– Sigo sin entender nada -dijo en voz alta-. Para enviar a un agente desde Moscú con el único objeto de matar a un hombre, ese hombre ha de haber hecho algo muy gordo.
– No sé qué decirla, señora. Una servidora sólo sabe cosas sueltas. El señor inglés, cuando ha bebido de más o cuando está cachondo, con perdón de la palabra, siempre habla de un cuadro. Si hay relación o no la hay, servidora no lo sabe, pero se lo comento por si a la señora la sirve de referéndum.
Los recelos de Paquita perdían consistencia ante la prueba patente de la confianza existente entre Anthony y la mujer que tenía delante.
– ¿Y no habría sido más sencillo prevenir del peligro directamente a ese señor inglés, en vez de venir a contármelo a mí, que apenas le conozco? -preguntó.
– Más sencillo quizá sí -repuso la Toñina-, pero inútil. El señor inglés es un poco tontaina para según qué cosas.
Paquita no pudo evitar una sonrisa. La concurrencia de pareceres salvó por un instante la brecha abierta entre las dos mujeres. Luego las cosas se volvieron a colocar de nuevo en su sitio.
– Aparte de eso -prosiguió la Toñina-, está el riesgo propio. Traicionar al partido es malo para el futuro del proletariado, pero aún es peor para el presente del que lo hace. Bastante me la juego viniendo a ver a la señora. Y si yo falto, ¿quién se ocupará de este pobre hijo del pecado?
A la mención de tan dramática perspectiva, el hijo del pecado vomitó todo lo ingerido y rompió a llorar con desconsuelo.
– ¿Tienes pensado a dónde vas a ir? -preguntó Paquita desviando la mirada y dando a entender con esta pregunta el inmediato fin de la entrevista.
– A Barcelona, como todas.
Paquita abrió el bolso y sacó unos billetes y una tarjeta de visita.
– Cógelo -dijo-. Te hará falta. Y si una vez en Barcelona quieres cambiar de vida, ve a casa del barón de Falset, enseña mi tarjeta y di que te envía su prima Paquita de Madrid. El te ayudará. Si prefieres esperar a que se cumpla lo que dice Lenin, es cosa tuya.
Acompañó a la Toñina y al bebé hasta la puerta lateral del jardín. Antes de salir, la Toñina quiso besarle la mano en señal de agradecimiento, pero Paquita retiró bruscamente la suya y aceleró los trámites de la despedida. Luego cerró la puerta y se puso a dar vueltas entre los arrayanes, tratando de resolver el enredo emocional, intelectual y práctico en que se encontraba. Poco podía sospechar que en aquel mismo instante el objeto de sus preocupaciones se encontraba a muy corta distancia del palacete.
En efecto, inmediatamente después de concluir la conversación con el duque de la Igualada, Anthony Whitelands salió a la calle, buscó un teléfono, llamó a la casa que acababa de abandonar y preguntó por el señorito Guillermo. Por fortuna éste no había salido, como tenía por costumbre. La víspera se había quedado trabajando hasta tarde y ahora, recién bañado, se disponía a desayunar. Cuando lo tuvo al aparato, Anthony se identificó y lo citó en la cafetería Michigan. El joven Guillermo no tardó en acudir. Mientras daba cuenta de un copioso desayuno, el inglés le preguntó si había averiguado algo nuevo acerca del presunto traidor en el seno de la Falange. Como no había novedad al respecto, Anthony volvió a preguntar si todavía creía buena idea que él hablara con José Antonio sobre el particular. Guillermo asintió vivamente. Anthony le encargó mediar en el encuentro.
– Busca un sitio discreto, a la hora que a él le convenga, y comunícamelo. Aunque iré desarmado, dile que puede traer sus pistolas, pero no a sus pistoleros. Hemos de vernos a solas.
Guillermo del Valle se dispuso a cumplir el encargo con prontitud, pero tropezó con más dificultades de las previstas. En el Centro de la calle de Nicasio Gallego, donde se personó hacia las dos de la tarde, no tenían noticia del Jefe. Había convocada una reunión del Consejo Nacional a las siete; hasta esa hora, nadie conocía el paradero de ningún consejero. Guillermo del Valle salió del Centro y pasó por el hotel donde se alojaba Anthony para informarle del resultado de su gestión. Como el recepcionista le dijera que el señor Whitelands había abandonado el hotel hacía un rato sin dejar dicho adónde iba, Guillermo del Valle dejó una nota en la que decía que volvería a pasar por el hotel en cuanto supiera algo, si bien veía improbable concertar el encuentro para aquel mismo día, como deseaba Anthony. Las reuniones del Consejo Nacional solían durar horas y al finalizar, sus miembros se iban a cenar y luego a beber y discutir a La ballena alegre hasta las tantas.
El retraso en los planes contrarió al inglés. Subió a la habitación esperando encontrar allí a la Toñina y su ausencia le irritó aún más. Incapaz de concentrarse en una tarea intelectual y sin saber cómo entretener sus horas, se tumbó en la cama y no tardó en quedarse profundamente dormido.
Ya era oscuro cuando abrió los ojos. Bajó a la recepción y preguntó si alguien le había dejado algún recado. El recepcionista respondió afirmativamente. Hacía una hora, poco más o menos, había llamado un señor y había rogado al recepcionista que le dijera de su parte al señor Whitelands que se reuniera con él a las ocho en punto en un lugar determinado. El señor en cuestión hablaba con acento inglés y había dado un nombre imposible de entender. Anthony supuso que se trataba de algún funcionario de la Embajada. Al mostrarle el recepcionista el lugar de la cita, escrito por éste al dictado, no lo reconoció.
– ¿Está lejos la calle de la Arganzuela? -preguntó.
– Un poco -dijo el recepcionista-. Vale más que coja un taxi o el metro hasta la Puerta de Toledo. La calle de la Arganzuela queda por ahí.
Capítulo 37
La independencia de criterio, la capacidad de tomar una decisión sin miedo y mantenerla sin titubeos habían sido las características predominantes de su temperamento desde la cuna, y le habían granjeado la admiración de quienes la conocían y a veces el recelo de quienes la trataban. Si hubiera venido al mundo en el seno de una familia menos constreñida, sin duda habría recibido el influjo de la Institución Libre de Enseñanza, habría abrazado los principios del incipiente movimiento feminista español y habría pertenecido al Lyceum Club, como tantas mujeres de su tiempo. Cegadas estas vías de desarrollo personal, había puesto el ingente caudal de sus dotes personales al servicio de los suyos. La futilidad de este despilfarro no pasaba inadvertida a su inteligencia: a menudo se sentía agraviada y en varias ocasiones había acometido aventuras desmesuradas para liberar una presión que amenazaba su equilibrio mental. Era la mayor de cuatro hermanos, pero el ser mujer la excluía de los derechos y funciones inherentes a la primogenitura. Los ejercía en la práctica, porque su padre era consciente de sus méritos y se apoyaba en ella más que en sus hijos varones, pero este reconocimiento tácito por parte de alguien inmerso en la vetusta tradición patriarcal española era visto por todos como una debilidad, lo que derogaba el título que confería y en un solo acto cerraba las puertas que abría.
Así era la mujer que paseaba su agitación por los ordenados senderos del jardín de un palacete del Paseo de la Castellana un mediodía de marzo de 1936, buscando inútilmente una salida airosa a su dilema. Las cualidades mencionadas antes le habían desertado cuando más las necesitaba. Tan confundida estaba, que no oyó acercarse a otra persona con paso ligero y se sobresaltó al ser interpelada por una voz alegre y tierna.
– ¿Qué te pasa, Paquita? Llevo rato observándote desde el balcón de mi cuarto y pareces de lo más nerviosa.
Paquita sintió un gran alivio al ver que quien la interrogaba era su hermana Lilí. Aunque la diferencia de edad en unas etapas de la vida marcadas por cambios rápidos y determinantes había impedido que floreciera entre ambas una verdadera amistad, a la corriente de cariño natural entre hermanas se sumaba en este caso una afinidad derivada tanto de las similitudes como de las diferencias en sus respectivas personalidades. Al igual que Paquita, Lilí poseía inteligencia, viveza e ingenio, pero su temperamento era más reflexivo, más pasivo y menos romántico. Paquita adoraba a Lilí, en parte porque se veía reflejada en muchos aspectos y en parte porque adivinaba en su hermana cualidades superiores a las propias: más capacidad intelectual para abordar las cuestiones fundamentales, mayor control de las emociones y una predisposición al altruismo de la que ella creía carecer. En estas condiciones, la irrupción de Lilí no podía ser más oportuna: tarde o temprano la barrera de la edad había de venirse abajo y aquél era el momento idóneo para la metamorfosis, ya que Paquita percibió que su hermana se había convertido repentinamente en una mujer con capacidad para comprender su zozobra.