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Se dirigió a Anthony con la expresión y ademanes de quien litiga ante un tribunal.

– Es un grave error del que intento en vano sacarlos. Si aceptaran establecer una alianza con la Falange, no sólo ganarían un aliado formidable a la hora de entrar en acción, sino que dispondrían de una teoría de Estado de la que ahora carecen. Sin el apoyo doctrinal de José Antonio, el golpe de Estado será una vulgar militarada, encumbrará al más bruto y durará un soplo.

– ¿Se lo ha dicho tal cual a José Antonio?

– No. José Antonio menosprecia a los militares. Culpa al Ejército como institución de haber traicionado a su padre, pero no se imagina que el mismo Ejército que dejó en la estacada al Dictador está dispuesto a repetir la jugada con su hijo. Tal vez se barrunta alguna maniobra para orillar a la Falange, nada más. Si tuviera conocimiento exacto de lo que realmente traman los generales, seguramente cometería una locura. Por eso prefiero mantenerlo en la ignorancia.

– ¿Qué tipo de locura?

– Iniciar la revuelta en solitario. La idea le ronda por la cabeza desde hace tiempo. Cree que si la Falange toma la iniciativa, el Ejército tendrá que secundarla inexcusablemente. No concibe que Mola y Franco serían capaces de contemplar una masacre de falangistas sin pestañear y luego utilizarla como pretexto para restablecer el orden por la fuerza. De ahí mi dilema, señor Whitelands: si hago caso a los generales y dejo inerme a la Falange, cometo un crimen; pero si les proporciono las armas que necesitan, tal vez cometa uno mayor al enviarlos a una muerte segura. No sé qué hacer.

– Y mientras usted se decide, Velázquez sigue en el sótano.

– Eso ahora no tiene la menor importancia.

– Para mí sí.

El duque seguía en pie. Anthony se levantó a su vez. Los dos hombres cruzaban y desonzaban sus pasos por el amplio gabinete. Al pasar frente a la ventana, Anthony creyó ver de reojo moverse una figura en el jardín. Al mirar no vio a nadie y supuso que le había engañado la sombra pasajera de una nube o una rama movida por el viento.

– Señor duque -dijo sin interrumpir la caminata-, le voy a hacer una proposición. Si consigo disuadir a José Antonio de iniciar la insurrección y le convenzo de supeditarse a los dictados del Ejército, ¿me autorizaría a revelar la existencia del Velázquez?- No es mucho pedir: renuncio a cualquier beneficio derivado de la posible venta del cuadro, legal o ilegal, dentro o fuera de España. Como usted ha dicho antes, tal vez soy un idealista, pero mis ideales no son de orden político: no aspiro a cambiar el mundo. Como parte de mis estudios, poseo el conocimiento suficiente de la Historia para saber a qué han conducido todos los intentos de mejorar la sociedad y la naturaleza humana. Pero en el Arte sí creo, y por el Arte estoy dispuesto a darlo todo; o casi todo: no soy un héroe.

El duque había escuchado la proposición del inglés sin dejar de caminar con las manos cruzadas a la espalda y la mirada fija en la alfombra. De repente se detuvo, miró a su interlocutor con fijeza y dijo:

– Por un momento temí que incluiría a mi hija en el intercambio.

Sonrió el inglés.

– Francamente, lo he considerado. Pero siento un gran respeto por Paquita y nunca la haría objeto de una transacción. Ha de ser ella quien corresponda a mis sentimientos y no me hago ilusiones a este respecto, con el Velázquez me doy por bien pagado.

El duque abrió los brazos en ademán aprobatorio.

– Es usted un caballero, señor Whitelands -exclamó con énfasis.

Anthony no pudo evitar enrojecer al oír el elogio de un padre que desconocía lo ocurrido entre él y sus hijas.

– ¿Y cómo piensa convencerle? -añadió el duque acto seguido-.José Antonio no es de los que se rinden fácilmente.

– Déjelo en mis manos -respondió el inglés-. Llevo un as oculto en la manga.

Capítulo 36

Doña Victoria Francisca Eugenia María del Valle y Martínez de Alcántara, marquesa de Cornellá, más conocida por el castizo diminutivo de Paquita, sentía aumentar su zozobra conforme iban pasando las horas que la separaban del momento decisivo en que había dejado su honra y su virtud entre los brazos de un inglés. Nada de lo ocurrido desde entonces, a decir verdad, había contribuido a reinstaurar en su alma la tranquilidad perdida. Buscando refugio en el manso aislamiento del jardín, se había encontrado en mitad de un frenético altercado entre unos generales de paisano y un mutilado de guerra encaramado al muro. El intento de obtener el perdón y la guía espiritual del padre Rodrigo había chocado con la intransigencia inapelable del clérigo. A este penoso incidente había seguido un desapacible registro en busca de un posible intruso, cuya identidad Paquita creía adivinar para incremento de su desazón. Restablecido finalmente el orden, la cena familiar había sido peor que el trastorno precedente: su padre, visiblemente abrumado, apenas si ingirió por cortesía una mínima porción de cada plato; su madre, aduciendo una ligera indisposición, dejó intacta la comida; su hermano Guillermo sí dio buena cuenta de su ración, pero de un modo automático y en un silencio huraño; por último, Lilí, que era la alegría de la casa, parecía la más triste, la más absorta en sus preocupaciones y la más desganada. A media cena se les unió el padre Rodrigo, que venía, según dijo, de visitar a un enfermo grave; sin disimular su irritación, masculló unas jaculatorias, mordisqueó una rebanada de pan, bebió un sorbo de vino y abandonó la mesa y el comedor después de haber fulminado a Paquita con una mirada cargada de profundo desdén.

Aquella noche casi no durmió la joven marquesa. En vela, se esforzaba inútilmente por frenar el torbellino de ideas y sensaciones que se agitaban en su mente sin concederle tregua. Si el cansancio la vencía, sus sueños parecían la proyección de una película obscena y delirante, filmada por el diablo. Al despuntar el alba perdió intensidad el aquelarre nocturno hasta ser desplazado por una desolada tristeza y un impreciso sentimiento que pugnaba por definirse como la luz del amanecer rescata al mundo de la oscuridad. Y de todos los tormentos sufridos, este vago sentimiento era el peor. Pasó buena parte de la mañana tratando de alejarlo. En dos ocasiones se cruzó con Lilí por los pasillos de la mansión, y aquélla, en vez de echarle los brazos al cuello, cubrirle de besos las mejillas y ponerla al corriente de las mil chiquillerías que mariposeaban por su alocada cabecita, se limitó a lanzarle una mirada furtiva, velada por algo incomprensiblemente parecido al odio.

Hacia el mediodía, como la casa se le caía encima, se dispuso a salir. Su estado de ánimo le impulsaba a buscar la soledad, pero confiaba en que al sumergirse en la masa, el mudo contacto con hombres y mujeres anónimos, ocupados en sus quehaceres, confortados por sus alegrías y preocupados por sus problemas, le ayudaría a relativizar su propio caso. Ya tenía puestos el abrigo y los guantes y el bolso en la mano cuando la doncella entró en la alcoba. Una mujer preguntaba por la señora marquesa de Cornellá. Al ver su aspecto andrajoso, el mayordomo la había reexpedido a la puerta de servicio y ahora aguardaba en la cocina. No había querido decir su nombre ni revelar el objeto de su presencia en el palacete; había dado el nombre de la señora marquesa y manifestado no ya el deseo, sino la necesidad de hablar con ella urgentemente. No daba la impresión de estar loca ni de ser peligrosa, traía consigo un fardo abultado y sostenía en brazos un niño de teta.