

– En su día fui acérrimo defensor de la Dictadura de Primo de Rivera. Conocía a don Miguel íntimamente y sé que no asumió las cargas del poder por ambición personal, sino a sabiendas de que aquél era el único modo de salvar la Monarquía y todo lo que la Monarquía representaba. Para entonces la conjura marxista ya había infectado todos los órganos del cuerpo social, ante la inacción de unas fuerzas vivas aletargadas y con el beneplácito de los mismos intelectuales que hoy se rasgan las vestiduras y claman contra la República. Nadie lamentó tanto como yo la caída de Primo de Rivera, porque en la cobarde complacencia de todos, empezando por el Ejército, pude ver con claridad el anuncio de lo que se avecinaba. Caído y exiliado Primo de Rivera, me convertí en un segundo padre para José Antonio, no sólo por ser hijo de un amigo en desgracia, sino porque en la pasión con que defendía su memoria podía delegar mi propia rabia. En la temeridad con que aquel muchacho era capaz de enfrentarse verbalmente o a puñetazo limpio a individuos y a instituciones mucho más fuertes que él yo compensaba el valor que nunca he tenido.

Volvió a sentarse, se pasó la mano por la cara, encendió un cigarrillo. Luego prosiguió en tono cansino, como si el desahogo le causara más pena que alivio.

– Naturalmente, ni yo ni nadie podía evitar lo que sucedió. Me refiero al sentimiento entre Paquita y José Antonio. En circunstancias normales, nada me habría complacido más que tenerlo por yerno, pero tal como están las cosas, no podía consentir la relación. La vida de José Antonio ha estado marcada por la violencia desde el principio y todo apunta a un violento final. No quiero ver a mi hija convertida en una Pasionaria de derechas. Soy blando y acomodaticio de natural, pero en este aspecto me mantuve firme. Y ellos, contraviniendo su temperamento impulsivo, acataron mi decisión. Sé cuánto han sufrido los dos por esta causa, pero no me arrepiento. El curso de los acontecimientos me reafirma en mi convicción, y siempre cabe la esperanza de que las cosas cambien para bien.

– Y mientras no cambian, usted suministra armas a José Antonio; o el dinero para procurárselas.

– No tengo más remedio. Sin armas para defenderse, hace tiempo que lo habrían matado, a él y a sus camaradas. José Antonio tiene una misión histórica que cumplir; yo no puedo apartarlo de su camino, pero haré todo lo posible para protegerlo.

– Usted sabe el uso que hace la Falange de esas armas.

– Tengo una vaga idea. Nadie me cuenta y yo no pregunto. En el fondo, da lo mismo: las armas sólo sirven para una cosa. En este caso, la posibilidad de devolver golpe por golpe mantiene a raya al enemigo.

– No sea ingenuo -dijo Anthony-. El propósito de la Falange no es sobrevivir. El propósito de la Falange es la implantación en España de un estado fascista. José Antonio rechaza la Monarquía y promueve un régimen sindical muy parecido al socialismo. Yo le he oído defender este programa, en público y en privado, con mucho brío y elocuencia.

El duque se encogió de hombros.

– De eso sí estoy informado. Mis dos hijos me han salido fervientes falangistas y me llenan la cabeza a todas horas con sus consignas. No me preocupan demasiado. Si un día la Falange llega a imponer su ideario, no tardará en volver al redil de donde ha salido. También en Italia los fascistas se comían a los niños crudos, y ahora Mussolini va de bracete con el Rey y con el Papa. La revolución bolchevique, la que viene de abajo, es irreversible; por el contrario, la que viene de arriba es pura retórica, porque no se nutre de la lucha de clases ni la fomenta.

Aplastó el cigarrillo en el cenicero, encendió otro y reanudó el deambular perorando como si estuviera solo en el gabinete.

– Justamente de eso trato de convencer a los generales. Son cortos de miras, recelosos de lo que no entienden y no controlan, y tercos como mulas. Los han adiestrado para ser así y en su manera de ser radica su eficacia, no lo niego, pero en los momentos decisivos, esas cualidades son una rémora. Aborrecen a José Antonio porque, sin pertenecer al estamento militar, tiene más autoridad y más prestigio que cualquier general, y sus escuadras son más disciplinadas, más valientes y más fiables que la tropa regular. Por este motivo y no por diferencias ideológicas, le tienen más ojeriza que al verdadero enemigo. De buena gana pasarían por las armas a todos los falangistas. No lo harán, porque José Antonio cuenta con un apoyo mucho más amplio de lo que parece. Los patriotas y la gente de orden están con él, y sólo la violencia que le rodea les impide manifestar una adhesión más explícita. En consecuencia, los militares lo toleran a regañadientes y tratan de marginarlo por medios indirectos. Nos presionan para que retiremos nuestro apoyo a la Falange y así acabar con el movimiento por asfixia, o esperar a que, sin armas ni dinero, vayan cayendo de uno en uno.