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Cuando se hubieron alejado un trecho, el automóvil disminuyó la marcha y el conductor se volvió hacia Anthony con una sonrisa irónica.

– ¿Se puede saber cómo te has ido a meter en este lío? -preguntó-. ¿Qué pretendes?, ¿hacerte el héroe?

– Mira quién habla -replicó el inglés.

Capítulo 39

A diferencia de los violentos sucesos ocurridos en la solitaria Puerta de Toledo, el tiroteo de la plaza del Ángel atrajo a un numeroso grupo de clientes de las animadas cervecerías de la vecina plaza de Santa Ana. Entre éstos había dos médicos que de inmediato se brindaron a examinar el cuerpo de Guillermo del Valle y dictaminaron que todavía estaba vivo, si bien su pulso era muy débil. Los mismos agentes que le habían disparado ayudaron a los médicos a trasladar al muchacho al interior del hotel, dejando en el empedrado un gran charco de sangre, y lo depositaron sobre una mesa. El recepcionista colaboraba en todo cuanto se le ordenaba sin dejar de temblar y de suspirar y de murmurar que él ya había predicho que tanto ir y venir había de acabar mal. A su natural alteración se sumaba la perspectiva de un largo interrogatorio y probablemente la pérdida del empleo.

En el lugar de autos no tardaron en personarse dos agentes de la Guardia de Asalto, que increparon a los curiosos y les instaron a dispersarse agitando las porras. Mientras tanto, uno de los médicos había telefoneado al Hospital Clínico y una ambulancia estaba en camino. A continuación los agentes llamaron al teniente coronel Marranón y le pusieron al corriente de lo sucedido. El teniente coronel, a su vez, llamó al ministro de la Gobernación y luego acudió sin demora al hotel. Para entonces la ambulancia ya se había llevado al muchacho. El teniente coronel preguntó si alguien conocía la identidad de la víctima, a lo que le respondieron negativamente: el muchacho no llevaba encima documentos acreditativos; sólo el recepcionista dijo haberle visto con anterioridad en un par de ocasiones y describió las circunstancias.

– Maldita sea su estampa -gruñó el teniente coronel-, en este país no pasa nada sin que ande por medio ese puñetero inglés. ¿Sabemos qué ha sido de él?

Ninguno de los presentes lo sabía. El teniente coronel se habría hecho cruces de haber sabido el paradero de Anthony Whitelands en aquel momento y de la compañía en que se hallaba. Mientras recababa esta información, sonó el teléfono del hotel. Contestó personalmente el teniente coronel. Era don Amós Salvador, ministro de la Gobernación. Le habían contado lo sucedido y había dispuesto las medidas pertinentes. También había averiguado la identidad de la víctima: Guillermo del Valle, hijo del duque de la Igualada, el que quería vender el cuadro de Velázquez. Los camaradas del muchacho habían regresado al Centro para dar parte de lo que ellos consideraban, no sin razón, una agresión injustificada. Un mandamás de la Falange había llamado a la familia del caído para comunicarles la triste nueva.

– El duque va camino del hotel -dijo el ministro-. Despache cuanto antes a los causantes del desaguisado y prepare una explicación más o menos verosímil. Y luego no se quede en la calle: esta noche puede haber fuegos artificiales.

El teniente coronel despidió a los dos agentes, no sin antes haberles cubierto de insultos: en pocas horas habían cometido dos errores seguidos, cada uno de los cuales tendría consecuencias graves. Al cabo de un rato apareció en un automóvil conducido por un mecánico uniformado el señor duque de la Igualada, acompañado de su hija Francisca Eugenia y del padre Rodrigo.

La noticia de lo ocurrido había causado la lógica conmoción en el palacete del Paseo de la Castellana. Transido de dolor e indignación, el duque había comunicado el suceso al resto de sus habitantes, salvo a la señora duquesa, la cual, para extrañeza de familiares y sirvientes, se había ausentado del domicilio sola, sin avisar a nadie y sin decir a dónde iba. Lo tardío de la hora excluía la posibilidad de que hubiera ido de visita o a uno de los actos religiosos que constituían su única ocupación fuera del hogar. Demasiado alterados para hacer averiguaciones, el duque, Paquita y el padre Rodrigo partieron hacia el hotel sin dilación, dejando en el palacete a Lilí con el delicado cometido de poner a su madre al corriente de los hechos tan pronto apareciera ésta. El otro hijo de los duques, que se encontraba de viaje en Italia, estaba siendo buscado por las autoridades consulares.

Aprovechando la consternación del afligido padre, el teniente coronel omitió las explicaciones, excusas y condolencias y envió al duque y a sus acompañantes al Hospital Clínico. Previamente se había puesto en contacto con los médicos de guardia: el herido estaba siendo intervenido de urgencia y su estado era crítico. Antes de volver a entrar en el automóvil, el duque se volvió al teniente coronel.

– Tengo entendido que hay dos responsables -dijo entre dientes.

El teniente coronel le aguantó la mirada.

– Así es, excelencia: el que entregó una pistola a un chico de dieciocho años y el que puso el dinero para comprarla.

Sin darle tiempo a captar el sentido de la frase, Paquita hizo entrar con delicada firmeza a su padre en el auto y dio al mecánico la dirección del hospital. Estaba muy pálida y, ajuicio del teniente coronel, que conocía la relación entre la joven y José Antonio Primo de Rivera, pero no la había visto nunca y ahora la observaba con detenimiento, en sus ojos había un fulgor demente. Desde el fondo del automóvil en marcha, el padre Rodrigo, brazo en alto, gritaba un «¡Arriba España!» que llevaba implícita la excomunión.

Cuando el automóvil llegó finalmente a Atocha, un cirujano del hospital acudió a recibir a los recién llegados. Todavía llevaba puesta la bata blanca, manchada de sangre. Con frases breves y directas les dijo que el muchacho había salido ya del quirófano, donde se había hecho todo lo humanamente posible, y que las perspectivas no eran halagüeñas. Sin embargo, añadió dulcificando la voz y la expresión, no había que perder la esperanza: la medicina distaba de ser una ciencia exacta; sólo Dios tenía la última palabra, y él, a lo largo de su dilatada carrera, había sido testigo de no pocos milagros.

Al oír esta palabra, Paquita fue presa de una gran turbación. De la habitación salían monjas acarreando palanganas cuyo contenido procuraban ocultar mientras desgranaban por lo bajo jaculatorias que no auguraban nada bueno. Mientras el médico acompañaba hasta la cabecera del agonizante al duque y al padre Rodrigo, que había traído consigo lo necesario para administrar los santos óleos, Paquita se quedó atrás, se retiró a un rincón apartado, donde no pudiera ser vista por nadie, se postró de rodillas y se sumergió en una sentida oración.

La jornada había sido especialmente intensa para la desventurada joven. Había abierto su corazón a Lilí en el jardín del palacete, pero el alivio de una confidencia a oídos predispuestos a la comprensión sólo sirvió para disipar la niebla que hasta aquel momento le había impedido vislumbrar con nitidez la gravedad de la situación. Si quería salvar a Anthony, cuya vida, de ser cierto el testimonio de la Toñina, correría en breve serio peligro, debía actuar sin tardanza y sin reparar en las posibles consecuencias de sus actos. En situaciones extremas, Paquita tenía temple. Volvió a entrar en la casa, telefoneó al Centro de la Falange y preguntó por José Antonio. Una mujer de la Sección Femenina, que atendía las llamadas, le dijo que el Jefe Nacional no estaba presente ni se le esperaba hasta media tarde.