Lilí se había vuelto a sentar y miraba a su hermana fijamente, con la cabeza ladeada y la cara apoyada en la palma de la mano, como si tratara de identificar a la auténtica Paquita en la persona necia y aturdida que tenía delante. No puedo creer que el amor consista en esto, parecía estar pensando. Ella también había sentido su aguijón, pero la actitud de ella al respecto era muy distinta.
Capítulo 38
Los dramáticos acontecimientos que se produjeron en rápida sucesión a partir de aquel momento se debieron en buena parte a la intersección de los múltiples agentes implicados en el caso, en parte al ambiente de temor y violencia imperante en toda España y en parte, a una desafortunada conjunción de errores y coincidencias.
A eso de las seis de la tarde, Anthony Whitelands abandonó el hotel donde se alojaba para acudir a la cita con la persona que le había llamado, sin conocer la identidad de dicha persona ni saber el objeto de la cita. Semejante despreocupación por su parte podría calificarse de estupidez, si no la justificaran en cierta medida la confusión en que le habían sumido los recientes episodios sentimentales y de otro tipo, y el nerviosismo que le provocaba la inminente confrontación con José Antonio Primo de Rivera, a la que atribuía la máxima trascendencia.
Siguiendo el consejo del recepcionista, se dirigió por la calle Carretas a coger el metro en la estación situada en la Puerta del Sol. En cuanto puso el pie en la calle iniciaron el seguimiento dos agentes de paisano asignados a su vigilancia por el teniente coronel Marranón, con la orden terminante de no perderlo de vista ni un instante. Después de lo ocurrido al capitán Coscolluela, el teniente coronel había encomendado la misión a dos hombres, una medida a todas luces razonable, que en la práctica había de resultar fatal.
En la estación de Sol, Anthony se apeó para hacer transbordo. Como no dominaba la red de metros de Madrid, hubo de desandar varias veces los pasillos hasta dar con la línea y el andén adecuados. La céntrica estación estaba muy concurrida y en los bruscos cambios de dirección del inglés, y a pesar de su elevada estatura, los agentes le perdieron el rastro. Al cabo de un rato de alocada busca, creyeron haberlo recuperado, pero como era la primera vez que lo seguían y no estaban tan familiarizados con su aspecto externo como su predecesor, el capitán Coscolluela, se equivocaron de persona y estuvieron siguiendo a otro individuo sin reparar en la equivocación, porque cada uno confiaba en que el otro sabía lo que estaba haciendo. Para cuando un comentario casual puso de manifiesto el equívoco, ya había transcurrido más de media hora. Como era imposible recuperar el rastro perdido, optaron por regresar al hotel, informar desde allí a su superior y esperar a que reapareciera el inglés. El falso seguimiento les había llevado un poco lejos y, aunque tomaron un taxi, no llegaron a la puerta del hotel hasta las siete y diez, apenas unos minutos después de que lo hiciera Guillermo del Valle.
Guillermo del Valle había pasado la tarde en el Centro de la Falange, sito en el número 21 de la calle de Nicasio Gallego, con la esperanza de cruzarse con José Antonio y concertar una cita entre Anthony Whitelands y el Jefe Nacional, tal como aquél le había encomendado que hiciera. La reunión del Consejo Nacional estaba prevista para las siete y Guillermo confiaba en que José Antonio llegaría al Centro con antelación, pero no fue así. A eso de las seis y media, Guillermo del Valle oyó decir a Raimundo Fernández Cuesta que José Antonio le había telefoneado para informarle de que un asunto personal le retenía y que la reunión se aplazaba hasta nueva orden. En el curso de la llamada José Antonio comentó con su amigo y camarada que el aplazamiento carecía de importancia, puesto que la reunión había sido convocada para analizar los contenidos de la entrevista celebrada aquella misma mañana entre el Jefe y el general Franco, y estos contenidos, por desgracia, no dejaban resquicio a cualquier acuerdo de colaboración entre la Falange y el Ejército. De resultas de ello era preciso reexaminar la política general del partido y una cosa así no se podía hacer sin una concienzuda preparación. La reunión del Consejo Nacional podía esperar. En ningún momento de la conversación telefónica José Antonio dijo desde dónde llamaba ni qué clase de asunto personal le retenía.
Enterado de la cancelación y como había quedado en comunicar a Anthony el resultado de sus gestiones, Guillermo del Valle llamó por teléfono desde el Centro al hotel. El recepcionista le dijo que el señor Whitelands se había ausentado. Guillermo del Valle no estimó prudente hacer partícipe al recepcionista del propósito de la llamada y decidió pasar personalmente por el hotel, camino de su casa. Al salir del Centro era de noche y soplaba un viento frío; el hotel quedaba demasiado lejos para hacer el trayecto a pie. Estaba en la acera ponderando la conveniencia de tomar un taxi o utilizar un transporte público, cuando salieron del Centro dos camaradas, vestidos con la camisa azul mahón y los distintivos de la Falange bordados en rojo, y le preguntaron qué estaba haciendo allí. Enterados de la situación, uno de los camaradas, que disponía de un automóvil, se ofreció a acompañar a Guillermo hasta el hotel. Este aceptó encantado y el otro camarada se sumó a la expedición. Estacionaron el vehículo en la calle de Espoz y Mina y los tres juntos entraron en el hotel, para sobresalto del recepcionista. Como Anthony no había regresado, Guillermo del Valle escribió una breve nota comunicándole el aplazamiento de la reunión del Consejo y. por consiguiente, de la entrevista, guardó la nota en un sobre, lo cerró y se lo entregó al recepcionista, hecho lo cual, los tres camaradas salieron alegremente a la plaza en el momento en que llegaban al hotel los dos agentes de policía destinados al seguimiento del inglés, después de haberlo perdido en la estación de Sol. Como estaban nerviosos por las previsibles consecuencias de su torpeza, el brusco encuentro con tres jóvenes falangistas les pilló desprevenidos. Creyeron haber caído en una encerrona e instintivamente sacaron las pistolas para repeler el ataque. Sorprendidos por aquel gesto inesperado por parte de dos individuos de paisano, los camaradas de Guillermo echaron mano de sus armas y los cuatro abrieron fuego al mismo tiempo. Más preocupados por no ser alcanzados que por hacer blanco, nadie apuntó y los disparos se perdieron en el aire. A continuación, los dos camaradas de Guillermo se dieron a la fuga, porque los falangistas tenían orden de rehuir en lo posible los enfrentamientos callejeros para evitar víctimas y represalias políticamente improductivas.
Guillermo del Valle no tenía experiencia en este tipo de escaramuzas. No le faltaba valor, pero sí capacidad de reacción y sangre fría. Mientras los otros disparaban, él se había quedado petrificado. Para cuando se recuperó de su estupor y empuñó su propia pistola, estaba solo frente a dos policías armados. Viéndose encañonados, éstos volvieron a disparar sin darle tiempo a apretar el gatillo. Su cuerpo quedó tendido en la acera con varios impactos de bala, uno de los cuales, después de atravesarle el tórax, había roto un cristal de la puerta giratoria del hotel.
Ajeno a este terrible incidente, del que había sido causa indirecta, Anthony Whitelands salió del metro y después de andar un poco se encontró en la explanada del mercado de pescado situado en las inmediaciones de la Puerta del Toledo. A aquella hora toda actividad había concluido y en la explanada, gatos y ratas se disputaban pestilentes residuos a la escasa luz de los reverberos. En el aire glacial de la noche, que el hedor proveniente del pescado y el marisco podridos hacía irrespirable, zumbaban enjambres de moscas. Anthony buscaba inútilmente en aquel dantesco yermo alguna persona que pudiera indicarle cómo encontrar la calle de la Arganzuela. En un extremo de la explanada había una batería de camiones. Hundiendo los zapatos en las roderas encharcadas, Anthony fue hasta allí con la esperanza de encontrar algún camionero dormido en la cabina, pero todas estaban vacías, cosa comprensible en vista del tufo nauseabundo que desprendían los camiones.