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– Estás tan guapa como siempre, Marujín. Para ti no pasa el tiempo.

– Ya me habían dicho que ves menos que un topo, Niceto. Estoy hecha una estantigua. Además, acaba de pasarme lo peor que le puede pasar a una mujer. Por eso he venido.

Alertado por aquella inesperada declaración, don Niceto Alcalá Zamora se atusó el bigote.

– Cuéntame tus penas, niña -dijo con cariño.

La duquesa hizo un ademán con la mano enguantada y tintineo de dijes.

– He venido a pedirte un pequeño favor. Algo entre tú y yo, Niceto. Para venir me he escapado de casa por la puerta trasera; nadie sabe que estoy aquí ni debe saberlo. No por nuestra reputación: la edad nos pone a salvo de las habladurías. Es por lo que te voy a pedir.

– Lo que esté en mi mano, ya lo sabes.

– Quiero que metas en la cárcel al marqués de Estella. Prométeme que lo harás, Niceto, por nuestra antigua amistad.

– ¿Al hijo de Primo? Cáspita, a veces no me faltan ganas, lo reconozco. Ese chico es un zascandil. Quizá no por culpa suya: perdió a su madre a los cinco años, y luego las francachelas de su padre… Pero lo que me pides escapa a mi capacidad, Maruja. Yo no soy un dictador. Debo velar por la legalidad republicana, con la palabra y más aún con el ejemplo.

La duquesa pasó sin transición de la frivolidad a la tragedia. Durante un rato el Presidente de la República la oyó lloriquear y vio agitarse el bulto que tenía delante. Los reiterados ruegos y las muestras de afecto hicieron recobrar el habla poco a poco a la desolada madre.

– Ese marquesito de nuevo cuño es la fuente de donde brotan todos mis pesares -dijo-. Ayer mismo sorprendí a mi hija mayor hecha un mar de lágrimas. No me quiso decir el motivo, pero a una madre no hace falta contarle según qué cosas. El marquesito la ronda desde hace tiempo. Paquita es mujer hecha y derecha, con la cabeza sobre los hombros y los pies en la tierra, pero mujer al fin. Y el diablo enseña muchos trucos a los tenorios de vía estrecha.

– Maruja, no tenemos certeza. Y sin denuncia de parte no ha lugar el procesamiento.

– ¡Certeza! ¡Soy la duquesa de la Igualada y con mi palabra basta y sobra! Pero hay algo más. Con sus ideas le tiene sorbido el seso a la familia: mi marido quiere enajenar el patrimonio, mi hijo mayor está en Roma, bailándole el agua a ese payaso gesticulante, y el pequeño corre por Madrid vestido de azul, como un fontanero. Al final, esto acabará como el rosario de la aurora. ¡Niceto, tú eres el Presidente de la República, aparta de mi vida a ese engendro!

Ante la inminencia de un nuevo desbordamiento, Alcalá Zamora optó por una solución salomónica.

– No llores, Maruja. Te diré lo que voy a hacer. Daré instrucciones a la policía para que lo detenga con cualquier pretexto. Tal como es él, no costará encontrarle una falta leve. Y cuando lo tengamos entre rejas, ya pensaremos en el paso siguiente. Déjalo en mis manos.

Antes de que la duquesa tuviera tiempo de calibrar la oferta, entró el edecán con muestras de gran excitación. Sin pedir disculpas por la irrupción, se acercó al Presidente y le dijo algo al oído. Alcalá Zamora palideció.

– Maruja, querida amiga -dijo en tono solemne-, he de darte una mala noticia. Me comunican que tu hijo Guillermo ha sido herido en un tiroteo. No sé si de gravedad. En estos momentos está siendo atendido en el Hospital Clínico. Tu sitio ahora está junto a tu hijo. El te necesita. Haré que un coche oficial te lleve a su lado. Y, por favor, tenme al corriente de lo que pase con ese muchacho.

Pulsó un timbre, acudieron ayudantes y, tras una breve despedida, partió la atribulada duquesa. Cuando se quedó a solas, Alcalá Zamora hizo que llamaran al ministro de la Gobernación y cuando lo tuvo al aparato le encomendó la busca y captura de José Antonio Primo de Rivera. Algo sorprendido, don Amós Salvador se atrevió a poner objeciones.

– Legalmente no habría problema, señor Presidente. Pero el Jefe Nacional de la Falange en la cárcel es una bomba de relojería. Sus escuadras se echarán a la calle. Y no podemos encerrarlos a todos.

– Encierra a unos cuantos capitostes. Ya sabes, diezmar las filas, provisionalmente. En este país, pasar una temporadita a la sombra no es ningún desdoro. A mí me detuvieron en el 31. Mételos en la Modelo, y si se arma jarana, los sacas de Madrid y los llevas a un sitio tranquilo: a Lugo, a Tenerife, a Alicante, a donde se te ocurra. Allí estarán a salvo de los demás y de sí mismos.

Capítulo 41

Anthony Whitelands despertó bruscamente. Su acompañante le había disparado un chorro de sifón a la cara. Le costó recordar dónde estaba hasta que, después de limpiar los cristales de las gafas, vio junto al suyo el rostro ceñudo y sombrío de José Antonio Primo de Rivera. Seguían en el Bar Club de la calle de Alcalá. Cuando lo vio despierto, dijo aquéclass="underline"

– Malas noticias. Han matado a Guillermo del Valle.

En el bar no había nadie más; hasta el camarero parecía haber desaparecido. Anthony recobró la serenidad de golpe.

– ¿Guillermo muerto?-repitió incrédulo-. ¡Has sido tú! Guillermo del Valle era el falangista que vino a verme. El que había descubierto la existencia de un traidor. ¡Ahora lo entiendo! La Toñina oyó la conversación desde el armario de la habitación, donde se había escondido. Luego fingió un desmayo, y a la primera ocasión corrió a contárselo todo a Higinio Zamora. El cabrón de Higinio me había endosado a su pupila para que me vigilara…

– No digas más idioteces. Aunque tus fantasías fueran ciertas, yo no tocaría un pelo a un hermano de Paquita. A Guillermo lo han matado dos agentes de tu amigo el teniente coronel Marranón. Y ahora han dado orden de detenerme. Ya han detenido a mi hermano Miguel y a otros jefes de la Falange y hay patrullas buscándome por todo Madrid. No tardarán en venir. El camarero habrá dado el soplo. Por eso se ha largado.

– ¿Qué vas a hacer? Aún puedes escaparte.

– No. Soy el Jefe Nacional de la Falange. Yo no me escondo. Si me quieren detener, que apechuguen con las consecuencias.

Mientras hablaba sacó del bolsillo la pistola. Anthony se asustó.

– No irás a plantar cara a la policía.

José Antonio sonrió, extrajo el cargador de la pistola y dejó ambas cosas sobre la mesa.

– No estoy tan loco. Dejo aquí el arma para que no puedan dispararme alegando legítima defensa. No quiero más violencia. Lo creas o no, siempre he rechazado el recurso a la violencia. Dios sabe los esfuerzos que he tenido que desplegar para refrenar la justa indignación de los camaradas ante el abuso de los facinerosos socialistas y la connivencia de las autoridades, y para impedir que la Falange se precipitara a esa pendiente sin fondo. Por desgracia, he tenido que ceder a la realidad y consentir el recurso a las armas para evitar que nos exterminaran como a alimañas. Ya estoy cansado. Quizá tengas razón, quizá me sobren motivos para dar la espalda a mi propia criatura. Yo quería la paz y la reconciliación. Pero no me han dejado. He dado mi vida por España y España me ha vuelto la espalda. He defendido a la clase obrera y la clase obrera, en vez de escucharme, me ataca. Nadie me hace caso. Y, sin embargo, yo podía haber logrado lo que nadie ha logrado ni logrará: superar la lucha de clases insensata, echar los cimientos de una España nueva, la patria de todos. Me he esforzado en vano: los españoles prefieren seguir con sus ideologías anacrónicas, su demagogia oscurantista, su caciquismo disfrazado de democracia y su salvaje ajuste de cuentas. ¿Qué diferencia hay entre sacar en procesión la imagen del Sagrado Corazón y quemarla?- Este es un país cavernario, hundido en la miseria, la atonía y la falta de higiene.