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Apenas hubieron entrado irrumpió en la sala la señora duquesa. Era una mujer menuda y de una leve fealdad que la edad y la ausencia de afectación habían transformado en dignidad. Su comportamiento destilaba inteligencia, energía y tesón y hablaba con un deje andaluz que le confería una gracia innata. Su espontaneidad y su candor irreprimibles le hacían incurrir en frecuentes errores y cometer inocentes meteduras de pata, que eran celebradas por quienes la conocían y le profesaban el más tierno cariño. No costaba imaginar que aquella mujer era el centro de la casa.

– Sea bienvenido a este caserón y especialmente a este cuarto: mi refugio y mi santuario -dijo con voz aguda y cantarina, casi atropellada-. Mi marido vive para la pintura y yo para la música. Así no discutimos nunca. A él le gusta lo que permanece y a mí lo que pasa. ¿Es usted melómano, señor…?

– Whitelands.

– Jesús, y qué nombres más raros os ponéis! ¿Cómo le bautizaron?

– Anthony.

– ¿Antoñito? Hombre, eso ya está mejor.

– El señor Whitelands -intervino el duque en un tono indulgente no exento de deferencia- es el experto en pintura española del que ya os hablé, el amigo de Pedro Teacher. Ha venido directamente de Inglaterra para echar una ojeada a nuestra modesta colección, pero como se nos ha echado el tiempo encima, le he dicho que se quedara a comer. ¿No ha vuelto Guillermo?

– Hace un rato, según me ha dicho Julián, pero como venía hecho un bandolero, ha subido a asearse y a ponerse ropa limpia.

En aquel momento entró Lilí, acompañada de una joven que le fue presentada al inglés como Victoria Francisca Eugenia María del Valle y Martínez de Alcántara, marquesa de Cornellá, a quien todos llamaban Paquita, hija de los duques y hermana mayor de Lilí. Era espigada y, aunque de rasgos regulares, guardaba un parecido con su madre que paradójicamente la convertía en una mujer de fuerte atractivo. Tomó sin sonreír la mano que le tendía el huésped y le dio un apretón breve y firme, casi varonil. Luego se retiró a un rincón de la sala y se puso a hojear una revista ilustrada. Aunque no llevaba un vestido verde, Anthony Whitelands se preguntaba si aquella joven de aspecto huraño no sería la enigmática mujer entrevista un rato antes en el jardín en compañía de un anónimo galán. Mientras tanto, Lilí se había puesto a su lado y le cogía la mano con una confianza pueril y descarada. Cuando el inglés le dedicó su atención, dijo:

– Perdona por lo que te he dicho antes. No quería ofenderte.

– Oh, no es ofensivo parecerse a Leslie Howard.

La niña se ruborizó y le soltó la mano.

– Lilí, deja a Antoñito beberse en paz el jerez -dijo la duquesa.

– No me molesta -balbució él enrojeciendo a su vez.

Una criada enteca y cejijunta, con aires de pazguata, anunció a gritos que la comida estaba servida. Dejaron las copas y se dirigieron al comedor. Sin atender al protocolo, Paquita se colocó al lado de Anthony y le tomó del brazo.

– ¿Realmente entiende usted tanto de pintura? -le preguntó a bocajarro-. ¿Le gusta Picasso?

– Oh -respondió el inglés apresuradamente, un poco desconcertado ante este ataque frontal-, Picasso tiene un gran talento, sin duda. Pero a decir verdad no me entusiasma su obra, como me sucede en general con la pintura moderna. Entiendo el cubismo y la abstracción desde el punto de vista técnico, pero no veo a dónde quiere ir a parar. Si es que el arte ha de ir a parar a algún sitio, claro. ¿Es usted partidaria de la vanguardia?

– No, ni de la retaguardia. Pertenezco al sector musical de la familia. La pintura me aburre.

– No me lo explico. Vive rodeada de obras magníficas.

– ¿Quiere decir que soy una niña mimada?

– No, por favor, no he dicho tal cosa. Además, sería prepóstero por mi parte: apenas la conozco.

– Yo creía que su profesión era distinguir lo falso de lo auténtico a primera vista.

– Ah, ya entiendo, usted me toma el pelo, señorita Paquita.

– Un poco sí, señor Antoñito.

El desconcierto del inglés iba en aumento. Según sus cálculos, Paquita debía de haber sobrepasado ligeramente la edad en que una hija de buena familia, especialmente si es agraciada, inteligente y salerosa, está casada o, cuando menos, prometida. De lo contrario, como era a todas luces el caso presente, la interesada solía afectar mojigatería o exagerar una desenvoltura y una independencia que no dejaran dudas sobre la voluntariedad de su soltería. Por estas razones Anthony presentía una causa misteriosa en el tono cáustico de la atractiva joven en cuya compañía estaba entrando en aquel preciso instante en el suntuoso comedor de la mansión.

La mesa podía acoger con holgura una treintena de convidados, aunque en aquella ocasión sólo hubiera dispuestos siete servicios en un extremo. Dos lámparas colgaban del techo, y de las paredes, antiguos retratos hacia los que Anthony dirigió la atención, desviándola momentáneamente de la enigmática mujer que le zahería por broma. Sin duda se trataba de una galería de antepasados que iba de las figuras cortesanas del siglo XVII, a la manera de van Dyk, hasta el acartonado academicismo de principios del siglo XX. Al mirarlas, Anthony comprobó una vez más que la aristocracia española nunca se dejó arrastrar a los excesos de amaneramiento que se habían adueñado del resto de Europa. Con altanera firmeza rechazó los perifollos, los afeites y, sobre todo, las desmedidas pelucas que casaban mal con sus rasgos morenos, ascéticos y torvos. A lo sumo, consintieron en recogerse el cabello en una coleta y seguir siendo tan toscos y desarrapados como mozos de cuadra. Ahora Anthony admiraba esta noble intransigencia y, al comparar mentalmente los acaramelados retratos ingleses de petimetres con casaca bordada, mofletes rubicundos y pelucón hasta los hombros, con los personajes de Goya, rudos, macilentos, sucios, pero dotados de una carga humana y trascendente, se reafirmaba en la convicción de haber elegido el lado bueno de la confrontación.

Se sentaron los cinco a la mesa, dejando una silla y un cubierto para el hermano ausente y uno más a la izquierda de la señora duquesa. Esta comprobó que todo estuviera en orden e hizo una señal a su marido, el cual asintió e inclinó la cabeza. Todos le imitaron salvo Anthony Whitelands, y el duque bendijo los alimentos que iban a tomar. Cuando acabó y los comensales levantaron la cabeza, preguntó Lilí si los protestantes también bendecían la mesa. Su padre la reprendió por su indelicadeza, pero el inglés repuso amigablemente que los protestantes eran muy aficionados a las oraciones y que leían pasajes de la Biblia en todo momento y ocasión.

– Pero los anglicanos nunca bendecimos la mesa y, en justo castigo, en Inglaterra se come muy mal.

La entrada de un hosco clérigo convirtió en irreverencia la broma inofensiva. Antes de serle presentado, el padre Rodrigo ya había lanzado sobre el inglés una mirada inquisitorial que ponía de manifiesto su repugnancia instintiva hacia todo cuanto viniera de fuera. Era un individuo de mediana edad, fornido, híspido y ceñudo, en cuya sotana proverbiales lamparones daban fe del desprecio de su autor por las vanidades del mundo.

Se alivió la tensión al entrar la sirvienta con una sopera y, pisándole los talones, un muchacho recién lavado, mudado y con el pelo engominado. Besó a su madre en la frente y tendió la mano al visitante.

– Éste es mi hijo Guillermo -dijo el duque con un deje de orgullo en la voz.

Guillermo era un buen mozo. También se parecía a su madre, pero en su actitud, como en la de muchos jóvenes guapos, ricos e inteligentes, había un asomo de insolencia inconsciente. Parecía muy excitado y con gran vehemencia se puso a contar lo que les había sucedido. Aquella misma mañana, con el sol ya alto, cansados y ateridos de frío, los cazadores y el ojeador que les acompañaba habían entrado en un pequeño pueblo, buscando algo de comer, un tazón de caldo o cualquier cosa caliente que les reanimase. Al llegar a la plaza, donde suponían que estaba el mesón, se encontraron con la banda de música, que en aquel momento se puso a tocar La Internacional, y con todo el pueblo, que jaleaba y lanzaba gritos amenazadores contra el edificio del Ayuntamiento y contra la iglesia, a pesar de que la iglesia estaba cerrada a cal y canto y de que en el balcón del Ayuntamiento ondeaba la bandera tricolor. Los cazadores tardaron un rato en darse cuenta del peligro que corrían y ese momento de vacilación bastó para que un lugareño advirtiera su presencia y dirigiera la atención de los demás hacia el grupo de señoritos. Uno de los cazadores quiso echar mano de la escopeta que llevaba terciada, pero el ojeador, hombre de edad y de experiencia, se lo impidió. En actitud tranquila, pero no desafiante, los cazadores empezaron a retroceder paso a paso y acabaron marchándose por donde habían venido. Cuando se habían alejado un par de kilómetros, volvieron la vista atrás y percibieron una columna de humo, de lo que infirieron que el populacho había pegado fuego a la iglesia, siguiendo el ejemplo de tantos lugares de España.