Puso la mano en el hombro de Anthony y prosiguió en un tono más personal.
– Vuélvete a tu casa, amigo mío, éste no es lugar para ti. Vuelve a la Inglaterra de los campos verdes y allí cuenta lo que has visto: explica mi lucha, mis aspiraciones y los obstáculos a que debo enfrentarme.
Anthony movió la cabeza e hizo un ademán de disculpa.
– Lo siento -dijo-, pero me temo que no lo haré. Volveré a Inglaterra como vine: sin tomar partido. No es que todo me sea indiferente; al contrario: me desespera la situación y más aún lo que se avecina. Pero no es mi problema. Nadie me consultó a la hora de sentar las bases, ni de establecer los objetivos, ni de fijar las reglas del juego. Ahora no me paséis la carga del veredicto. Mi compromiso es estrictamente personal. Si te esperan ahí afuera, saldré contigo. No porque piense como tú, sino porque hemos entrado juntos y hemos bebido juntos. Si tienen intención de disparar, quizá lo piensen dos veces al verte acompañado de un súbdito británico, o quizá no. Pero de las ideas por las que estáis dispuestos a mataros los unos a los otros, de eso no quiero ni oír hablar.
La calle de Alcalá estaba cortada al tráfico. Sólo había dos automóviles negros apostados frente al bar y seis agentes de la Guardia de Asalto, armados con mosquetones, a cubierto en los quicios de los portalones. Cuando José Antonio Primo de Rivera y Anthony Whitelands salieron con las manos en alto, el teniente coronel Marranón se apeó de uno de los autos y fue a su encuentro.
– Ya me extrañaba no ver su jeta -le dijo al inglés-. Quedan detenidos los dos.
– ¿Con qué cargos? -preguntó José Antonio.
– Llevar armas sin licencia.
– Ni yo ni este caballero llevamos armas -protestó Anthony.
– ¡Coño, Vitelas, no me obligue a inventar! Yo los meto en el calabozo y mañana el juez decidirá la acusación. Usted se viene conmigo. El señor Primo en el otro auto.
José Antonio tendió la mano al inglés.
– No creo que volvamos a vemos.
Anthony le estrechó la mano mirándole fijamente a los ojos.
– Si no nos llegan a detener, ¿me habrías matado? Dime la verdad.
José Antonio sonrió, se encogió de hombros y se dirigió al automóvil que le habían asignado, escoltado por los seis guardias. Con el pie en el estribo, se volvió y saludó levantando el brazo. Anthony y el teniente coronel ocuparon los asientos traseros del otro. Un agente viajaba en el traspontín.
– ¿De qué han hablado? -preguntó de camino el teniente coronel.
– Básicamente, de mujeres.
– Lo suponía. ¿Se ha enterado de lo de ese muchacho, el hermano de la mujer sobre la que han estado hablando?
– Sí. ¿Ha muerto?
– Qué va. Los señoritos son como los gatos. Los tiras de la azotea y no hay manera.
Anthony se reclinó en la tapicería de cuero, cerró los ojos y exhaló un hondo suspiro. Cuando los volvió a abrir estaban detenidos a la puerta del hotel. Habían baldeado los adoquines y no quedaba rastro de sangre en la plaza del Ángel.
– ¿No me llevaba detenido?
– A usted no. No quiero verle más. Es un incordio. Y apesta a whisky. Para meterse en intrigas internacionales hay que ser más listo, más morigerado y menos enamoradizo. Su tren sale de Atocha mañana a las catorce horas. No lo pierda y no trate de apearse antes de cruzar la frontera. La Guardia Civil tiene su descripción y la mala costumbre de tirar sin dar el alto.
Llegó a la habitación a tientas y se tumbó en la cama vestido, pero no consiguió dormir hasta que la primera luz del día se filtraba por los postigos de la ventana. Despertó sacudido sin miramientos por un desconocido. Habituado a este tipo de anomalías, no se alarmó.
– ¿Quién es usted y qué hace en mi cuarto? -se limitó a preguntar.
– ¿No se acuerda de mí, Whitelands? Harry Parker, de la Embajada. He sabido que se va y he venido a llevarle a la estación. Todos nos quedaremos más tranquilos cuando arranque el tren con usted adentro.
– Por Dios, Parker, el tren sale a las dos de la tarde y son las nueve menos diez.
– Sí, tenemos el tiempo justo. Hay algunos asuntillos pendientes. Vístase y haga la maleta. Tengo un auto en la puerta. Dese prisa. Tomaremos un café aquí al lado. Con churros, si no se demora mucho.
Demasiado cansado para poner reparos, Anthony obedeció. Bajó con la maleta y al abonar la cuenta advirtió que habían cambiado al recepcionista; el nuevo era igualmente desabrido y aún más distante. De la puerta giratoria faltaba un panel, pero los restos de cristal habían sido barridos del umbral. Dejaron la maleta en el berlina de la Embajada, a cargo del mecánico, y en la plaza de Santa Ana hicieron un desayuno frugal y silencioso. Tanto en la cafetería como en el trayecto posterior, Anthony advirtió en su acompañante un leve malestar, como si hubiera de hacer un esfuerzo para no decir algo importante. A la puerta de la Embajada se apearon.
– Deje la maleta -dijo el joven diplomático-. No nos demoraremos mucho. Unos caballeros desean saludarle. Ya los conoce.
– ¿Y si me niego a ver a nadie? -dijo Anthony en tono desafiante.
– Me pondrá en un compromiso, Whitelands, y ya me ha dado muchos quebraderos de cabeza. Sea buen chico; sólo un minuto.
Subieron al suntuoso salón, presidido por el retrato de Su Majestad Eduardo VIII, donde la vez anterior se había celebrado la reunión con lord Bumblebee y dos funcionarios de la Embajada. En la chimenea ardía un fuego reconfortante. Lord Bumblebee acudió al encuentro de los recién llegados.
– Celebro verle de nuevo, Whitelands. Ya conoce a David Ross, primer secretario de Embajada, y a Peter Atkins, agregado cultural. En esta ocasión nos acompaña…, en fin, huelgan las presentaciones.
Con sorpresa y desagrado, Anthony advirtió la presencia de Edwin Garrigaw, el viejo, repulgado y malévolo curador. Saludó a todos con una inclinación de cabeza y, por indicación de lord Bumblebee, ocupó una butaca. Luego aquél se dirigió a Harry Parker y le preguntó:
– ¿Se lo ha dicho?
– No, señor. He preferido que se lo dijera usted personalmente -repuso el joven diplomático.
Lord Bumblebee asintió, cargó la pipa con deliberada lentitud, miró a los presentes uno a uno, como buscando su apoyo moral, carraspeó y, dirigiéndose a Anthony, dijo:
– Bueno. Whitelands, iré al grano. Hemos de darle dos noticias: una buena y otra mala. Empezaré por la mala. Anoche, mientras la familia de su amigo el duque de la Igualada se encontraba reunida en el Hospital Clínico de esta ciudad por… ya sabe, por lo del falangista malherido… Un caso lamentable, sí señor. No por frecuente menos lamentable. Al final, por fortuna, el muchacho salió adelante. En Verdún, en el 17, vi casos similares. Pocos, bien es verdad. En fin, como le venía diciendo, mientras la familia estaba en el hospital, se produjo…, bueno, se produjo un incendio en el palacete de la Castellana. ¿Un atentado? No debemos descartar la posibilidad, tal como están las cosas, aunque yo lo dudo, dadas las características del siniestro. Más bien un accidente doméstico: un cortocircuito, un cigarrillo mal apagado, cualquier cosa. Con la agitación del momento, la familia ausente, la servidumbre alterada; las distracciones son de rigor. Por fortuna no hubo heridos. Alguien se dio cuenta, acudieron los bomberos y el fuego fue sofocado sin mayor problema. De hecho, sólo resultó dañado el sótano. Por lo visto guardaban muebles viejos, alfombras, trastos. Arden como la yesca. También se quemaron algunos cuadros… Irrecuperables, según parece. Le cuento este suceso porque creí entender que en algún momento su presunto Velázquez estuvo en ese sótano.
Anthony había palidecido conforme avanzaba el relato de lord Bumblebee. Miró de reojo a Edwin Garrigaw y creyó distinguir una sonrisa burlona en sus labios retocados de suave carmín. Pidió un vaso de agua. Harry Parker le propuso una bebida más reconstituyente, pero ni el organismo ni la cabeza de Anthony estaban en condiciones de sufrir más acometidas. Mientras el joven diplomático llenaba un vaso del agua de una jarra, lord Bumblebee prosiguió: