Finalmente encontró el lugar que buscaba por el fatigoso y desagradable método de callejear por la zona. Cuando finalmente llegó a la esquina de la calle de la Arganzuela con el callejón del Mellizo, ya eran las siete y ocho minutos.
Durante la búsqueda, le asaltó la sospecha de que todo aquello era bastante raro. Hasta entonces había actuado con la tranquilidad de saber que el autor de la cita, según le había dicho el recepcionista, era un inglés: nada malo podía venir de un compatriota. Ahora, sin embargo, se preguntaba qué clase de inglés habría elegido como punto de encuentro aquel paraje abandonado y siniestro, salvo que fuera para sustraerse a las pesquisas de la policía local.
Su destino resultó ser una casa de nueva planta, estrecha y fea, de fachada gris y ventanas angostas protegidas con barrotes. La puerta de la calle estaba cerrada y no había forma de llamar. Junto a ella había otra puerta más ancha, de madera, que probablemente daba acceso a un establecimiento comercial, un taller o un almacén. Como también esta segunda puerta estaba cerrada, Anthony decidió abandonar el esfuerzo y emprender el regreso. En fin de cuentas, lo más probable era que el recepcionista hubiera tomado mal el recado. Pero cuando había dado dos pasos, la puerta grande se entreabrió y una voz susurró:
– Pase.
Anthony entró y se encontró en un espacio amplio, medio vacío. Unas bombillas suspendidas del techo permitían ver las paredes sin revoque, las vigas de hierro y una claraboya sucia. Al fondo se apilaban cajas de cartón y a un costado había un automóvil desvencijado y sin ruedas. También había cuatro hombres vestidos con zamarras y tocados con gorras de visera. Tres de ellos tenían un aspecto torvo y fumaban con frenesí. El cuarto era el que le había abierto la puerta, tras lo cual se había quedado apartado de sus compañeros, con la gorra hundida en la frente y la cara ladeada, como si no quisiera ser reconocido; un intento fallido, porque Anthony, pese a la escasa luz, vio de inmediato de quién se trataba y se dirigió a él en busca de una explicación.
Higinio Zamora Zamorano agachó la cabeza y se encogió de hombros.
– Usted perdone, don Antonio -masculló sin mirar a los ojos a su interlocutor.
– Esto no tiene sentido -protestó el inglés-. Hacerme venir a este sitio cochambroso, a estas horas… Yo creía que habíamos zanjado el asunto de la Toñina de una vez por todas.
– No es eso, don Antonio. Aquí la niña no pinta nada. Aquí los camaradas y yo le hemos hecho venir para matarle. Lo siento de veras, créame.
– ¿Para matarme?-dijo Anthony con incredulidad-. ¡Venga, hombre, déjese de tonterías! ¿Por qué me van a matar? ¿Es para robarme? No llevo nada encima. El reloj y…
– Déjelo estar, don Antonio. Son órdenes de arriba. Mi menda y estos camaradas semos miembros del partido. Y el camarada Kolia nos dio la orden de proceder, osease, de echar palante la ejecución. En beneficio de la causa.
– ¿Qué causa?
– ¿Cuál va a ser, don Antonio? ¡La del proletariado internacional!
Uno de los presentes interrumpió el diálogo.
– Corta la homilía, Higinio. Aquí estamos para hacer un trabajo, no para andar de palique. Cuanto antes le hagamos, mejor.
Lo decía sin irritación ni dureza. Era evidente que a ninguno le agradaba la misión que les había sido encomendada.
– Me cago en san Judas, Manolo -replicó Higinio-, una cosa es ejecutar a un hombre por la Revolución de Octubre y otra es despachar a un tío como si fuese un cerdo. Aquí don Antonio, después de todo, no es un enemigo del pueblo. Diga usted que no, don Antonio.
– Higinio, tú no eres quién para echar el veredicto -terció otro camarada.
Anthony decidió reconducir el debate a un terreno menos teórico. No acababa de creer en la seriedad de la amenaza, pero si aquellos hombres le habían tendido una trampa tan complicada, algún motivo poderoso debían de tener.
– ¿No se tratará de un malentendido? -sugirió-. Yo no sé quién es el camarada Kolia, ni él sabe quién soy yo. No nos hemos visto en nuestra vida.
– Eso no lo sabe usted. La identidad del camarada Kolia es un secreto. Y además, la cuestión no es ésa. Las órdenes del camarada Kolia no se discuten. Faltaría más.
– Bien dicho -corroboró el cuarto hombre, que había estado callado hasta entonces.
Al decir esto, saltó desde el cajón al que estaba subido y Anthony descubrió que era un enano. Sólo entonces comprendió que aquel remedo de tribunal que le enjuiciaba por vía sumaria no era un espectáculo del género chico, sino el breve preludio a su propia muerte. Esta idea le pro dujo una extraña sensación de serenidad y de apatía. No le parecía mal que allí acabara una trayectoria iniciada en las aulas y bibliotecas de Cambridge, continuada en las salas del Museo del Prado y. después de años de trabajo, escasos éxitos, algunos fracasos y la dosis justa de expectativas y fantasía, cerrada en un Madrid ciegamente volcado a la violencia y el odio y en manos de unos rufianes que encarnaban a la perfección los rasgos distintivos del barroco español.
– De acuerdo, vamos allá -oyó decir a Higinio Zamora-. Sólo necesito unos segundos para puntualizar con don Antonio unos detalles referentes a su relación con mi ahijada. En cuestiones de familia no conviene dejar cabos sueltos. Aquí los camaradas -añadió para conocimiento del inglés-están enterados de lo de usted con la Toñina.
Anthony se dejó guiar mansamente por Higinio. Se preguntaba qué detalles podían importar en los últimos segundos de su vida, pero no puso objeción. Cuando estuvieron junto a la puerta, Higinio Zamora le agarró del brazo y, simulando parlamentar en secreto, le susurró al oído:
– La he dejado abierta.
Anthony tardó un instante en comprender que se refería a la puerta. Los años consumidos en el estudio no habían embotado del todo sus reflejos. Sin detenerse a pensar, propinó un fuerte empellón a Higinio Zamora, cuya débil constitución no resistió el envite o fingió una caída que acaparó la atención de sus camaradas la fracción de tiempo necesaria para que el inglés abriera la puerta del local, saltara a la calle y saliera corriendo como una exhalación. Pasos precipitados, juramentos y una detonación le indicaron que sus perseguidores le pisaban los talones. Sus largas zancadas le permitieron sacarles la ventaja suficiente para no ser alcanzado por los disparos poco precisos que aquéllos hacían sin dejar de correr. No tardó en desembocar en la explanada del mercado por donde había deambulado un rato antes. Allí era blanco fácil, incluso a la escasa luz del alumbrado público. Zigzagueó hacia los camiones, seguido de cerca por tres perseguidores y de más lejos por el enano, rezagado a la fuerza. Una vez allí trató de ocultarse, sin demasiadas esperanzas, y oyó gritar al enano.
– ¡Cortarle la retirada! ¡Yo miro debajo de los chasis!
Encogido y jadeante, Anthony había renunciado a la serena resignación y sentía el pánico apoderarse de su mente y paralizar sus miembros. Cerró los ojos y dejó transcurrir lo que le pareció un largo rato, hasta que le obligó a abrirlos de nuevo el rugido de un motor acelerado. El haz de los faros barrió la explanada poniendo en fuga a ratas y gatos y entró un automóvil a gran velocidad, describió un semicírculo y se detuvo junto a los camiones con chirriar de frenos. Por la ventanilla del conductor asomaba una mano empuñando una pistola. Anthony reconoció el inconfundible Chevrolet amarillo; corrió hacia la portezuela abierta con el cuerpo doblado; saltó adentro; salió disparado el Chevrolet levantando una nube de polvo y lodo y dejando atrás las gesticulaciones de Higinio Zamora y sus camaradas y unos pistoletazos hechos al buen tuntún.