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El mayordomo regresó al cabo de una hora sin haber avistado a la señora duquesa. La noche era desapacible y en el Paseo de la Castellana y las calles adyacentes no había encontrado a ningún peatón que pudiera haberse cruzado con la desaparecida. Lilí prefirió no ponerse en contacto con la policía; esperar y confiar en la protección de la providencia era lo único que se podía hacer por el momento. Dio orden de que la avisaran si había alguna novedad y se encerró en su cuarto. No podía seguir aparentando serenidad. La familiaridad de sus aposentos, lejos de proporcionarle la ansiada paz, incrementó su desazón: allí todo le recordaba el reciente encuentro con el inglés. Tal vez en aquel mismo instante él también estaba muerto. Su desbocada fantasía adolescente lo representó tendido y exangüe, abatido por las balas de un pistolero o el puñal de un matarife. Quizás había vuelto hacia ella su último pensamiento.

Entre quienes creían conocerla íntimamente, Lilí pasaba por tener un temperamento equilibrado, una actitud positiva ante la vida, una disposición festiva, un tanto inmadura y candorosa. En realidad era todo lo contrario. Agravaba su condición el que su cerebro frío y analítico y su corazón ardiente y rebelde la habían empujado a rechazar en secreto las enseñanzas religiosas recibidas. Ahora, privada del consuelo de la oración y la confianza en la intervención divina, en el límite de su resistencia por tantas y tan intensas experiencias, creía enloquecer.

A las once y diez alguien tocó a la puerta de su cuarto. Lilí se cubrió las orejas con las palmas de las manos para no oír aquel heraldo de noticias devastadoras. De inmediato recobró el dominio de sí misma y acudió. La doncella le informó de que su padre estaba al teléfono. Corrió al aparato. El duque hablaba con voz casi inaudible y frases entrecortadas por la excitación. Entre hipidos y sollozos le contó que la duquesa había llegado al hospital hacía diez minutos y, arrollando al padre Rodrigo, que se interponía entre ella y el lecho donde yacía su hijo, entró en la habitación y se precipitó sobre el muchacho, llamándole y cubriéndole de besos. Y en aquel preciso instante se produjo el milagro. Guillermo del Valle abrió los ojos y sonrió al reconocer el rostro de su madre. Los médicos, desconcertados ante esta reacción inexplicable en términos puramente científicos, tuvieron que atender a Paquita, que se había desmayado. En aquella escena de indescriptible felicidad, sólo faltaba Lilí.

– Ven corriendo, hija -exclamó el duque-, únete a nosotros para dar gracias a Dios. Y dile a Julián que te acompañe. Esta noche es peligroso andar por las calles. Por lo visto ha vuelto a haber tiros e incendios.

Acababa de colgar cuando repiqueteó de nuevo el aparato. Como estaba a su lado, contestó la propia Lilí. Una voz masculina desconocida preguntó por la señorita Paquita.

– No está. ¿Quién la llama?

– Un amigo -dijo la voz al otro extremo del hilo-. Sólo dígala que el inglés está a salvo.

Lilí se sentó en una silla. La doncella le preguntó si se encontraba bien. Lilí respondió afirmativamente y le dijo que convocara a todo el servicio en la sala de música. Cuando los tuvo a todos a su alrededor, les comunicó la inesperada recuperación de Guillermo. Acalladas las manifestaciones de contento, les dijo que rezaran el rosario para dar gracias a Dios por la gracia concedida y ordenó al mayordomo que saliera a buscar un taxi y la acompañara al hospital. Luego regresó a su alcoba y se vistió para salir.

El mayordomo tardó veinte minutos en regresar a la puerta del palacete en un taxi. A causa de los disturbios en algunos puntos del centro, muchos taxistas se habían retirado de las calles para no verse envueltos en incidentes que pudieran ocasionar daños a sus vehículos.

– Te queman el tasis y te han jodido vivo -había comentado el taxista.

Efectivamente, en el cielo se reflejaba la luz rojiza de algún incendio.

Pasaba la medianoche cuando finalmente Lilí llegó a Atocha sin contratiempos y pudo entrar en la habitación de su hermano, donde reinaba una alegría contenida. Aunque la vida del muchacho estaba fuera de peligro, su condición seguía siendo de pronóstico reservado y no convenía dejarse llevar por un optimismo prematuro: no se podía descartar una recaída y aún estaban por determinar las posibles secuelas de las heridas y de la intervención quirúrgica a que se le había sometido a la desesperada.

Lilí unió su alborozo al del resto de la familia y luego llevó aparte a Paquita y le dio cuenta de la llamada relacionada con Anthony. Paquita recibió la noticia con indiferencia: era evidente que el inglés había dejado de interesarle. Lilí se preguntaba por la causa de aquel súbito cambio y también se preguntaba dónde se había metido la duquesa en el dilatado lapso que mediaba entre su desaparición y su llegada al hospital.

La respuesta a esta última pregunta era tan sencilla como inusitada, y requiere una breve digresión.

Antes de cumplir los sesenta años, don Niceto Alcalá Zamora daba por concluida la etapa activa de su dedicación a la política. Había sido el primer Presidente electo de la Segunda República y se había mantenido en aquel puesto de máxima responsabilidad durante los cinco años de su agitada existencia. Conservador y católico, había tenido que lidiar con los extremismos de izquierdas y de derechas, con los movimientos obreros, con las exigencias de los nacionalistas, con la presión de la Iglesia y el Ejército, que cifraban en él la garantía del orden público, la paz interna y la unidad de España, con una prensa siempre dispuesta a achacar a sus decisiones todos los males del país y, lo peor de todo, con las intrigas, envidias y mezquindades inherentes al poder. Le había sido imposible satisfacer a todos; de hecho, se había granjeado la animadversión de la mayoría; pero se enorgullecía de haber salvaguardado la democracia, con tesón, mano izquierda y verbo ardiente, de los designios y de los delirios de sus detractores. Ahora, sin embargo, veía próximo el final de su mandato. Ni su persona ni sus métodos eran del gusto del Frente Popular, y menos aún de Manuel Azaña. La idea de renunciar al cargo y tal vez a la política en general le entristecía, pero no le desesperaba: pesimista respecto del futuro, veía aproximarse la hecatombe y no quería presidir las exequias de un régimen por el que lo había dado todo y al que había salvado in extremis en muchas ocasiones. Para colmo, tenía una hija casada con un hijo del general Queipo de Llano: en caso de insurrección, se le metería la guerra en casa. Como a todo político, la idea de renunciar al poder le partía el corazón, pero a su edad, y con el problema añadido de su incipiente ceguera, a menudo pensaba en el retiro con más agrado que melancolía.

Aquella noche estaba a punto de dar por finalizada la jornada, cuando un edecán le anunció la presencia de una dama que insistía en verle. La tarjeta de visita ostentaba una corona ducal; un ayudante le leyó el nombre; el Presidente ordenó que hicieran pasar a la dama sin demora. Con menguada visión distinguió el borroso contorno de la duquesa de la Igualada y, con la habilidad de quien conoce de memoria cada palmo del lugar que ha ocupado largo tiempo, sorteó muebles y ayudantes para besar la mano de la querida amiga.

– ¡Marujín!

– ¡Niceto!

Despachó al personal y la invitó a tomar asiento. La duquesa y el Presidente eran naturales de Priego, localidad de la provincia de Córdoba. Mozo de extraordinaria inteligencia, perseverancia y aplicación, Alcalá Zamora abandonó Priego para estudiar en la Universidad, entrar en la política y llegar a la más alta magistratura de la nación. Algo más joven que su coterráneo, ella abandonó el pueblo poco después para recibir una esmerada educación en el internado de las monjas del Sacré Coeur de Sevilla, de donde salió para contraer matrimonio con don Álvaro del Valle, duque de la Igualada. Antes de separarse, Niceto y Marujín habían compartido los juegos y travesuras infantiles y todavía habían tenido ocasión de iniciar los inocentes coqueteos de la pubertad. Luego se habían reencontrado ocasionalmente, siempre rodeados de protocolo y ceremonial.