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El primer impulso de Paquita había sido despachar sin más a la visita inoportuna, pero la mención del bebé le hizo cambiar de idea. Como la prudencia aconsejaba no permitir el acceso de la desconocida a la casa, fue a su encuentro al lugar donde la había confinado su desventurado aspecto. En una pieza anexa a la cocina una mujer rolliza almidonaba y planchaba la pechera de una camisa en la que había bordada una corona sobre unas iniciales en letra gótica. Paquita le hizo salir y allí, de pie, tuvo lugar la entrevista con la Toñina.

– Quizá -empezó diciendo ésta después de muchos carraspeos y muchos sonidos correspondientes a otras tantas tentativas de frase abandonadas a medio proferir-, quizá la señora se acuerde de ayer, cuando nos encontramos en la habitación del hotel de aquel señor extranjero. Yo…

– Lo recuerdo bien -atajó Paquita con una altivez exagerada para dejar claro desde el principio que la coincidencia aludida y todo lo que de ella pudiera inferirse no establecía entre ambas ninguna complicidad ni reducía el abismo que las separaba.

La Toñina lo entendió así y apreció la nobleza implícita en el reconocimiento. Temía estrellarse con una rotunda negación que habría echado por tierra su propósito.

– Gracias -dijo bajando la voz-. Lo decía para… Me refiero a que una servidora no ha venido a darla una explicación, sino por otra cosa. Una servidora, con perdón, es puta. Me vengo a referir a que sé cuál es mi sitio. Disculpe también si he traído al crío. No tenía con quién dejarle. Mi madre se hace cargo de él, pero hoy no podía… No ella, sino una servidora… Resumiendo, que una servidora se está yendo de Madrid a la chita callando. No sé si volveré algún día. Nadie está enterado de mi huida: sólo yo y, en este momento, la señora.

A la mención del bebé, Paquita no pudo evitar que sus ojos se dirigieran a la pañoleta que lo envolvía. Entre los pliegues distinguió unos párpados abultados y unas facciones abotagadas y sin gracia. Esta fisonomía tan poco angelical la conmovió. Volvió a enderezar la cabeza para no perder la compostura y ordenó:

– Dime de una vez a qué has venido.

– Es por el señor inglés. No sabía a quién acudir, si no era a la señora.

– Yo no tengo nada que ver con ese individuo. Apenas lo conozco.

La Toñina recordó la sangre en la sábana, pero comprendió la inconveniencia de sacar aquel tema a colación.

– Ni una servidora dice lo contrario. La señora es muy libre de conocer o no conocer a quien le parezca. Pero si nadie se interpone, lo van a matar. Esta misma tarde. Todo está dispuesto, y la orden dada.

– ¿La orden?

– Sí, señora, la orden de matarlo. Y una servidora no quería tener nada que ver con eso. El señor inglés, con el permiso de la señora, siempre se ha portado bien conmigo. En el trato y a la hora de pagar. Y con el crío, cuando ha habido caso. Es un buen hombre.

– Entonces, ¿por qué quieren matarle?

– ¿Por qué va a ser, señora? Por la política.

El cuarto de plancha estaba sumergido en un vaho cálido y al no disponer de más mobiliario que el imprescindible para el desempeño de la función a que estaba destinado, las dos mujeres permanecían de pie. Paquita conservaba el abrigo puesto, para indicar que la entrevista había de ser concisa, y la Toñina, el bebé dormido en brazos.

– Poco podré hacer si no eres más concreta -dijo Paquita con impaciencia y enojo. Habría preferido no saber nada de aquel asunto, pero ahora ya no había vuelta atrás.

– Mucho más no la puedo decir -repuso la Toñina-. Servidora sólo sabe de la misa la media y no quiere comprometer a nadie. No puedo darla nombres. Hace un par de días vino a casa una persona. Yo no la vi. En secreto la llaman Kolia. ¿A la señora le suena?

– No, ¿quién es?

– Un agente de Moscú. El Higinio…, quiero decir, un amigo que me ha hecho como de padre, es del partido comunista. A veces recibe órdenes y las ha de cumplir a pies juntillas. Kolia vino a decirle que se cepillara a Antonio. Antonio es el señor inglés.

– Ya lo sé. ¿Y qué más? Cuéntamelo todo.

– Una servidora no estaba presente. Cuando llegué, Kolia se había ido. Mi madre y el Higinio discutían. Delante de mí cerraron el pico, pero desde el cuarto les oía. Estaban muy preocupados y hablaban a voces. El Higinio nunca ha matado a nadie. Ni se le ha pasado por las mientes. Es bueno como el pan bendito.

– Pero esta vez lo hará.

– Si se lo manda el partido, no se puede negar. La obediencia al partido es lo primero. Sólo así alcanzaremos nuestros objetivos, como dijo Lenin.

A la mención de este nombre el bebé abrió los ojos y emitió unos gemidos.

– Tiene hambre -anunció la Toñina.

– ¿Le das de mamar? -preguntó Paquita.

– No, señora. Ya está crecido. Come miga de pan con leche si se puede, y si no, miga de pan con agua.

– Diré que le calienten un poco de leche. ¿Le gusta el cacao?

– Huy, señora, en mi casa no se hacen esos despilfarras.

Paquita pasó a la cocina, donde el calor se mezclaba con el olor a guisado. Se sintió mareada, pero resistió la tentación de desprenderse del abrigo, dio las órdenes oportunas y volvió al cuarto de plancha.

– ¿Por dónde andábamos? -preguntó.

– Esta tarde una servidora tenía que llevar al señor inglés a un lugar cerca de la Puerta de Toledo donde lo estará esperando el Higinio, quizá con otros camaradas, para darle el paseo. Pero una servidora no quiere ser cómplice y por eso se las pira. Claro que si no lo hago yo, otra persona lo hará, a menos que la señora lo impida. Eso sí, la señora me ha de prometer que no irá con el cuento a la policía. No quiero que le pase nada al Higinio. ¿Me lo promete?

Paquita se asfixiaba y la cabeza le daba vueltas. Necesitaba aire y tiempo para reflexionar.

– Ven -dijo-, salgamos de aquí.

Al abrir la puerta estuvo a punto de arrollar a una doncella uniformada que se disponía a entrar en el cuarto de plancha con una bandeja. Paquita le ordenó que las siguiera y las tres mujeres y el bebé salieron a un costado estrecho y umbrío del jardín, atravesado por una corriente de aire frío. Paquita llevó a la pequeña comitiva hasta un rincón soleado donde había un banco y una mesa de piedra, junto a una estatua de mármol en una hornacina hecha de cipreses recortados. El apacible rincón era visible desde las ventanas del palacete y Paquita se preguntaba cómo justificaría la escena si alguien la presenciaba. Las mujeres de la casa hacían frecuentes obras de caridad y la propia Paquita tenía varias familias mendicantes a su cargo, pero nunca había traído a casa a una pordiosera y menos para departir a aquella hora en el jardín. La vida se le estaba complicando mucho a la joven marquesa de Cornellá.

La doncella depositó sobre la mesa la bandeja, en la que había un tazón de leche con cacao y un plato con un panecillo de Viena y unas lonchas de salchichón.

– El embutido es para ti -le dijo a la Toñina cuando la doncella se hubo retirado-. He pensado que tendrías hambre. Si no, te lo puedes llevar para el viaje.

– Muchas gracias, señora -dijo la Toñina mientras trataba de introducir la leche con cacao en la boca del bebé con una cucharilla.

Como la dificultad de la operación no dejaba espacio al diálogo, Paquita aprovechó la tregua para reflexionar. En primer lugar, nada le garantizaba que fuera cierta la historia que le acababa de contar una desconocida que no tenía empacho en propagar su degradante profesión. Probablemente, pensó, todo formaba parte de un sucio plan de extorsión. Aquella mujerzuela la había sorprendido saliendo de la habitación de Anthony y se proponía sacar provecho del descubrimiento, pero, sin más pruebas que el escaso valor de su palabra, trataba de enredarla en un plan rocambolesco. Lo único razonable era llamar al servicio y hacer que pusieran de patas en la calle a la mujer y al bebé.