Todavía llevaba puesto el abrigo. Sin perder un instante, salió a la calle, paró un taxi y le dijo que la llevara a la calle Serrano número 86. Allí se apeó, despidió al taxi y entró en el lujoso zaguán. Al verla entrar, el portero se levantó de su silla y se quitó la gorra. Una sirvienta de mediana edad le abrió la puerta del piso. Al ver a Paquita hizo un gesto involuntario de sorpresa y temor. En seguida se repuso, esbozó una respetuosa flexión y agachó la cabeza.
– ¡Señora marquesa, cuánto honor!
Paquita agitó el guante.
– Déjate de cumplidos, Rufina. ¿Está en casa?
– No, señorita.
– ¿Vendrá a comer?
– No me ha dicho.
– No importa. Le esperaré. ¿Vas a tenerme aquí, en mitad de la corriente?
La sirvienta se hizo a un lado con expresión preocupada. Paquita pasó sin mirarla y entró en el salón contiguo al vestíbulo. Los muebles eran grandes, nobles, de estilos heterogéneos, provenientes de diversas herencias. Sobre una consola vio su fotografía en un marco de plata.
Acababan de dar las dos en un reloj de pared cuando entró el dueño de la casa. Paquita hojeaba distraída un pequeño volumen de poesía de la biblioteca. Al verla, el rostro del hombre se iluminó y al instante volvió a ensombrecerse.
– He venido a decirte algo -dijo Paquita sin más preámbulo-. Algo que debes saber.
José Antonio se quitó el gabán y lo dejó sobre una silla.
– Puedes ahorrarte el trance -dijo secamente-. Estoy enterado. A esa rata con sotana que tenéis en casa le faltó tiempo para venir a contármelo. Salvo que quieras añadir algo.
Paquita abrió la boca y la volvió a cerrar. Iba a confesar su repentino amor por el inglés, pero antes de proferir una sílaba, como si una luz potente hubiera disipado la oscuridad que la envolvía, se dio cuenta del disparate que estaba a punto de cometer. La evidencia le hizo sonreír. Ahora era su turno de bajar los ojos. Al levantarlos, las lágrimas desdibujaban el contorno del hombre que tenía delante y la miraba fijamente, sin comprender.
– Fue una locura -murmuró como si hablara para sí misma-. En mi vida sólo he querido a un hombre. Nunca podré querer a otro. Me he comportado como una estúpida. Ahora ya es tarde para rectificar. No he venido a pedirte perdón. Si me prestas tu pañuelo, me daré por satisfecha.
El se apresuró a brindárselo sin hacer nada para establecer contacto físico con la joven. Paquita se enjugó las lágrimas y le devolvió el pañuelo. Hacía esfuerzos por contener la risa inoportuna que se le escapaba al pensar en Anthony Whitelands; el recuerdo de lo ocurrido entre ambos en la habitación del hotel se le antojaba ahora una escena de película cómica, en la que los sentimientos y las acciones sólo son mecanismos ingeniosos para divertir a un público abandonado a las convenciones de la farsa. José Antonio percibió la hilaridad y se desconcertó. Ella recobró la seriedad.
– Perdona -dijo-. La cosa no tiene nada de gracioso. Es que me siento ridícula. Pero eso no viene al caso. A decir verdad, he venido a pedirte un gran favor. Es algo importante para mi conciencia. Ese individuo, el inglés…, quieren matarlo.
– Un marido celoso, seguramente.
Paquita adoptó aires de dignidad herida.
– Guárdate el sarcasmo para las nenas del Rimbombín -dijo secamente-. Tú y yo nos conocemos demasiado bien para andar con fingimientos.
– ¿Quién te ha dicho que quieren matar a ese fulano?
– Lo sé y basta. Por lo visto han llegado órdenes de Moscú.
– Con su pan se lo coman. El asunto no me incumbe y, si le dan el pasaporte, no iré a llorar a su entierro.
Sin hacer caso del enfado, Paquita le cogió una mano entre las suyas.
– Tonto, lo que hice, lo hice por ti -musitó-. Serás un necio si lo desaprovechas.
El retiró la mano y dio un paso atrás.
– ¡Paquita, tú me vas a volver loco!
Ella enrojeció. No podía creer lo que estaba haciendo y se escandalizaba de no sentir vergüenza. Probablemente había entrado en lo que el padre Rodrigo denominaba la espiral del pecado: una vez iniciada la senda inclinada, no hay modo de detener la caída, de no mediar la gracia santificante. Pero aquél no era el momento de perderse en lucubraciones teológicas: la gracia santificante podía esperar.
Unas horas más tarde, el pequeño Chevrolet amarillo surcaba las calles del Madrid noctámbulo llevando en su interior a José Antonio y al inglés. En la calle de Alcalá, junto a Correos, el conductor detuvo el automóvil.
– Vamos a tomar una copa -dijo alegremente-. Dejaré que me invites. Después de todo, algo me debes.
Todavía era temprano y en el Bar Club sólo había tres parejas amarteladas en los rincones más oscuros. José Antonio y Anthony ocuparon una mesa y el camarero acudió solícito. No hablaron hasta después de mediado el primer whisky. José Antonio se limitaba a mirar de hito en hito al inglés con una severidad mitigada por destellos de ironía. Anthony estaba inquieto: se enfrentaba a un contrincante que tenía todas las bazas en la mano, en tanto que él sólo tenía un triunfo, del que probablemente dependía su futuro y tal vez su vida. Finalmente tomó la iniciativa.
– ¿Para qué me has traído a este bar? -preguntó.
– Para charlar. Me han dicho que querías verme por un motivo importante. No me es fácil hacer un hueco en la agenda, como puedes suponer.
– Me hago cargo y no te robaré mucho tiempo -dijo Anthony-. Pero aclárame una duda: ¿cómo me has encontrado?
– Una amiguita tuya previno a Paquita y ella vino a pedir mi ayuda. Sabiendo lo vuestro, me negué a sacarle del apuro. Pero, como sabes, las dotes de persuasión de Paquita son irresistibles.
Anthony se alarmó. No esperaba aquel giro tan poco conveniente para sus propósitos.
– ¿Te lo ha contado ella?
– Da lo mismo. Luego hablaremos de Paquita. Ahora termina con tu fantasía.
Con menos seguridad, Anthony retomó el hilo del discurso.
– Hace unos días vino a verme un falangista cuya identidad no voy a revelar. Creía haber descubierto un caso de alta traición dentro del partido y me rogó que te lo comunicara. Mi condición de extranjero me confería una presumible neutralidad y eso, según él, daría verosimilitud a mi intervención. Yo le respondí que precisamente por ser neutral era reacio a inmiscuirme en la política española, sobre todo sin disponer de pruebas incriminatorias. Él entendió mi posición y se comprometió a conseguir esas pruebas y yo, ante su insistencia, accedí a hablar contigo tan pronto las tuviera. En un par de ocasiones ha tratado de ponerse en contacto conmigo, siempre sin éxito. Después de la primera vez, no hemos vuelto a vernos. La única entrevista que mantuvimos tuvo lugar en la habitación de mi hotel.
Al ver los vasos vacíos, el camarero se acercó por si deseaban algo más. José Antonio le entregó un billete de banco y le dijo que trajera la botella de whisky, hielo y sifón y no volviera a interrumpirles. Hecho esto, el inglés prosiguió su relato.
– Pocos días después, un marchante medio inglés, medio español, llamado Pedro Teacher, me citó en Chicote y trató de pasarme una información de vital importancia. Fue asesinado antes de poder hacerlo. Con anterioridad me habían advertido de la presencia en Madrid de un agente secreto de la NKVD de sobrenombre Kolia. So capa de compadreo, comunistas españoles a las órdenes de Moscú me habían estado siguiendo desde el primer día. Ahora el tal Kolia venía con el propósito de zanjar el caso por métodos concluyentes. Esta misma noche he sido atraído con engaño a un lugar siniestro y apartado, donde unos esbirros habrían acabo conmigo de no haber sido por la lealtad de uno de ellos y por tu oportuna aparición.
Hizo una pausa para beber y continuó.
– Desde el principio me he venido preguntando si podía existir alguna relación entre estos episodios, aparentemente desconectados entre sí y sin una causa clara, y el motivo por el que inicialmente fui contratado. La conclusión a que he llegado es que sí. Y debo decir que la Dirección General de Seguridad, el ministerio de la Gobernación y la propia presidencia del Gobierno coinciden con mi parecer. Hablaré sin rodeos: el traidor infiltrado en la Falange, el asesino de Pedro Teacher y el misterioso Kolia son la misma persona: tú. No lo niegues: eres un agente soviético.