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José Antonio miró instintivamente a su alrededor y, tras asegurarse de que nadie había oído las palabras del inglés, clavó en él sus penetrantes ojos y dijo:

– Me han llamado muchas cosas, pero ésta es nueva. ¿Puedo conocer la base de tus suposiciones o te has sumado a la moda de acusarme sin pruebas?

– No tengo pruebas documentales, si te refieres a eso. Para satisfacer tu curiosidad, sólo te puedo ofrecer el proceso deductivo que me ha llevado hasta aquí. Es como sigue: ajuicio de casi todos los españoles, la situación política es insostenible. Se impone un golpe de Estado. Falta por ver si ese golpe vendrá de la derecha o de la izquierda. Los dos bandos están listos, y los dos están lastrados por la desunión. Los militares son los más preparados y quizá los más motivados, pero remolonean: no saben si cuentan con el apoyo unánime del Estado Mayor y la oficialidad, no confían en la lealtad ni en la competencia de la tropa, no tienen claro el objetivo final de la insurrección y, sobre todo, no se ponen de acuerdo en el mando. Mientras discuten, la izquierda se arma y se organiza. Pero ahí la coordinación es aún más difícil. Atrapados entre los dos bloques, los fascistas son un pequeño grupo sin apoyo real, sin gente y sin ideas claras: no quieren saber nada del socialismo soviético, pero tampoco quieren asimilarse a la reacción oscurantista de los militares, los curas y los ricos. En fin de cuentas, la Falange sólo es una fuerza de choque, con más imagen que sustancia. Vive del matonismo y de cuatro conceptos huecos. ¡Una unidad de destino en lo universal! ¡Una, grande y libre! Frases ridículas y lemas que sólo suenan bien dichos a gritos, sobre todo si el que los grita es un joven abogado guapo, brillante, audaz y con un título nobiliario. Y aquí llegamos al quid de la cuestión. El joven abogado es un orador eficaz y un personaje público atractivo, pero como político es un cero a la izquierda. En sus discursos galvaniza al público asistente, pero en las urnas no obtiene votos. A él le da igual, porque sus intereses son otros: ir a la piscina del Club de Puerta de Hierro, conquistar mujeres fáciles y hablar de literatura con sus amigos. Dice haber entrado en la política para defender la memoria de su padre y para salvar a la Patria, y en parte es verdad: le mueve un sentimentalismo filial y patriotero de cartón piedra que no es más que vanidad. Como es un jurista de formación y un señorito, aborrece la brutalidad de las clases bajas, pero no puede evitar que su partido se vaya convirtiendo poco a poco en una banda de matones. Los capitalistas lo utilizan sin escrúpulos para agitar la opinión pública, los sindicatos obreros se mofan de su plan para acabar con la lucha de clases y, mientras tanto, ha de ver cómo sus seguidores caen muertos día tras día en enfrentamientos callejeros sin sentido. El proyecto, si lo hubo, se le ha ido de las manos, y la vibrante oratoria que lo sostiene puede seguir entusiasmando a los oyentes, pero a él le aburre y le repugna. ¿Voy bien?

– Falta un detalle -dijo José Antonio arrastrando la voz, con los ojos entrecerrados, como si hablara para sí-. El joven abogado del cuento tenía un amor imposible. Por devoción y por respeto no quiso embarcar a la mujer amada en un barco a la deriva: no quería que también eso se pervirtiera. Algo debía quedar al margen de la violencia, el engaño y la traición. Al final, el sacrificio resultó inútil, porque su gran amor se pervirtió igual, a la primera oportunidad, del modo más estúpido y con la persona más indigna. Dejemos eso por ahora.

Las parejas habían abandonado el establecimiento y estaban solos con el camarero. Esta situación anómala les habría llamado la atención si no hubieran estado tan absortos en el diálogo.

– Desengañado de la idea por la que lo ha dado todo -continuó Anthony, satisfecho del impacto que sus palabras producían en su interlocutor-, desengañado de quienes deberían haberse sumado a sus filas y no lo han hecho por interés o por cobardía, desengañado del pueblo que no le escucha, el joven y brillante abogado decide dinamitar el país que tan mal ha pagado sus sacrificios. Se pone en contacto con el servicio secreto soviético y le hace una proposición: si Moscú le facilita los medios, él le entregará en bandeja la revolución. Con sus menguadas pero animosas escuadras iniciará un levantamiento en toda España. Enfrentados a la amenaza real del fascismo, socialistas y anarquistas dejarán de lado sus diferencias; el resultado será la revolución popular. Todo antes que permitir que continúe el corrupto sistema liberal o que los militares instauren un régimen al servicio de la Banca y los terratenientes. Se ha derramado demasiada sangre inocente para que todo se disuelva en una simple retórica de luceros e imperios inviables. O tú eres Kolia o Kolia es tu enlace.

– ¡Fantástico! -exclamó José Antonio con regocijo.

– Sí, no está mal, pero para el éxito del plan se han de dar dos condiciones primordiales: la primera es que los falangistas no se huelan el papel que se les asigna en la pantomima; la segunda es actuar con la máxima celeridad, antes de que los grupos de derecha se pongan de acuerdo o de que un suceso imprevisto precipite los acontecimientos. Por supuesto, las cosas se tuercen, como es habitual. La situación internacional evoluciona muy de prisa; a Stalin le preocupan las intenciones belicistas de Hitler y prefiere no indisponerse con las democracias europeas. Es mejor aplazar las aventuras secundarias. Moscú da orden de apoyar en todo a la República española. El plan del joven abogado se viene abajo. Pero como el paso ya está dado y para él no hay marcha atrás, opta seguir adelante con la revuelta sin ayuda exterior, sacando armas y dinero de donde pueda. Un joven falangista descubre irregularidades; incapaz de sospechar que provienen del propio Jefe Nacional, al que adora, me pide que hable contigo. Para impedirlo, das orden de que me eliminen. Luego te ocuparás de silenciar al soplón. Consigo huir y tú me traes aquí para sonsacarme y, finalmente, concluir la tarea.

Cortó de golpe la perorata. Tenía la garganta seca y la cabeza le daba vueltas. La botella de whisky estaba vacía. Advirtió la mirada acuosa y divertida de José Antonio fija en la suya. Al cabo de un rato, exclamó éste:

– ¡Querido Anthony, estás completamente loco! ¿Y dices que esto mismo se lo has contado al Director General de Seguridad?

– ¡Toma, y al mismísimo Azaña!

Sin poderse contener, José Antonio estalló en una estentórea carcajada. Anthony le imitó. Los dos se reían y se palmeaban los hombros mutuamente y golpeaban la mesa, derribando la botella y los vasos, incapaces de contener el ataque de hilaridad. Fluía de nuevo la corriente de amistad que les unía por encima de sus rivalidades.

Se les acercó el camarero con semblante adusto.

– Disculpen la interrupción. Hay una llamada urgente para el señor Primo de Rivera.

Capítulo 40

Transcurrido un tiempo prudencial, Lilí telefoneó al Hospital Clínico para interesarse por el estado de su hermano. Después de varias tentativas, obtuvo comunicación con el padre Rodrigo. El muchacho todavía estaba vivo, pero los médicos lo habían desahuciado y en cualquier momento podía producirse el fatal desenlace. El señor duque no se apartaba de la cabecera del lecho y Paquita, incapaz de soportar la angustia de la espera, entraba y salía de la habitación con ruidosas muestras de desconsuelo. Anonadada por estas noticias, Lilí se consumía angustiada por la misteriosa desaparición de su madre. Un rato antes había enviado al mayordomo a buscarla por las inmediaciones, cosa que éste hizo con la escopeta oculta bajo los faldones del abrigo.