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– Ay, Lilí, me encuentro en una terrible disyuntiva -dijo Paquita. Y al expresar verbalmente su angustia ante un alma gemela, sus ojos se inundaron de lágrimas.

Lilí abrazó a su hermana. De sus ojos había desaparecido todo indicio de malquerencia y ahora brillaba en ellos un fulgor nuevo y extraño que Paquita, dominada por sus propios sufrimientos, no advirtió ni, de haberlo advertido, habría sabido interpretar.

– Ven -dijo Lilí-, sentémonos en aquel banco y cuéntame lo que te preocupa. No tengo mucha experiencia del mundo de los adultos, pero soy tu hermana, te conozco y te quiero más que a nadie y esto suplirá mi ignorancia.

Anduvieron abrazadas hasta un banco de hierro situado bajo una pérgola y alejado del que todavía conservaba huellas del paso reciente de un bebé indispuesto; se sentaron y Paquita abrió su corazón a Lilí, refiriéndole todo lo que en esencia el lector ya sabe: su amor por José Antonio y la decidida oposición del duque a permitir una unión que sabía de antemano sembrada de peligros y sinsabores y la noble aceptación de dicho mandato por parte de José Antonio, imbuido del papel que le tenía reservado la Historia y consciente de estar predestinado a una muerte heroica y prematura; si bien esta renuncia varonil venía sustentada en buena medida por el hecho de que él, además de ser un paladín de la patria y un aspirante a mártir, era un redomado putero. Por otra parte, aunque José Antonio era sensible a las justas demandas de la mujer moderna y no había tenido empacho en incorporar a su ideario una cumplida respuesta a la cuestión, su percepción del problema era sólo intelectual. En la práctica, jamás habría accedido a mantener una relación socialmente inadmisible con la mujer que amaba: era un revolucionario en muchos aspectos, pero también era defensor acérrimo del rancio catolicismo indisociable de la esencia de España. De este modo, a medida que Paquita veía trascurrir los días, los meses y los años, su resignación se transformaba en exasperación y la exasperación en abierta rebeldía. Cuando el azar introdujo en el estrecho círculo familiar a un extranjero bien parecido, discreto y destinado a desaparecer de sus vidas en breve y para siempre, Paquita concibió un proyecto alocado.

Al llegar a este punto de su narración, Lilí, que la escuchaba con la máxima atención, no pudo reprimir un hondo suspiro. Paquita lo tomó como una muestra de condolencia; sonrió tristemente, tomó entre sus manos las de su hermana y trató de aligerar sus temores infantiles. Contra todo pronóstico, le explicó, la experiencia no había sido terrible. El inglés se había comportado con una gentileza no exenta de fogosidad y con un entusiasmo verdaderamente contagioso. En fin de cuentas, la operación -y Paquita no pudo evitar enrojecer hasta la raíz del cabello al confesarlo-, lejos de ser dolorosa y vejatoria, había resultado bastante grata.

– Que Dios me perdone -exclamó-, y perdóname tú también, queridísima Lilí, por el mal ejemplo que te estoy dando. Tú eres todavía una niña y estas cosas ni siquiera han pasado por tu imaginación. Si te las cuento es porque estoy desesperada y no tengo a nadie más en quien confiar.

Perdida en sus recuerdos y abrumada por las consecuencias de sus actos, Paquita no se percató del cambio experimentado por su interlocutora: Lilí había retirado las manos, enderezado la espalda y vuelto ligeramente la cabeza mientras sus párpados entrecerrados ocultaban una mirada fría.

– Lo malo, sin embargo -prosiguió Paquita-, vino luego.

Consciente de haber cometido un pecado que le acarrearía la condenación eterna si le sobrevenía la muerte, había acudido al padre Rodrigo en busca de la absolución. La reacción del clérigo le hizo comprender que había cometido un acto abominable no sólo a los ojos de Dios, sino también a los ojos de los hombres. Demasiado tarde se dio cuenta de que no había perdón para ella y de que nunca sería capaz de dar cuenta a José Antonio de su incalificable conducta.

– Hace un instante ha venido a verme una pobre mujer del arroyo, cargada con el fruto de sus extravíos -añadió mirando de soslayo el banco donde el fruto de los extravíos había dejado su deleznable impronta-, y mientras hablaba con ella desde la altura de mi supuesta honorabilidad, me preguntaba qué diferencia había, mejor dicho, qué diferencia hay, entre esa mujerzuela y yo. Pero lo peor, queridísima Lilí, lo peor…

Aquí las palabras de Paquita se vieron interrumpidas por un sollozo, al que siguió un copioso llanto. En el ánimo de Lilí se libraba una lucha entre el impulso de abrazar a su hermana y dispensarle el consuelo de su cariño, y la secreta rivalidad por causa del inglés. Finalmente se quedó inmóvil y expectante. Paquita recuperó la serenidad al cabo de un rato e hizo un esfuerzo supremo por enfrentarse a una verdad que no tenía el valor de admitir y menos aún de formular. Como suele suceder a las almas nobles, guiadas por un ardiente deseo de perfección, sufría atrozmente al sentir el llamamiento humillante de la vulgaridad.

– Le amo -susurró-. Es absurdo y patético, pero me he enamorado de Anthony Whitelands.

Lilí cerró los ojos y mantuvo la compostura. Tras una pausa se aclaró la garganta y dijo:

– ¿Y qué pasará ahora con José Antonio?

Al interesado, en aquel mismo momento, le tenía ocupado un asunto de más trascendencia.

Dos años atrás, Ramón Serrano Suñer, amigo íntimo y correligionario de José Antonio Primo de Rivera, se había casado con Zita Polo, una hermosa asturiana de buena familia, cuya hermana, Carmen, estaba casada a su vez con el general Francisco Franco. Decidido a agotar todos los recursos conducentes a una alianza con el Ejército que dejase a salvo la independencia por parte de los golpistas de acción de la Falange y asegurase la futura aceptación de su avanzado programa social, José Antonio había pedido la mediación de Serrano Suñer para conseguir una entrevista con Franco, a lo que éste había accedido con tanta prontitud como pesimismo en cuanto al resultado. Diez años más joven que Franco, alto, guapo, elegante, simpático y excelente bailarín, Serrano Suñer era la imagen inversa de su desaborido cuñado, pese a lo cual la relación entre ambos era excelente. Franco respetaba escrupulosamente los vínculos familiares y, en su caso particular, valoraba lo que éstos podían aportar, en términos de ascenso social, a un militar sin fortuna personal y con más méritos que lustre. No ignoraba la amistad ni la coincidencia de ideas entre Serrano Suñer y Primo de Rivera, pero los pasaba por alto, porque apreciaba la inteligencia y la habilidad política de aquél, cuya fidelidad a su persona podía resultar muy provechosa para ambos en un futuro próximo, y porque sabía de los valiosos contactos internacionales de su cuñado, en especial con el conde Ciano, mano derecha de Mussolini, y el acceso a estos aliados potenciales podía ser determinante a la hora de decidir sobre quién recaería el mando único de la sublevación. Porque a diferencia de otros conjurados, que daban por cumplido su deber con el restablecimiento del orden público, la salvaguarda de la unidad de España y la eventual restauración de la Monarquía, Franco sabía que el militar que encabezara el golpe acabaría rigiendo los destinos del país, con el Rey o sin el Rey, y este cometido no estaba dispuesto a cedérselo a Mola, ni a Sanjurjo, ni a Goded, ni a Fanjul, ni a ninguno de los borrachines que agitaban las plumas por los cuartos de banderas. Por estas razones accedió a reunirse con Primo de Rivera, aunque ello retrasara su regreso a Canarias, de donde faltaba en secreto, y a pesar de que no estuviera dispuesto a ceder en nada ante un individuo a quien tenía por un zascandil, y menos ante la Falange, a la que consideraba un estorbo a cuya eliminación habría que proceder tarde o temprano.